martes, 21 de enero de 2020

El cuerpo


Si alguien hubiera podido meterse en la cabeza de cualquiera de los buitres que aquella calurosa tarde volaban en círculos alrededor de un punto muy determinado del paisaje seco y árido, podría haber visto el cadáver a vista de pájaro. Podría haber pensado, como buen buitre, en qué parte del blando cuerpo previo a la descomposición habría hundido su pico o qué porción de las entrañas habría ingerido, Si alguien hubiera podido meterse en la cabeza de cualquiera de esos buitres, repito, hubiera descubierto el cadáver que nadie más había visto hasta ahora. No había sangre a su alrededor, o más bien toda la sangre había sido ya absorbida por el terreno arenoso, que había mutado su color de un ocre terroso a un granate casi negro.
            Cuando la figura apareció de manera inesperada en la cima de una de las colinas que rodeaban el valle donde se encontraba el cadáver, los buitres, que seguían volando en círculo si atreverse aún a descender, variaron su vuelo para dirigir sus miradas hacia ella. La figura resaltaba sobre el sol descendiente del atardecer y aparecía negra, casi tan negra como la tierra que había absorbido la sangre del cadáver. La figura, a su vez, alzó los ojos hacia el cielo para observar a los buitres y movió la cabeza, como si no comprendiera muy bien qué estaba pasando. Durante un tiempo, unos y otra mantuvieron una especie de pulso, se resistieron las miradas, una de abajo arriba, otros de arriba abajo, esperando a ver quién era el primero en emprender el descenso hacia el cuerpo. Los motivos de cada uno de ellos para tal descenso eran distintos, pero suponemos que igualmente válidos: a unos les movía el hambre, a la otra no podemos asegurar cuál, aunque muy posiblemente fuera la curiosidad.
            Fue la figura, sin embargo, la primera que empezó a bajar la colina y a acercarse al cuerpo muerto. Caminaba despacio, como flotando sobre el polvo de la ladera y la luz del ocaso, que formaban una neblina a su alrededor que le daba un aire aún más fantasmal que el que ya tenía cuando esperaba en el altozano. Según iba acercándose al cuerpo que yacía inerte en el suelo, a una distancia cada vez menor, sus pasos iban acelerándose y frenándose, como si por un lado quisiera llegar cuanto antes a su destino, pero por otra deseara no llegar nunca. Como si tuviera prisa por legar para confirmar una sospecha, pero al mismo tiempo no quisiera nunca confirmarla, pues sabía que era la peor de sus sospechas. Siguió avanzando sin avanzar hacia el cadáver, mientras su sombra se proyectaba en ninguna parte y se detuvo cuando estaba a unos metros de él. Lo primero que vio fueron las botas sucias de polvo y los pantalones manchados por la sangre reseca. Recorrió con su vista el cuerpo tendido y llegó a los dos agujeros ennegrecidos que adornaban su camisa. Dos agujeros pequeños, casi idénticos, muy juntos a la altura del pecho y por los que se había escapado, poco a poco, la sangre y la vida de aquel cuerpo que ya solo era un cuerpo. El graznido insistente de los buitres le hizo alzar los ojos y pido ver como trazaban círculos cada vez más estrechos volando cada vez más bajo, seguros ya de que habían ganado la pelea y pronto recibirían su recompensa. Cuando volvió a fijar la vista en el cuerpo muerto sus ojos se dirigieron hacia el rostro. El rostro hinchado y blanco, reseco por el sol y los ojos tremendamente abiertos conformaron sus sospechas. Ahogó el grito que pugnaba por salir de su garganta porque sabía que nadie le oiría. De hecho, ahora estaba seguro de que ni siquiera podía gritar, mientras no podía dejar de mirar aquel rostro que era el suyo.

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