El mito es el primer
y originario intento del intelecto humano por dar una explicación a aquellos
fenómenos de la naturaleza que escapan a su comprensión y que, inicialmente,
son todos o la mayoría. De esta forma, el mito no es irracional en su objetivo
–buscar las causas de los hechos naturales- pero si en su desarrollo. El mito
no es explicativo desde el momento en que fundamenta sus explicaciones de los
fenómenos en elementos ajenos a la propia naturaleza. Su irracionalidad radica
en explicar la naturaleza desde fuera de la Naturaleza, en sobrepasar los
límites de ésta en su búsqueda de causas fundamentantes. Así, el mito no
explica la naturaleza sino que acaba construyendo un discurso ajeno a ella,
centrado en fuerzas extrañas que la superan y escapan a su control. Así
concebido el mito no está sólo constituido por las narraciones tradicionales de
las culturas clásicas mesopotámicas, egipcias o griegas, sino también por las
religiones -sean éstas antiguas o modernas-, el discurso metafísico en todas
sus formas –algo que Kant intuyó, pero no terminó de llevar a efecto al afirmar
que lo racional consiste precisamente en superar los límites de la
experiencia- y también las corrientes
postmodernas que postulan una quiebra de la Razón mal entendida.
El mito, por lo tanto, que como
intento de explicación de la naturaleza resulta irracional, y por lo tanto
fallido, pues una explicación de los fenómenos naturales o es racional o no es
explicación, sirve, en cambio, para establecer las normas fundamentales que
rigen en su origen la organización social, es decir, las narraciones míticas
constituyen el sustrato de usos y costumbres
del que se nutre el sentimiento de pertenencia a la tribu, el grupo, el
clan o la ciudad y, además, generan las leyes prohibiciones o tabúes sobre las
que se estructura.
Esta función del mito, sin embargo,
se rompe también con el surgimiento de la Edad Moderna. La escisión entre
sujeto y Naturaleza y la disolución, por tanto, de la raíz de la narración
mítica que supone la simbiosis entre uno
y otra. Da lugar a una nueva fundamentación de la organización social basada en
el cálculo racional que se expresa en el contrato social: individuos autónomos
y libres deciden unirse en una comunidad y establecen aquellas normas
racionales que benefician a todos o a la mayoría , aunque una minoría resulte
perjudicada. Las normas ya no emanan de una Naturaleza antropomorfizada en la costumbre,
sino de la Razón como instancia a la que todos deben recurrir.
La nueva forma de organización
social racional, empero, en los últimos tiempos se desliza de nuevo hacia una
fundamentación mítica. No sólo porque los referentes sociales son cada vez en
mayor medida nuevos mitos -deportivos,
artísticos, televisivos, etc.- en el sentido en que son elementos que se sitúan
más allá de los límites de la realidad social y pretenden justificarla, más que
explicarla, desde esa posición, sino porque las propias estructuras sociales
racionales se han mitificado: se han olvidado de su origen racional y por lo
tanto de su contenido crítico y su potencialidad de transformación y se han
cosificado en estructuras rígidas y, por
tanto, faltas de contenido. La democracia ya no es un espacio radical de debate
libre, sino un mito petrificado que se materializa en el rito electoral.