Todos
parecemos estar de acuerdo en querer llevar una buena vida. Una vida buena, que
no una buena vida, que, aunque parezca que no, son cosas distintas. La vida
buena parece que tiene un carácter más espiritual -más moral- mientras que la
buena vida tiene un carácter más material. En principio al menos, aunque no
necesariamente, la vida buena no ha de estar reñida con la buena vida y, en
todo caso, se pueden desear las dos. Lo que queríamos decir al principio de
este escrito es que nadie parece querer
llevar una vida mala, al menos a sabiendas. Así que parece que Sócrates tenía razón
cuando decía que el que hace el mal lo hace por ignorancia del bien, aunque también
se podría añadir que quien hace el mal lo hace por ignorancia del mal, porque
no sabe que lo que hace está mal o porque no sabe lo que es el mal, pues si
supiera que lo que hace está mal no lo haría. El que hace el mal no sabe que lo
que hace está mal, algo que Sócrates no podía afirmar, de cualquier modo,
porque para él el mal no tenía existencia y si algo no existe, lógicamente, no
se puede conocer.
Volviendo a nuestro tema, el llevar
una vida buena implica que debe haber algo que haga buena nuestra vida y ese
algo, desde el principio de la historia del pensamiento, ha sido la virtud.
Virtud es un término tan extendido como mal entendido, y es cierto que cuando
uno oye hablar de virtud en seguida se le vienen a la mente las charlas del sacerdote
de turno y todos los pecados capitales y veniales. En efecto, la virtud en general
ha sido considerada desde un punto de vista cristiano y, de esta manera, no
solo se ha considerado que la virtud es una y la misma para todos, pues todos
al fin y al cabo somos hijos de dios y toda virtud emana de él, sino que además
esa virtud debe ser enseñada, inculcada a todo el mundo.
A este respecto resulta curioso como
la tradición cristiana se fundamenta en el pensamiento platónico, que decía que
la virtud no se puede enseñar, mientras que los enemigos de Platón -y por ende
del cristianismo- los sofistas afirmaban, en cambio, que la virtud es
enseñable. Para entender esta supuesta aporía hay que entender qué es lo que
cada uno consideraba como virtud.
Vamos a establecer una definición
muy general de virtud. Es importante siempre definir aquello de lo que se
pretende hablar, para poder hablar de algo. Virtud es lo que hace que algo sea
bueno. Así, la virtud del martillo es lo que hace que un martillo sea un buen
martillo o, poniéndonos en plan aristotélico, la virtud del caballo es lo que
hace bueno al caballo. A poco que uno piense un poco se dará cuenta de que esta
definición exige inmediatamente otra que la complete, a saber, la de aquello
que supuestamente debe ser bueno o a lo que se aplica la virtud. De la misma
manera que Einstein afirmaba que para ser miembro irreprochable un rebaño de
ovejas uno debe ser, ante todo una oveja, para saber lo que hace bueno a un
martillo, o para saber cómo ha de ser un buen martillo, lo primero que tenemos
que saber -o definir- es qué es un martillo. Porque está claro que no es lo
mismo lo que hace bueno a un martillo que lo que hace bueno a un caballo y, por
lo mismo, la virtud de un martillo no será la misma que la de un caballo. Y
aquí es donde la cosa empieza a complicarse porque, aunque no lo parezca, son
posibles al menos dos consideraciones sobre lo que algo es: o bien consideramos
que todas las cosas a las que nos referimos son iguales, en este caso todos los
martillos, y entonces la virtud será la misma para todos, o consideramos que
son distintos, y entonces la virtud será distinta para cada uno de vellos. ¿Qué
es entonces la virtud? Seguiremos investigándolo.
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