miércoles, 16 de febrero de 2022

Regeneración

 

Un tema recurrente en la historia del pensamiento español ha sido el intento, fallido siempre, de regenerar la nación. De regenerarla no solo a nivel político, que también, sino sobre todo a nivel moral. La idea, que está presente tanto en la obra de los krausistas, como en la de los autores del 98 o los regeneracionistas del 14, es hacer que la nación española, y entiéndase por nación el conjunto de los que forman eso que llamamos España, progrese moral e intelectualmente. Este intento de progreso de la nación ha fracasado repetidamente. Los españoles seguimos siendo los mismos que en el siglo XVII y es muy posible que este país ya no tenga remedio.

            Decía Ortega, uno de los que con más denuedo buscó esa regeneración de la nación de la que hablaba más arriba, que el gran problema de España era que carecía de minorías egregias, de una elite intelectual y moral que fuera capaz de vertebrar -de ahí lo de España Invertebrada- los impulsos y anhelos de la masa del pueblo en un proyecto común. Eso, téngase muy en cuenta, lo decía Ortega a principios del siglo XX, y teniendo a la vista a los políticos y dirigentes españoles de los siglos XVIII y XIX. Imagínense ustedes lo que diría ahora a la vista de la clase política que nos ha tocado, o más bien que hemos encumbrado, que constituye todo un dechado de estulticia y mediocridad. Porque si nos ponemos a comparar a los Mauras, a los Sagastas, a los Cánovas o a los Salmerones con lo que se sienta, y además habla, en nuestro Parlamento, yo creo que el propio Ortega rescribiría su obra para alabar la política de su tiempo.

            Que los políticos españoles, desde el primero hasta el último, constituyen la prueba más palpable de lo atrevida que puede ser la ignorancia y que ser intelectualmente disminuido es la mejor recomendación para medrar en la cosa pública, es algo que para mí está fuera de toda duda. Lo que sería digno de investigar, aunque yo no voy a hacerlo ahora, es como han llegado hasta donde están, cómo han conseguido que los ciudadanos les voten porque de lo que tampoco me cabe ninguna duda es que un país entero no puede ser imbécil.

            Como un país entero no puede ser imbécil, habrá que empezar a plantearse que si estos señores y señoras y señoros están donde están es porque han conseguido agitar los sentimientos más oscuros y ocultos de los españoles, entre los que destacan la envidia y el cainismo. Ese sentimiento que nos dice que lo mejor que podemos hacer con el vecino es darle un palo y que si aquél dice sí, yo digo no, tan magistralmente reflejado por Goya, otro que intentó regenerar el país, en su pintura “Duelo a garrotazos”. De donde se desprende también que si queremos sacar a la nación de su marasmo intelectual y moral habrá que dejar de confiar en los políticos, no hacerles ni caso, y empezar a hacerlo cada uno desde la pequeña parcela de su vida.




viernes, 11 de febrero de 2022

Turismo II. Las ciudades

 

Antaño existían unas tarjetas denominadas “postales”. Consistían estas tarjetas postales en alguna fotografía de algún lugar emblemático de la ciudad, o de la comarca, de alguna curiosidad intrínseca al lugar donde uno se encontraba. Estas tarjetas llevaban por detrás un espacio para escribir un mensaje generalmente corto, del tipo “estamos bien, espero que al recibo de la presente estéis también todos bien”, y otro espacio al lado para escribir la dirección del destinatario que recibía la tarjeta por correo, de ahí la calificación de “postal”.

            Sirva lo anterior como introducción a la segunda de las cuestiones que había quedado pendiente en el escrito precedente: la referente al hecho de qué es lo que se busca cuando se visita una ciudad. Hoy ya no se venden apenas postales, excepto para algún coleccionista, porque son los propios turistas los que fabrican las suyas con las cámaras integradas en sus teléfonos móviles. Lo único que interesa del lugar que se visita es fotografiarlo, no disfrutar de él, y no se cae en la cuenta de que fotografiarlo es matarlo y que las vivencias que despierta en nosotros un paisaje o una catedral no pueden ser captadas por una cámara. A lo sumo, durante el tiempo que perdemos en hacer fotos, nos perdemos también esas vivencias. Nos hemos convertido, en realidad, en cámaras fotográficas andantes y vivientes, y si fuera verdad la creencia de algunos pueblos primitivos de que las fotografías roban el alma, hace ya mucho tiempo que se habría desalmado a toda la población, tanto divina como humana.

            El llevar la cámara fotográfica integrada supone una ventaja añadida sobre las postales, y es que se puede instantáneamente mostrar las fotografías realizadas en las redes sociales. Las instantáneas de antes se han convertido realmente en instantáneas, y cualquiera de nuestros conocidos, y de los que no lo son tanto, puede saber al segundo en qué lugar del mundo nos encontramos. Yo, personalmente, no le veo ninguna ventaja a esto, aunque supongo que los que lo hacen, entre otras cosas, generarán la envidia de los que les siguen.

            Y llegamos así al centro de la cuestión: la obligatoriedad de visitar aquellas ciudades que otros visitan y muestran en las redes sociales. Por supuesto, lo que en cada ciudad hay que visitar es lo que aparece en dichas redes o en las guías turísticas. La ciudad en sí misma resulta indiferente, da igual que se esté visitando París o Río de Janeiro. De lo que se trata es de hacerse la foto en el mismo lugar en que se la ha hecho nuestro vecino o el amigo de Facebook. Se convierten así los viajes turísticos en una especie de safaris fotográficos, donde lo único que se busca es esa foto que esperamos que sea la envidia de nuestras amistades. Da igual si en dicha foto aparecen trescientas personas que no conocemos de nada y que estaban también haciéndose la foto de rigor, mientras que al fondo se atisba la Torre Eiffel o la Puerta de Brandemburgo.

            Recuerdo que cuando visité Lisboa había un ascensor que subía a uno de los barrios más típicos de la ciudad. Había una cola kilométrica para tomar dicho ascensor, mientras que se podía perfectamente subir al mismo barrio -y tener las mismas vistas- por una escalera o callejeando por la ciudad. No se trataba, pues, para los que pacientemente esperaban su turno en el ascensor, de conocer Lisboa, sino que montar en el artilugio. Y es que las ciudades solo se conocen viviéndolas, sintiéndolas, andándolas y oliéndolas. Una ciudad es algo vivo en lo que hay que penetrar. Hay que fundirse con ella. Una ciudad es como la vida: se puede estar en ella o se puede pasar por ella. Hay gente que está de paso por la vida, como está de paso por las ciudades que visita. Y hay gente que vive las ciudades como vive su vida. Una ciudad no se vive en una tarde al bajar de un crucero, no se siente en una semana. Hace falta tiempo y una mente dispuesta para penetrar en el espíritu de una ciudad. Si no, estamos haciendo fotos de algunos sitios. Estamos comprando postales para ponerlas en el álbum como quien caza mariposas para clavarlas en un cartón. Habremos pasado por muchos sitios, pero no habremos estado en la ciudad.

miércoles, 2 de febrero de 2022

Turismo I: Las personas

Dos notas caracterizan hoy a las ciudades. Una, son algo que debe ser visitado; dos, son unas cuantas páginas en una guía turística.

            El turismo, como actividad necesaria para conocer otras culturas y otros pueblos, es casi tan antiguo como la humanidad. Los antiguos griegos ya visitaban a las culturas vecinas: persas, fenicios o egipcios, para empaparse de sus costumbres y aprender lo que estas culturas les pudieran enseñar. Y de allí sacaron los conocimientos matemáticos, científicos y filosóficos que luego constituyeron la gran cultura griega. Los romanos, dando un paso más alá, inventaron lo que más tarde se conocería como “veraneo” y construyeron villas en las orillas del Mediterráneo o del Adriático, o en islas paradisíacas, para pasar los estiajes. A partir del siglo XVII el viajar a otros países se convirtió en algo casi obligado para los hijos de las familias acomodadas como elemento fundamental para su formación, actividad que alcanzó su auge en el siglo XIX, cuando los vástagos de la alta burguesía occidental pasaba, al acabar sus estudios y antes de incorporarse a los negocios familiares, recorriendo el mundo y completando su educación.

            Nótese bien que estas originales actividades turísticas se caracterizan por dos cosas: primera, son llevadas a cabo solo por aquellos que económicamente ocupan un lugar elevado en la sociedad y, segundo, tienen como objetivo fundamental la adquisición de unos conocimientos que no podían ser adquiridos de otra forma -aunque Kant ya puso en duda que el viajar pudiera dar algún tipo de conocimiento nuevo al que no pudiera llegar por la razón y la lectura, y de hecho nunca salió de su localidad natal.

            Centremos ahora nuestra vista en el turismo actual. En primer lugar, se ha convertido en una actividad que cualquier miembro de la sociedad puede realizar. Incluso aquellos que disponen de menos recursos económicos como los jóvenes, pueden coger un avión por unos cuantos euros para viajar a cualquier parte del mundo, de tal forma que si uno visita cualquier rincón perdido del Punjab, por ejemplo, probablemente encuentre más estadounidenses, franceses, británicos, alemanes, italianos o españoles que nativos de la zona. En segundo lugar, en un mundo globalizado ya no se viaja para conocer nuevas culturas, porque ya solo existe una cultura, que es la cultura humana que impuso la Ilustración y el capitalismo. No es una cuestión de aculturación: es que ante existían múltiples mundos en este mundo y hoy solo existe uno. De hecho, este mundo se ha quedado ya tan pequeño que se está empezando a implementar el turismo espacial.

            Como decía, hoy en día ya no tiene sentido decir que uno viaja para conocer otros pueblos y el que lo diga es tonto. Las costumbres son las mismas en Zaragoza que en Tombuctú, más allá de unos cuantos caracteres secundarios como la comida o el vestido, que cada vez se van uniformizando más. Porque usted podrá comer Pollo al Chilindrón en Zaragoza y lo que sea que se coma en Tombuctú, pero seguro que en los dos sitios se puede comer una hamburguesa. Hoy en día, gracias a Internet, cualquiera puede hacer una visita virtual por París o por el Hermitage de San Petersburgo sin salir de su casa y, sobre todo, sin montar en un avión atestado de gente que a lo que más se parece es a un vagón de tercera de un ferrocarril de hace un siglo. Hoy, cualquier patán o patana que no sabe hacer la “o” con un canuto puede visitar y de hecho visita Roma, Florencia o Atenas y luego presume de ello delante de sus vecinos, aunque no se haya enterado de nada de lo que ha visto y lo único que pueda decir de ello es que es todo “muy bonito”.

            Viajar, así, se ha convertido, casi más que en una obligación, en una necesidad social, creada por la industria del Turismo que ha descubierto un filón en todos aquellos seres humanos a los que se puede convencer de que deben de hacer turismo, que es una actividad de ricos que ahora está a su alcance. Y así, esta misma industria del turismo ha descubierto que su mejor producto no es lo que venden, sino quien lo compra.

            Ahora bien, ¿qué es lo que visitan los que visitan? Eso, que es la segunda característica de la que hablaba al principio, se tratará en otra ocasión.