lunes, 29 de junio de 2015

Izquierda, Derecha



  En la era del fin de las ideologías –y del triunfo de la Ideología- aún es posible establecer una diferenciación, o varias, entra lo que tradicionalmente se ha llamado izquierda y derecha –políticas, se entiende- . Quizás esta diferenciación no se pueda sustentar en un conjunto extendido de ideas –para tener ideas primero hay que pensar y eso es algo que no abunda demasiado- , pero si que, al menos a un nivel teórico o de conceptualización de la izquierda y la derecha, esta distinción es posible. Cosa distinta será que sea aplicable a la sociedad contemporánea o, más bien, a la mentalidad social contemporánea o que sea rastreable en los proyectos políticos más actuales. La afirmación de que ya no es posible establecer una distinción entre izquierda y derecha es una afirmación interesada de aquellos que solo tienen como objetivo la conquista del poder a toda costa y que, desde este objetivo, distorsionan y retuercen las ideas hasta hacerlas irreconocibles.

  La distinción entre izquierda y derecha que se va a intentar aquí, aunque creemos que clásica, no es económica. El desarrollo del sistema capitalista ha diluido la diferencia económica: si se entiende que la derecha es la defensa y el mantenimiento del sistema económico y la izquierda su transformación –que no su reforma- hoy en día no hay izquierda, sino tan solo derecha, y quien se empeñe en lo contrario o bien está engañando a la población o bien se está engañando a si mismo. De la misma manera, si no hay izquierda y derecha económica tampoco hay propiamente izquierda y derecha política al menos mientras la política siga siendo una actividad superestructural que se fundamente en la economía –que es, por otra parte, el deseo de la derecha económica-. La distinción que aquí se propone es una distinción social y, en tanto que social, puede consistir, y de hecho lo hace, la base de una diferenciación Política entre derecha e izquierda.

  La distinción que aquí se propone se basa en la aceptación o no de las pautas de la naturaleza como fundamento de los hechos y las relaciones sociales. O, lo que es lo mismo, en la consideración de que la naturaleza es en sí misma buena y sabia y la sociedad, por tanto, o bien es una continuación de ella o bien, si no lo es, debería de serlo, y por tanto hay que hacer todo lo posible para que así ocurra –y en eso se fundamente la acción política-. O bien, por el contrario, en considerar que la naturaleza no es buena ni sabia; en considerar que la naturaleza es tan solo naturaleza, no puede ser antropomorfizada y, por tanto, la función de la acción política debe ser corregir a nivel social aquello que naturalmente no funciona, o funciona mal. La primera postura, que será conservadora, se correspondería con la derecha, que tiende a perpetuar las desigualdades apoyándose en el hecho de que son naturales, y por tanto la sociedad no puede o no debe corregir aquello que la naturaleza ha hecho, lo que implica, dicho sea de paso, un fuerte contenido cristiano –o religioso en general- dando pie a una identificación –no spinoziana, por cierto- entre Dios, Naturaleza y orden social. Así, al naturalizar la sociedad, las desigualdades quedan legitimadas por la Naturaleza, se considera que no son desigualdades sociales, sino naturaleza, pues la sociedad imita a la naturaleza, que deben ser conservadas.

  La segunda postura se correspondería con la izquierda. La sociedad debe corregir las desigualdades, ya que no es una continuación de la naturaleza sino una construcción humana. De esta forma la izquierda no aboga por la conservación de las desigualdades, sino por su eliminación a partir de la más estricta igualdad de oportunidades. Lo cual no significa que todos los miembros de la sociedad deban ser iguales, puesto que, de hecho existen diferencias naturales. Lo que significa es que las diferencias naturales no pueden ser legitimadas socialmente, que no deben convertirse en obstáculos sociales, y que todos, sean cuales sean sus diferencias, deben partir de las mismas oportunidades sociales. A partir de aquí, el resto es cuestión de la responsabilidad y de la capacidad de los sujetos.

lunes, 22 de junio de 2015

Mi amo me manda



  La ventaja de ser un borrego es no tener que elegir. La ventaja de obedecer es no tener que pensar si lo que se elige es bueno o malo. La ventaja de contar con un referente moral absoluto es uno se ahorra el arduo proceso de decidir. De la misma forma que resulta muy conveniente en algunas ocasiones renunciar a ser un individuo para descargar la responsabilidad en la sociedad –y olvidarse que la sociedad no es más que una reunión de individuos- resulta también muy conveniente acudir a un referente moral que marque cuál deberá ser nuestro comportamiento en determinadas ocasiones. Se quita así uno de encima el engorroso problema de pensar, reflexionar, analizar e inclinarse por una opción. Mejor si nos lo dicen.

  Es sobre esta consideración de las ventajas de no tomar decisiones sobre la que se fundamentan todas las religiones. Desde el momento en que la curia de turno se autoproclama como intercesora de la divinidad ante los hombres e interpreta su voluntad, se convierte en la que decide lo que es bueno o malo, lo que hay que hacer o no hacer, pues es la voluntad del dios la que así lo ha decidido. El creyente no tiene más que seguir los dictados de la voluntad divina, acomodar su voluntad a la voluntad de dios –lo que en el fondo no es difícil, pues su propia voluntad comparte la esencia de la voluntad divina al haber sido creada por ella- y ceder así su capacidad de decisión a los portavoces de la divinidad. Con lo cual, de paso, se ahorran un esfuerzo. Las religiones, sobre todo el cristianismo –o especialmente el cristianismo- son al menos honestas en este aspecto. El creyente es una oveja y el conjunto de los creyentes es un rebaño que debe dejarse guiar por su pastor, que es el que sabe lo que le conviene a cada una de sus ovejas. Y las ovejas, los creyentes, aceptan alegremente esta situación, se autoconsideran ovejas de un rebaño y siguen las indicaciones de su pastor. 

  Sin embargo, la situación descrita no es propiedad exclusiva de la religión, sino que también se manifiesta a nivel social y, por tanto, a nivel político. Se postula así una noción absoluta de lo bueno, no como el objetivo metafísico último del comportamiento moral, sino como aquello que debemos hacer en nuestra vida cotidiana, en nuestras relaciones sociales, es decir, una noción de lo que es bueno como guía de acción que nos evita tener que elegir socialmente. Si el poder político marca el camino a seguir, decide lo que se debe exigir y esperar y hace crecer en los individuos la ilusión de pertenecer a un grupo superior de elegidos –lógicamente, en este caso, no autodenominado rebaño- en el cual todos siguen las mismas metas, la decisión individual queda abolida. Es más, queda incluso proscrita como peligrosa para la cohesión del grupo. Lo que debe primar son los ideales del grupo, no las ideas del individuo, que no debe tener otras que no sean las del grupo. Esto tampoco supone mayor problema para los miembros de ese grupo, a los que resulta más fácil seguir los ideales colectivos que fabricarse unos propios. Pensar supone no solo un esfuerzo, sino también una singularización, un destacarse, o desviarse del camino establecido, de tal manera que el aceptar el objetivo moral determinado por la élite política permite la identificación con los demás y evita el riesgo de ser considerado, o considerarse a uno mismo, diferente. Eso si, los ideales políticos determinados por los dirigentes serán defendidos por sus seguidores y partidarios como si fueran los suyos propios, que lo son, utilizando los mismos argumentos y las mismas consignas que el grupo dirigente ha desplegado para desarrollarlos. Habrá, pues, una apariencia de pensamiento, pero será el pensamiento de otro.

lunes, 15 de junio de 2015

Respeto y Ridículo




  Parece ser que lo único respetable son las creencias religiosas. O al menos es por lo único que se exige respeto. Quizás sea porque la incapacidad de demostrar su verdad –y una cierta mala conciencia del creyente, que sabe que no puede demostrar su verdad- deje la exigencia de respeto como la única salida posible de aquello que no tiene ninguna base intelectual o racional. Es curioso como una superstición -léase creencia religiosa- debe ser respetable, se exige su respetabilidad aun cuando no resulta determinable su verdad, y no se exige el mismo respeto por las verdades científicas. El creyente puede despreciar tranquilamente la verdad científica cuando no encaja con su creencia, pero exige respeto por su creencia cuando no encaja con la verdad científica. Con lo que el propio creyente se desenmascara. Aquello que es comprobable no necesita ser respetado, precisamente porque es comprobable. Solo puede exigir respetabilidad aquello que no puede comprobar. En ese caso tan respetable es creer que alguien ha muerto y resucitado como creer en hombrecitos minúsculos habitando en el interior de las paredes , tan respetable es creer en un ser superior que lo ha creado todo como creer en una serpiente emplumada que rige nuestros destinos. O como creer que la Tierra es plana. En realidad, cualquier cosa puede ser creída pero no cualquier cosa puede ser sabida. Puesto a respetar podríamos exigir respeto por todo, hasta por la más suprema estupidez, siempre y cuando tuviera el estatus de creencia religiosa. Por todo, excepto por las verdades científicas, aquellas que cualquiera puede declarar tranquilamente como falsas desde sus respetables creencias.
  Y es que, como se ha repetido hasta la saciedad, lo respetable no son las creencias, sino las personas. La insistencia en el respeto a las creencias religiosas no deja de ser una especie de mecanismo de defensa psicológica de aquel que considera que no aceptar su creencia significa no aceptarle a él, porque psicológicamente él mismo se ha anulado y se ha identificado con su creencia. Confunde el ámbito de lo privado con el ámbito de lo público, que es lo que tiende a hacer la religión. Yo no creo que la Tierra sea redonda o que exista la evolución: lo se. El ámbito del conocimiento es público –y no puede ser de otra manera si quiere ser conocimiento-, está abierto a todos, mientas que él ámbito de la fe, de la creencia, es privado. De ahí, tal vez, la exigencia de respeto. La desnudez, los sentimientos, cuando salen del campo de lo privado y se muestran públicamente resultan ridículo. O son arte. El arte es la superación de lo ridículo en la exposición pública de lo privado. Las creencias privadas, la religión, cuando se exponen públicamente resultan igualmente ridículas. A no ser que sean arte. Pero el arte religioso primero es arte y después religioso de la misma forma que la desnudez que se transforma en arte es primero arte y después desnudez. Una persona orando en público es ridícula, si el resto del público no ora, lógicamente. En un templo lo que prima es el campo privado de la religión, de la misma forma que una procesión pública es ridícula, además de una manifestación –pública- de la superstición. De ahí la necesidad de exigir respeto, de exigir a los demás que no se rían del ridículo. Y de ahí también la confusión interesada, la necesidad de confundir la ciencia con la creencia, lo público con lo privado: la conciencia del ridículo o, más bien, la necesidad de superar esa conciencia del ridículo negando a lo público, al conocimiento, a la ciencia, su propia posición. No respetándola.

lunes, 8 de junio de 2015

Ya no hay clase obrera



  Ya no hay “clase obrera”. Hay obreros, eso sí, individuos que, desde el momento en que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario entran en la rueda de la explotación y la alienación. Independientemente de la cuantía del salario, idea sobre la que insistiremos en un momento. Ahora bien, que esos individuos sean conscientes de su situación de explotación, que tangan conciencia de que constituyen una clase social dominada tanto en la infraestructura como en la superestructura: que posean, en última instancia, conciencia de clase, es otra cuestión. lo que constituye a la clase obrera, o más bien lo que constituye a los obreros como clase, es la conciencia de clase, frente a la burguesía que, como clase dominante exportadora de ideología no puede alcanzar dicha conciencia. Así, desde el momento en que no hay conciencia de clase, podemos afirmar que hay obreros –pues sin obreros no se sustentaría el sistema- pero no hay clase obrera.

  Que no hay conciencia de clase es algo fácil de comprobar cuando sea tiende a las reivindicaciones y exigencias de los obreros –reivindicaciones y exigencias justas en su mayoría, todo hay que decirlo-. Esas reclamaciones no inciden sobre la situación de explotación sistémica, sino que más bien van en la línea de recuperar un modo de vida y un estatus económico que tiene más que ver con el desarrollo del sistema y, por lo tano, que aquello que mantiene la explotación de los individuos. Es decir, no hay conciencia de clase porque los obreros lo que exigen es aquello que les mantiene en una situación de alienación y explotación, lo que los convierte en una clase dominada por una clase dominante. Así, se exigen subidas de salarios, trabajos dignos de acuerdo a la formación, acceso a los bienes de consumo y aumento del bienestar social y, en última instancia, el regreso a una situación económica en la que lo que primaban eran los derechos, valores y bienes burgueses, todo lo cual debería de darse, pero no acabará con la situación de explotación. Todos somos burgueses, no hay que avergonzarse de reconocerlo, pero, si todos lo somos, entonces no hay clase obrera.

  Los requerimientos que hacen algunas organizaciones de la nueva política en nombre de la clase obrera, pues, son falaces, puesto que la clase obrera no existe. . Son, o bien reivindicaciones burguesas de una pequeña burguesía arrollada por el desarrollo del sistema capitalista –pue eso es en lo que en definitiva ha devenido la clase obrera : todos somos pequeñoburgueses- o bien en exigencias para lo que tradicionalmente se ha denominado lumpen proletariado: aquellos sujetos que se sitúan en los ,márgenes del sistema, que no participan de él aunque, en cierta medida, se vean explotados por él: el sistema explota a todos-. Reivindicaciones estas ultimas que tienen que ver con alguna forma de parasitismo social –vivir del Estado- , aunque ese parasitismo haya sido fomentado por el propio estado. Y son esas reivindicaciones que tienen como objetos a esos grupos parásitos las que, o bien no se explican –pues hacerlo sería hacer ver al resto de los sujetos, que ya no son clase obrera, que han de ser sufragadas por el estado, es decir, por sus impuestos –o bien se justifican desde el sentimiento, que es algo que queda muy bien, pero que casa muy mal con la racionalidad política y la realidad social.