miércoles, 29 de enero de 2020

Virtud


Todos parecemos estar de acuerdo en querer llevar una buena vida. Una vida buena, que no una buena vida, que, aunque parezca que no, son cosas distintas. La vida buena parece que tiene un carácter más espiritual -más moral- mientras que la buena vida tiene un carácter más material. En principio al menos, aunque no necesariamente, la vida buena no ha de estar reñida con la buena vida y, en todo caso, se pueden desear las dos. Lo que queríamos decir al principio de este escrito es que  nadie parece querer llevar una vida mala, al menos a sabiendas. Así que parece que Sócrates tenía razón cuando decía que el que hace el mal lo hace por ignorancia del bien, aunque también se podría añadir que quien hace el mal lo hace por ignorancia del mal, porque no sabe que lo que hace está mal o porque no sabe lo que es el mal, pues si supiera que lo que hace está mal no lo haría. El que hace el mal no sabe que lo que hace está mal, algo que Sócrates no podía afirmar, de cualquier modo, porque para él el mal no tenía existencia y si algo no existe, lógicamente, no se puede conocer.
            Volviendo a nuestro tema, el llevar una vida buena implica que debe haber algo que haga buena nuestra vida y ese algo, desde el principio de la historia del pensamiento, ha sido la virtud. Virtud es un término tan extendido como mal entendido, y es cierto que cuando uno oye hablar de virtud en seguida se le vienen a la mente las charlas del sacerdote de turno y todos los pecados capitales y veniales. En efecto, la virtud en general ha sido considerada desde un punto de vista cristiano y, de esta manera, no solo se ha considerado que la virtud es una y la misma para todos, pues todos al fin y al cabo somos hijos de dios y toda virtud emana de él, sino que además esa virtud debe ser enseñada, inculcada a todo el mundo.
            A este respecto resulta curioso como la tradición cristiana se fundamenta en el pensamiento platónico, que decía que la virtud no se puede enseñar, mientras que los enemigos de Platón -y por ende del cristianismo- los sofistas afirmaban, en cambio, que la virtud es enseñable. Para entender esta supuesta aporía hay que entender qué es lo que cada uno consideraba como virtud.
            Vamos a establecer una definición muy general de virtud. Es importante siempre definir aquello de lo que se pretende hablar, para poder hablar de algo. Virtud es lo que hace que algo sea bueno. Así, la virtud del martillo es lo que hace que un martillo sea un buen martillo o, poniéndonos en plan aristotélico, la virtud del caballo es lo que hace bueno al caballo. A poco que uno piense un poco se dará cuenta de que esta definición exige inmediatamente otra que la complete, a saber, la de aquello que supuestamente debe ser bueno o a lo que se aplica la virtud. De la misma manera que Einstein afirmaba que para ser miembro irreprochable un rebaño de ovejas uno debe ser, ante todo una oveja, para saber lo que hace bueno a un martillo, o para saber cómo ha de ser un buen martillo, lo primero que tenemos que saber -o definir- es qué es un martillo. Porque está claro que no es lo mismo lo que hace bueno a un martillo que lo que hace bueno a un caballo y, por lo mismo, la virtud de un martillo no será la misma que la de un caballo. Y aquí es donde la cosa empieza a complicarse porque, aunque no lo parezca, son posibles al menos dos consideraciones sobre lo que algo es: o bien consideramos que todas las cosas a las que nos referimos son iguales, en este caso todos los martillos, y entonces la virtud será la misma para todos, o consideramos que son distintos, y entonces la virtud será distinta para cada uno de vellos. ¿Qué es entonces la virtud? Seguiremos investigándolo.

lunes, 27 de enero de 2020

Historia de una pared


Esta es la historia de una pared. Podía ser la historia de una silla, de una mesa o de un elefante, pero es la historia de una pared. Una pared blanca, robusta, bien construida por las manos habilidosas de un buen albañil con duros y resistentes ladrillos. Una pared, en suma, orgullosa de ser una pared. Ese orgullo, sin embargo, se veía ensombrecido una y otra vez por el empeño de los humanos en quitarle su realidad de pared. Ella era una pared que sabía que era una pared, que tenía conciencia de su existencia como pared y es por ello por lo que no alcanzaba a comprender por qué todos se empeñaban en negarle esa su realidad.
            Primero dijeron que no era una pared real, era tan solo una apariencia de pared, una copia de una pared ideal existente en no se sabe muy bien qué mundo distinto del suyo y por más que quien aquello decía se veía obligado una y otra vez a usar una puerta para atravesarla, ello no era óbice para que siguiera afirmando que no era más que una pura apariencia sin realidad alguna.
            Pasó algún tiempo en este estado puramente apariencial hasta que otro sujeto, francés por más señas, dijo que ella, como pared, no era más que un engaño de sus sentidos o el producto de un sueño que la negaba como pared. En última instancia, no era más que un producto del pensamiento de aquel sujeto y si existía era solo porque aquel tipo la pensaba. “Ven aquí”, pensaba a veces, “y pega con tu testuz en esto que según tú solo es una idea tuya y verás como te sale un buen chichón pensado”.
            El caso es que allí quedó ella, como un mero pensamiento, hasta que por fin apareció alguien que parecía entender su realidad… que parecía entender su realidad hasta que le oyó decir que existía solo mientras que aquel individuo la pudiera ver y que cuando dejaba de verla, pues sencillamente dejaba de existir. “Pero será cretino el tío·, pensaba. “Cierra los ojos y sal corriendo contra mí majete, y ya verás si existo o no”. El caso es que un colega de aquel tipejo, que entendía venía a solucionar el asunto, acabó liándolo más, porque no solo dijo que ella era una imagen en su mente, y que eso era lo único que podría saber de ella, sin poder establecer ninguna relación entre esa imagen y su realidad, sino que incluso llegó a afirmar que no era más que el producto de un hábito, de una costumbre que generaba una creencia, porque no se podía afirmar que había sido causada por el albañil que la había hecho, sino tan solo que primero hubo un albañil y después una pared, que viene a ser lo mismo que afirmar que primero hubo un hombre y una mujer y después, sin saber muy bien cómo, un bebé.
Así estaban las cosas cuando por fin aparecieron unos sujetos que la afirmaban como algo real, como un fenómeno sujeto a las leyes de la naturaleza. Y en estas estaba nuestra amiga pared, tan contenta con su nuevo estado, cuando oyó decir a algunos de esos sujetos que aquello de lo que más orgullosa estaba, aquello que la definía como pared, que era su dureza y su impenetrabilidad, en realidad no era ni dureza ni impenetrabilidad, sino tan solo un montón de partículas flotando en el vacío y orbitando unas alrededor de otras. Y no solo eso. Resulta que también los escuchó decir que, por no ser más que partícula no podían saber si estaba allí o no estaba allí o, más bien, que estaba y no estaba allí al mismo tiempo, o que este era solo un universo posible en el que existía  como lo que era, pero que podía existir en otros mundos posibles como pared de una celda o muro de un castillo. Y todo ello deducido de una ecuaciones matemáticas que ni siquiera los que las formulaban entendían.
            Así que un día, harta ya de todo, decidió darles una lección. Se derrumbó encima de todos aquellos que la habían negado los cuales, entre el dolor de los huesos rotos y la sangre de sus heridas, entendieron, por fin, qué demonios es una pared.

martes, 21 de enero de 2020

El cuerpo


Si alguien hubiera podido meterse en la cabeza de cualquiera de los buitres que aquella calurosa tarde volaban en círculos alrededor de un punto muy determinado del paisaje seco y árido, podría haber visto el cadáver a vista de pájaro. Podría haber pensado, como buen buitre, en qué parte del blando cuerpo previo a la descomposición habría hundido su pico o qué porción de las entrañas habría ingerido, Si alguien hubiera podido meterse en la cabeza de cualquiera de esos buitres, repito, hubiera descubierto el cadáver que nadie más había visto hasta ahora. No había sangre a su alrededor, o más bien toda la sangre había sido ya absorbida por el terreno arenoso, que había mutado su color de un ocre terroso a un granate casi negro.
            Cuando la figura apareció de manera inesperada en la cima de una de las colinas que rodeaban el valle donde se encontraba el cadáver, los buitres, que seguían volando en círculo si atreverse aún a descender, variaron su vuelo para dirigir sus miradas hacia ella. La figura resaltaba sobre el sol descendiente del atardecer y aparecía negra, casi tan negra como la tierra que había absorbido la sangre del cadáver. La figura, a su vez, alzó los ojos hacia el cielo para observar a los buitres y movió la cabeza, como si no comprendiera muy bien qué estaba pasando. Durante un tiempo, unos y otra mantuvieron una especie de pulso, se resistieron las miradas, una de abajo arriba, otros de arriba abajo, esperando a ver quién era el primero en emprender el descenso hacia el cuerpo. Los motivos de cada uno de ellos para tal descenso eran distintos, pero suponemos que igualmente válidos: a unos les movía el hambre, a la otra no podemos asegurar cuál, aunque muy posiblemente fuera la curiosidad.
            Fue la figura, sin embargo, la primera que empezó a bajar la colina y a acercarse al cuerpo muerto. Caminaba despacio, como flotando sobre el polvo de la ladera y la luz del ocaso, que formaban una neblina a su alrededor que le daba un aire aún más fantasmal que el que ya tenía cuando esperaba en el altozano. Según iba acercándose al cuerpo que yacía inerte en el suelo, a una distancia cada vez menor, sus pasos iban acelerándose y frenándose, como si por un lado quisiera llegar cuanto antes a su destino, pero por otra deseara no llegar nunca. Como si tuviera prisa por legar para confirmar una sospecha, pero al mismo tiempo no quisiera nunca confirmarla, pues sabía que era la peor de sus sospechas. Siguió avanzando sin avanzar hacia el cadáver, mientras su sombra se proyectaba en ninguna parte y se detuvo cuando estaba a unos metros de él. Lo primero que vio fueron las botas sucias de polvo y los pantalones manchados por la sangre reseca. Recorrió con su vista el cuerpo tendido y llegó a los dos agujeros ennegrecidos que adornaban su camisa. Dos agujeros pequeños, casi idénticos, muy juntos a la altura del pecho y por los que se había escapado, poco a poco, la sangre y la vida de aquel cuerpo que ya solo era un cuerpo. El graznido insistente de los buitres le hizo alzar los ojos y pido ver como trazaban círculos cada vez más estrechos volando cada vez más bajo, seguros ya de que habían ganado la pelea y pronto recibirían su recompensa. Cuando volvió a fijar la vista en el cuerpo muerto sus ojos se dirigieron hacia el rostro. El rostro hinchado y blanco, reseco por el sol y los ojos tremendamente abiertos conformaron sus sospechas. Ahogó el grito que pugnaba por salir de su garganta porque sabía que nadie le oiría. De hecho, ahora estaba seguro de que ni siquiera podía gritar, mientras no podía dejar de mirar aquel rostro que era el suyo.