viernes, 6 de agosto de 2010

Confesados y empitonados II

 Iba a comenzar este escrito más o menos donde dejé el anterior, hablando de los toritos catalanes, pero aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que hay muchas formas de empitonar no puedo dejar pasar la ocasión de comentar, aunque sea de pasada, el empitonamiento que nos ha asestado a los madrileños el señor Rodríguez Zapatero. Como digo hay muchas formas de empitonar y colarnos a traición y sin anestesia (y sin primarias: viva la democracia interna del PSOE) a Trinidad Jiménez -una de las ministras más incompetentes de este Gobierno, por no decir una de las políticas más incompetentes del país, que lo único que ha hecho ha sido malgestionar una epidemia que luego resultó una farsa y elaborar una Ley Antitabaco que sólo busca prohibir, que va a defenestrar nuestra ya maltrecha economía (la industria hostelera habla ya de pérdidas multimillonarias) y que todavía ni siquiera se ha aprobado, eso sin olvidar que la citada doña Trinidad ya compitió en Madrid por la alcaldía y le dieron una soberana paliza-, bien, pues colocar a esta señora como candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid, es un empitonamiento en toda regla. Pero no sólo para los madrileños, sino para el PSOE y la propia interesada, porque para ganar a la lideresa Aguirre hay que hacer mucho más que poner sonrisitas y ser muy, muy progre. Aparte que a nadie se le ocurre poner a un ministro de un gobierno que está acabado como candidato a una Comunidad como Madrid. En fin, que los estrategas del PSOE, empezando por Pajín y terminando por ZP se han debido de fumar todos los brotes verdes antes de tomar esta decisión.
 Dejemos, pues, al PSOE que con su pan se lo coma y vamos al tema al que hacen referencia los empitonamientos del título. Resulta sorprendente como en España cualquier cosita de nada puede acabar en el absurdo más completo. Pongamos las cosas claras: un Parlamento tiene la potestad de decidir todas las leyes que le de la gana siempre y cuando entren dentro de sus competencias. Por otro lado, y desde un punto de vista puramente ilustrado, la prohibición de las corridas de toros es una medida que hace mucho habría que haber tomado. Una corrida de toros no es cultura: es barbarie, y desde luego no es un “misterio que nos enfrenta a los dilemas más profundos de la existencia humana”, González Sinde dixit (signifique esto lo que demonios signifique). Hasta aquí todo parece claro. El absurdo surge cuando resulta que el Gobierno catalán hace de esta medida un ariete de su pretendida identidad nacional. De esta forma, todo aquél que se considere catalanista debe apoyar la medida, y todo aquél que por las razones que sean considere que el nacionalismo es un anacronismo en una época de globalización, una postura reaccionaria y una ideología propia del siglo XIX, debe estar en contra de la medida. Así, la derecha de toda la vida antiilustrada está en contra de la prohibición y la izquierda ilustrada está a favor. La conclusión de este silogismo endiablado es que la izquierda ilustrada es catalanista y proclive a la independencia de Cataluña. Y si yo, que me considero de izquierdas e ilustrado, estoy a favor de que se prohíban las corridas de toros, entonces, o bien soy nacionalista catalán, o bien estoy en contra y soy de derechas, aunque yo no lo sepa.
 Los argumentos de los antiabolicionistas tampoco van mucho más allá. Se apela, como de costumbre a la tradición. Después de muchos años dándole vueltas todavía no se qué tiene la tradición que merezca que se la conserve universalmente. Pero puestos a hacerlo, también podríamos mantener las ejecuciones públicas, la exposición en la picota de los delincuentes o el castigo físico en las escuelas, que son cosas tan tradicionales como las corridas de toros. Y aquí hay que hacer hincapié en la hipocresía del Parlamento catalán, que prohíbe las corridas de toros, pero no hace lo propio con los encierros populares de sus pueblos y comarcas, donde el maltrato a los animales es aún mayor que en un coso taurino.
 Así las cosas uno echa de menos escuchar en los foros públicos la voz de los más directamente implicados: los toros. Al menos para oír, por una vez en la vida, alguna opinión sensata en un Parlamento. Seguramente dirían que mientras se habla de ellos no se habla del paro.

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