jueves, 30 de abril de 2020

Miedo y poder / 2

El poder no es El Poder. No es algo abstracto sin ningún objetivo concreto sino que, por el contrario, es algo muy específico. El poder tiene nombre y apellidos, aunque se me permitirá que no cite aquí ninguno y utilice un referente universal. El poder es siempre poder sobre algo y, en el caso del poder político, poder sobre los individuos. El poder, así, es el dominio sobre el otro: el dominio y el control sobre el resto de los sujetos y, en última instancia, el poder es hacer que los demás hagan lo que uno quiere que hagan, que los demás se plieguen a los deseos del que tiene el poder. El poder absoluto, por lo tanto, es el control absoluto sobre los demás. Y el poder absoluto es el control de los cuerpos, pero también, y sobre todo, de las mentes, las almas, los espíritus o como lo queramos llamar. Por eso el máximo exponente del poder, quien mejor ha entendido sus mecanismos y los ha desarrollado a los largo de la Historia ha sido la religión, las religiones en general. La religión supone ese control sobre el alma y sobre el cuerpo que permite el dominio del otro, que facilita que el otro acate el poder, acepte estar sometido a un control sobre su vida porque, en el fondo, todo es por su bien.
            Esta caracterización del poder es la que ha primado en todas las dictaduras y en todos los sistemas totalitarios. Estos sistemas, desde siempre, se han dado cuenta  de que el dominio del cuerpo, siendo necesario, no es suficiente, sino que es también necesario el dominio, el acatamiento de la mente. Da igual que sea una dictadura de derechas o de izquierdas, en el fondo todas han copiado el mecanismo de la religiones. Ahí está el dentro de significación del adagio de Unamuno que ahora se ha hecho tan famoso. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis, porque la victoria es victoria sobre el cuerpo, pero no convenceréis, porque para convencer hay que dominar al alma. El controlar el alma del otro tiene, además, otra ventaja, otra característica más que permite la expansión del poder. Hace que, cuando es suficientemente poderosa, cuando se ha extendido lo bastante, ya no sea necesario un poder vertical, es decir, ya no sea necesario un control de arriba abajo, sino que el poder se vuelve horizontal, son los mismos convencidos, los mismos creyentes, los que se encargan de controlar a los demás. Surge así una policía paralela, una policía del pensamiento, que se encarga de denunciar y perseguir a todos aquellos que no cumplen las normas del poder, a todos aquellos que intentan huir de su control.
            De la misma forma que la religión, el instrumento que utiliza el poder laico para conseguir ese control de los cuerpos y las mentes es el miedo. El miedo al infierno, en el caso de las religiones, el miedo al contagio en nuestro caso, o el miedo al terrorista, en otro. El miedo, en principio, permite el control del cuerpo. Solo desde un escenario de terror pánico es posible comprender que una población entera se pliegue a los deseos del poder y acepte encerrarse en sus casas. Con todos los cuerpos encerrados, el poder ha logrado su primer objetivo, Los cuerpos encerados no son peligrosos, aunque persiste el peligro de las mentes libres. Los cuerpos encerrados no pueden comunicarse entre sí, no pueden entrar en contacto con otros cuerpos. Cuando el poder encierra a todos los cuerpos -ni siquiera es necesario fabricar nuevas cárceles, el nuevo poder que ha surgido en esta crisis ha encontrado al solución perfecta: convertir a todo el país en una cárcel- ya puede disponer de ellos a su antojo. De hecho, la vida y la muerte de los cuerpos encerrados depende del poder, o de quien ostenta el poder. Decide lo que deben hacer o no hacer, cuáles deben de ser los ritmos de su vida. Incluso puede matarlos de hambre, si quiere -mañana pueden ordenar cerrar los supermercados, por ejemplo- y no pasaría nada. Controlados los cuerpos, hay que controlar las mentes. Y para ello cuenta, en primer lugar, con los creyentes, con aquellos que ya han sido convencidos – o abducidos- y que están dispuestos a denunciar, no solo cualquier desviación de la conducta oficial, sino también cualquier desviación del pensamiento oficial. No se debe pensar -ya no actuar- contra el poder, porque el poder hace lo que hace por nuestro bien, por el bien de nuestros cuerpos y de nuestras almas, y pensar lo contrario, por lo tanto, no es más que una forma de suicidio, una forma de querer el mal para uno mismo y para los demás, pero nadie quiere el mal para uno mismo, -quizás si para los demás- por lo que aquel que piensa distinto del poder en realidad es un loco, es un enfermo que debe ser tratado como tal. Y, por otro lado, está el miedo al propio poder. El miedo a lo que el poder pueda hacernos. No el miedo al infierno, sino el miedo a la Inquisición. No el miedo al contagio o al terrorista, sino el miedo a la destrucción del cuerpo y de la mente.
            Paradójicamente poder no significa gobierno. De hecho, una vez más, lo que nos enseña la Historia es que allí donde ha habido poder absoluto, no ha habido gobierno. Todas las dictaduras, todos los sistemas totalitarios, se caracterizan precisamente por eso, por una falta de gobierno. Ejemplo paradigmático son las llamadas repúblicas bananeras. Al que ostenta el poder el bien de los ciudadanos, que es el objetivo último del gobierno, le importa un ardite. Lo único que le interesa es su control.

miércoles, 29 de abril de 2020

Miedo y poder / 1

Dicen que agua pasada no mueve molino. Hasta que lo mueve.  O hasta que el agua movida por el molino del pasado nos alcanza en forma de tsunami. Lo pasado, pasado está, cierto es, pero a veces conviene recordarlo, porque, siguiendo con los refranes, de aquellos barros vinieron estos lodos y nada pasa por casualidad. Lo que ocurre en el presente tiene su base en el pasado y, a veces, cuando pensamos que el presente en el que vivimos nunca se convertirá en pasado para otro presente, en realidad lo que estamos haciendo es poner los cimientos para que este presente-pasado nos aparezca como una bofetada cuando menos o esperamos. Luego nos podemos lamentar, de hecho nos lamentamos, y escuchamos eso tan manido últimamente de “¿quién nos iba a decir que nos iba a encontrar así”? Tampoco hacía falta que nadie nos lo dijera. Estaba a la vista de todos, presente ante cualquiera que supiera verlo. Lo que nos pasa ahora no es algo que aparezca de golpe, sin que nadie se lo espere. Es algo que tiene una historia que se ha ido forjando, larvando, desarrollando durante casi veinte años y que ahora ha salido a la luz en toda su crudeza para, posiblemente, no marcharse jamás, a no ser que estemos más espabilados de lo que hemos estado hasta ahora.
            Esta historia, como digo, comenzó hace casi veinte años. Concretamente el 11 de septiembre de 2001. Y comenzó en un sitio muy concreto: Nueva York. Ese día y ese lugar que hoy ya nadie recuerda -pues si recordáramos que en un solo día murieron más de 3000 personas, quizás viéramos nuestro presente más inmediato con más perspectiva- pusieron la base para que en el presente -hoy, día 21 de abril de 2020, nos encontremos como nos encontramos. ¿Y cómo nos encontramos? Podríamos decirlo de muchas maneras, podríamos utilizar miles de rodeos, de paráfrasis o de eufemismos, pero la verdad es que nos encontramos aterrorizados y encerrados. Y no es por casualidad que el estar aterrorizado sea la fase previa del estar encerrado y no es por casualidad que todo esto empezara con los atentados del 11-S. Hagamos memoria.
            Si ustedes recuerdan, y si no se lo recuerdo yo, los atentados de Nueva York del 2001 dieron paso a dos reacciones complementarias. Primera una guerra abierta y televisada contra los enemigos de Occidente, en este caso contra aquellos países musulmanes a los que se consideraba promotores de los atentados. Pero no es esta guerra la que nos interesa. Nos interesa la otra, la escondida, la que no salió a la luz contra los propios ciudadanos de los países occidentales. Porque ese día comenzó una labor de zapa que teñía dos objetivos básicos. El primero aterrorizar a la población, en este caso con el hecho de que cualquier señor de un país musulmán podría poner una bomba en cualquier lugar en el que cualquiera podría encontrarse, ya fuera un aeropuerto, un cine, un teatro o un bar. El segundo objetivo, una vez cumplido el primero era conseguir que la ciudadanía, previamente aterrorizada, viera con buenos ojos recortes en su libertad y en sus derechos fundamentales; recortes que tenían como única meta, claro está aumentar la seguridad pública amenazada. Y empezamos a aceptar que nos quitaran los zapatos en los aeropuertos, y los cinturones, y nos hicieran pasar por escáneres que nos mostraban desnudos. y aceptamos tranquilamente las colas interminables para coger un avión o un tren y la pérdida de tiempo, de nuestro tiempo.  Se nos convenció de que si queríamos estar seguros deberíamos renunciar a. Parcelas cada vez más importantes de nuestra libertad, que la seguridad, como la muerte, tenía un precio y que debíamos estar dispuestos a pagarlo. Al miedo a los atentados le siguieron otros miedos a lo que contribuyó poderosamente la televisión- las series y películas sobre los apocalipsis zombis, o los contagios masivos- y la ciencia -ese grupo de científicos que se inventaron una entelequia (y una gilipollez, dicho sea de paso) llamada “el reloj del apocalipsis”. Todo esto ya lo previó Naomi Klein en su obra La Doctrina del Schock, obra que recomiendo aunque no se sienta afinidad ideológica por la autora. El caso es que de aquel pasado vino este presente y aquí estamos: cagados de miedo, encerrados y aun así, agradecidos.

martes, 28 de abril de 2020

Coma

Escuchó los pasos detrás de la puerta. Como cada noche. Miró el reloj que tenía encima de la mesilla: las diez y media, como cada noche. Esperó encogido sobre el colchón. Sabía que en poco tiempo empezaría a  escuchar los sollozos y los susurros. Se levantó de la cama y caminó despacio hacia la puerta cerrada. El llanto le llegaba nítidamente desde el otro lado, el llanto de un niño asustado que le penetraba el cerebro y le paralizaba el corazón. Escuchó un nombre y luego otro y otro. Pero todos eran el mismo nombre. Su nombre repetido una y otra vez por aquella voz espectral que le anunciaba su pronto ingreso en el inferno. Cuando estaba a mitad de camino de la puerta cerrada algo la arañó. Escuchó o más bien sintió nítidamente los arañazos en la madera, el chirriar de los dedos, el partirse de las uñas contra la dura superficie. El miedo se fue apropiando poco a poco de su ser. Sabía lo que se encontraba al otro lado del dintel. Conocía a la perfección el horror que se escondía más allá de la superficie de caoba que le separaba de su locura. Lo sabía, porque había soñado infinitas veces con ello. En el sueño intranquilo de los tranquilizantes había visto lo que se escondía allí donde no quería mirar. Su cerebro le decía que parara, que regresara a la cama y se cubriera con las sábanas como hacía cuando, de pequeño, los monstruos del interior del armario de su imaginación salían a la luz y se subían sobre el con sus cuerpos encogidos y viscosos. Su cerebro de decía que no siguiera, pero sus pies se negaban a obedecer. Una fuerza interna, una atracción magnética le obligaba a poner un pie tras otro camino de aquella puerta que seguía cerrada pero que mostraba lo que esperaba a todo aquel que se atreviera a cruzarla. Se encontraba a mitad de camino de su destino cuando empezó a sentir el olor, el olor nauseabundo que surgía de las profundidades de los pozos plagados de ratas y de masas informes, de cuerpos en descomposición y gusanos cebados, de ratas que se alimentaban de la carne pútrida que un día había sido bella. El olor le penetró en las entrañas, lo sintió como una mano que le retorciera los órganos y le apretara el corazón. Cuando tocó la puerta con la yema de sus dedos la notó fría, a pesar del calor que abrasaba su cara. Bajó sus dedos hacia el pomo, el olor se intensificó, sitió unas garras que se aferraban a su piel y la desgarraban. Giró el pomo lentamente y abrió la puerta.
            La luz azul se reflejaba sobre las paredes de la blanca habitación, mientras el sonido rítmico de los aparatos que controlaban sus constantes vitales llenaba la sala en medio de la noche. El doctor hizo su visita de costumbre. El paciente seguía en coma. Todo estaba en orden. La puerta seguía cerrada. Aún.

lunes, 27 de abril de 2020

El muro

El muro siempre había estado allí. Los habitantes de aquellas tierras no recordaban cuando había sido construido y las historias de los ancianos incluían al mismo como un elemento más del paisaje. Había teorías, incluso, que afirmaban que cuando los primeros pobladores de aquel territorio llegaron desde el sur el muro ya existía, y que fue lo que los detuvo en su migración, lo que dio pábulo a todo tipo de historias acerca de su posible origen extraterrestre. Más de estas leyendas, los arqueólogos, historiadores y científicos de toda condición habían llegado a la conclusión de que el muro debía de ser un vestigio de una antigua civilización ya extinta, de la que la única huella que quedaba era, precisamente, el muro
            Sea como fuera, aquella preocupación por el origen del muro había quedado reducida a ser objeto de disquisiciones eruditas, mientras el resto de los mortales había asimilado el muro en sus vidas y no se preocupaban por él más allá de lo estrictamente razonable, por ejemplo, cuando los perros y los borrachos orinaban contra él, impregnando con su olor las proximidades. Por otro lado, como decimos, el muro formaba ya parte de la vida de los ciudadanos. Allí se hacían grafitis o se pegaban carteles  que anunciaban la próxima rave o animaban a votar a uno u otro partido en época de elecciones. Allí se reunían las familias los fines de semana con sus tortillas y sus filetes empanados, pues, a los pies del muro se extendía una pradera y se habían instalado unas mesas con sus respectivos bancos de piedra, del mismo material que el muro, eso si, para que no desentonaran. Allí, cuando caía la noche, las parejas de todos los sexos se magreaban a sus pies. O hacían algo más que magrearse apoyados contra el muro. Allí se montaban todos los domingos un mercadillo donde artesanos y campesinos de toda la comarca y de las adyacentes vendían sus productos. Allí, en fin, se había organizado un microcosmos que tenía como su centro el muro.
            Como era de esperar, y todos sabían que tarde o temprano ocurriría, llegó un momento en que un cierto clamor popular empezó a expresar su curiosidad por lo que había al otro lado del muro. Porque si bien es cierto que una buena parte de la vida de aquella gente giraba alrededor del muro, nunca nadie se había planteado mirar más allá de él, por respeto, pero sobre todo por miedo a lo que podría haber más allá. Se formó una comisión para recoger ideas acerca de cual era la forma más adecuada de escalar el muro, que aunque no fuera excesivamente alto -unos quince metros se le podían calcular así, a ojo- no tenía salientes en los que apoyar los pies y las manos  para poder trepar por él y tampoco se observaban puntales en su parte más alta donde poder enganchar una cuerda. Finalmente se optó por construir una escalera lo suficientemente alta como para poder llegar a lo más alto de la pared y lo suficientemente fuerte como para que no se rompiera cuando se subiera por ella. Una vez construida, cuatro ciudadanos elegidos por sorteo subieron por ella, acompañados por dos bomberos y un pelotón de soldados por si hubiera algún problema y un notario del reino para dar fe de lo que hubiera al otro lado.
            Cuando esta compañía llegó arriba y extendió su vista al otro lado del muro comprobó, no sin cierta sorpresa, que lo allí se veía era una pradera con árboles y mesas con bancos de piedra, un mercadillo donde los productores locales ofrecían sus productos, parejas de todos los sexos de se magreaban a los pies del muro. Vieron que el muro, por su otra cara, tenía grafitis y carteles que anunciaban la próxima rave o animaban a votar a algún partido político. Y vieron también, más a su izquierda, como un grupo de ciudadanos, dos bomberos, un pelotón de soldados y un señor que parecía un notario subían por una escalera apoyada en el muro para ver lo que había al otro lado.

viernes, 24 de abril de 2020

Lo que no es

Con aquello que no es viene a ocurrir lo mismo que con lo que es, aunque en este respecto la cosa se complica un poco más. En efecto, podemos hablar de lo que no es como universal y como particular, y la determinación de lo que no es, es más fácil en lo universal que en lo particular. A nivel de lo universal, de la esencia, lo que es y lo que no es se atienen a la lógica estricta, porque hacen referencia justamente a la esencia y, en última instancia, las esencias son la materia con la que trabaja la lógica. A nivel de esencia, por tanto, de la esencia más universal, lo que es, existe, y lo que no es, no existe. Hay existencia y no hay su contrario, no existencia, o hay ser y no hay no ser. La existencia es la esencia más universal, es lo que hace que existan todas las cosas que existen, independientemente de su determinación posterior, y la no existencia simplemente no existe. Es la nada -aunque de la nada se podría hablar largo y tendido. Podríamos decir, con Hegel, que el ser o la existencia es a la vez el no ser, pues al ser la existencia absolutamente determinada, resulta no ser nada en sí misma, y por lo tanto coincide con la nada, pero es una manera de complicar la cuestión. Parece bastante obvio que si lo que existe es el ser el no ser debe estar incluido en él.
            A nivel de la existencia absolutamente indeterminada, por tanto, la cosa parece sencilla: hay existencia y no hay no existencia. La cosa se complica cuando descendemos – o ascendemos, según se mire- al ámbito de lo particular. Porque en lo particular lo que es y lo que no es se entremezclan, y las cosas dejan de estar tan claras. En efecto, algo es una cosa, y necesariamente por ser una cosa, un algo, no es todas las demás cosas que no son ese algo. Un hombre no es un caballo. Si determinamos más, son más cosas las que algo que es no es. Un hombre blanco no solo no es un caballo, sino que tampoco es un hombre negro. De esta manera, cuando llegamos a la máxima particularización, a la entidad absolutamente particular diferenciada de todas las demás entidades que no son ella, resulta que es mucho más amplio el campo de lo que no es que el de lo que es. Con lo cual las cosas cambian, y así como en lo absolutamente universal es más amplio el campo de lo que es -hasta el punto de que lo que no es, no es- en el de lo absolutamente particular es mucho más amplio el de lo que no es. Lo que viene a querer decir que si queremos buscar lo que no es, el no ser, no hay que buscarlo en el campo de las esencias universales, sino en el de las cosas particulares. Lo que define a un ser particular, no es solo -o no es tanto- lo que es, sino sobre todo lo que no es.
            Aristóteles enunció el principio de no contradicción  como que algo no puede ser y no ser a la vez y en el mismo respecto. Así, parece que decir que un ente particular es y no es podría atentar contra este principio. No es así, sin embargo, y vamos a terminar este escrito como lo empezamos, con la lógica. Se reflexionamos un poco nos daremos cuenta de que no es lo mismo decir que algo no es algo que decir que algo es no algo. Para entendernos, no es lo mismo decir que A no es A que decir que A es no A aunque parezca que no hay diferencia. En el primer caso, A no es A, estamos haciendo referencia a que A no cumple con las notas definitorias de A y así no puede ser incluido en la categoría de A. A ello se refería Aristóteles, por ejemplo, cuando decía que un hombre que no vivía es sociedad no era un hombre, sino una bestia o un dios. Si lo que caracteriza al hombre es vivir en sociedad, el hombre que no vive en sociedad no es un hombre. En este sentido, A es no A equivaldría a A es B. Este hombre es un gallina o ese caballo es una tortuga.
            En el segundo caso, A es no A, se está haciendo referencia a la propia particularidad de A, y es el caso que estaría recogido en el principio de no contradicción. A es no A iría en contra del principio de identidad A es A, según el cual todo ente es idéntico a si mismo, de tal forma que resultaría contradictorio afirmar que un ente que es idéntico a sí mismo a la vez no es idéntico a sí mismo. Una cosa es que Juan, por ejemplo, no sea un hombre y otra muy distinta es que Juan no sea Juan.

martes, 21 de abril de 2020

¿Y esto qué es?

Lo que es, es esto. Es una determinación de una cosa que va más allá de la mera definición. Porque lo que es no es un algo, es esto. La mesa no es una mesa, sino esta mesa. Hay algo en lo que es, en lo que hay, que escapa a la mera definición, porque la definición ofrece características comunes y lo que hay está más allá de esas características. Si quisiéramos utilizar un término técnico, diríamos que lo que es, es deíctico. Lo que viene a querer decir que la manera de determinar lo que es no es definirlo, sino señalarlo. Lo que es, por lo tanto, es un esto, y la realidad está compuesta por todos los estos. Y eso que es, esos estos determinados, precisamente por ser estos, son radicalmente distintos de todos los demás, son particulares y pueden ser confundidos con nada más que ellos mismos. Porque lo que es esto, y no es otra cosa, no solo es algo, sino que es algo que ha tenido un desarrollo determinado y que se sitúa en un lugar en el que solo se sitúa él. En efecto, lo que es, esta silla, esta mesa o este bolígrafo, no solo son porque son una silla, una mesa o un bolígrafo. No solo son lo que son porque compartan una esencia o una definición, o son lo que son porque existen. Hay algo que los diferencia radicalmente de otras mesas, otras sillas y otros bolígrafos, y ese algo que los diferencia es que están aquí y ahora. Esto es distinto de todos los demás estos porque ocupa un espacio y un tiempo determinados, un espacio y un tiempo que solo ocupa él y que además no puede ocupar otro. De esta manera el espacio y el tiempo, el estar aquí y ahora, son fundamentales en la determinación de lo que es, de lo que hay. Porque lo que hay no es lo que hay flotando en el vacío, sino que lo hay en un determinado respecto que tiene que ver con estar aquí, ocupar un espacio, y estar ahora, ocupar un tiempo.
            Ahora bien, ¿esto significa que cuando esto que hay deja de ocupar ese espacio y ese tiempo, deja de estar aquí y ahora, deja de ser lo que es para ser otra cosa? Por un lado, en rigor, podríamos decir que si. Este bolígrafo que está ahora escribiendo no es el mismo bolígrafo que el que estaba posado sobre la mesa hace una hora. Y no es el mismo porque su relación con lo que le rodea no es la misma. Ahora, el bolígrafo es un útil para escribir, hace una hora era una adorno sobre la mesa. ¿Qué es entonces el bolígrafo? Insisto, en rigor, hace una hora era una cosa y ahora es otra, y si yo puedo afirmar que es el mismo bolígrafo es porque tiene una continuidad en mi conciencia de sujeto, porque yo se, o supongo, que es el mismo bolígrafo.
            Pero, por otra parre, lo que es, es el producto, la consecuencia de un desarrollo. Lo que hace que un esto sea esto y no otra cosa es, también, su historia, lo que ha sido y lo que le ha llevado a ser lo que es, independientemente de que sea un bolígrafo o un ser humano. Lo que el esto es ahora, lo que algo es, es el resultado de una sucesión de aquís y ahoras que le han ido determinado, y si el aquí y el ahora fijos hacen que algo sea totalmente distinto de lo demás, mucho más lo hace esa sucesión de aquís y ahoras. El bolígrafo que está sobre la mesa y el que escribe una hora después no son el mismo bolígrafo tomado en esos aquís y ahoras aislados, pero la sucesión de ellos le da una continuidad que le hace ser él mismo. Entiéndase bien, lo que quiero decir es que lo único que puedo afirmar como bolígrafo yo, lo único que me permite afirmar que el bolígrafo es el mismo, más allá de sus momentos particulares, de sus estos concretos, es esta continuidad que he llamado histórica. Suponer que existe una entidad substancial más allá de ellos que es lo que constituye el bolígrafo en sí es mucho suponer. El bolígrafo es lo que yo veo aquí y ahora y poco más. Lo que es, por lo tanto, es lo que está, más bien que lo que existe.