Si
alguien hubiera podido meterse en la cabeza de cualquiera de los buitres que
aquella calurosa tarde volaban en círculos alrededor de un punto muy
determinado del paisaje seco y árido, podría haber visto el cadáver a vista de
pájaro. Podría haber pensado, como buen buitre, en qué parte del blando cuerpo
previo a la descomposición habría hundido su pico o qué porción de las entrañas
habría ingerido, Si alguien hubiera podido meterse en la cabeza de cualquiera
de esos buitres, repito, hubiera descubierto el cadáver que nadie más había
visto hasta ahora. No había sangre a su alrededor, o más bien toda la sangre
había sido ya absorbida por el terreno arenoso, que había mutado su color de un
ocre terroso a un granate casi negro.
Cuando la figura apareció de manera
inesperada en la cima de una de las colinas que rodeaban el valle donde se
encontraba el cadáver, los buitres, que seguían volando en círculo si atreverse
aún a descender, variaron su vuelo para dirigir sus miradas hacia ella. La
figura resaltaba sobre el sol descendiente del atardecer y aparecía negra, casi
tan negra como la tierra que había absorbido la sangre del cadáver. La figura,
a su vez, alzó los ojos hacia el cielo para observar a los buitres y movió la
cabeza, como si no comprendiera muy bien qué estaba pasando. Durante un tiempo,
unos y otra mantuvieron una especie de pulso, se resistieron las miradas, una
de abajo arriba, otros de arriba abajo, esperando a ver quién era el primero en
emprender el descenso hacia el cuerpo. Los motivos de cada uno de ellos para
tal descenso eran distintos, pero suponemos que igualmente válidos: a unos les movía
el hambre, a la otra no podemos asegurar cuál, aunque muy posiblemente fuera la
curiosidad.
Fue la figura, sin embargo, la primera
que empezó a bajar la colina y a acercarse al cuerpo muerto. Caminaba despacio,
como flotando sobre el polvo de la ladera y la luz del ocaso, que formaban una neblina
a su alrededor que le daba un aire aún más fantasmal que el que ya tenía cuando
esperaba en el altozano. Según iba acercándose al cuerpo que yacía inerte en el
suelo, a una distancia cada vez menor, sus pasos iban acelerándose y frenándose,
como si por un lado quisiera llegar cuanto antes a su destino, pero por otra deseara
no llegar nunca. Como si tuviera prisa por legar para confirmar una sospecha,
pero al mismo tiempo no quisiera nunca confirmarla, pues sabía que era la peor
de sus sospechas. Siguió avanzando sin avanzar hacia el cadáver, mientras su
sombra se proyectaba en ninguna parte y se detuvo cuando estaba a unos metros
de él. Lo primero que vio fueron las botas sucias de polvo y los pantalones
manchados por la sangre reseca. Recorrió con su vista el cuerpo tendido y llegó
a los dos agujeros ennegrecidos que adornaban su camisa. Dos agujeros pequeños,
casi idénticos, muy juntos a la altura del pecho y por los que se había
escapado, poco a poco, la sangre y la vida de aquel cuerpo que ya solo era un
cuerpo. El graznido insistente de los buitres le hizo alzar los ojos y pido ver
como trazaban círculos cada vez más estrechos volando cada vez más bajo,
seguros ya de que habían ganado la pelea y pronto recibirían su recompensa. Cuando
volvió a fijar la vista en el cuerpo muerto sus ojos se dirigieron hacia el
rostro. El rostro hinchado y blanco, reseco por el sol y los ojos tremendamente
abiertos conformaron sus sospechas. Ahogó el grito que pugnaba por salir de su
garganta porque sabía que nadie le oiría. De hecho, ahora estaba seguro de que
ni siquiera podía gritar, mientras no podía dejar de mirar aquel rostro que era
el suyo.
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