jueves, 21 de noviembre de 2019

Sobre la belleza en la naturaleza


No nos gusta ser cristianos, pero en el fondo lo somos, y no podemos evitarlo. Y quizás a quien menos le guste ser cristiano, porque es quién menos considere que lo es, resulte ser el más cristiano de todos, Vienen estas afirmaciones a cuento de la tendencia humana de considerar bella la naturaleza, o determinados paisajes naturales, mientras que, por otro lado, no se consideran bellas, o se desprecian, las obras humanas. Así, alguien que jamás haya pisado un museo o admirado la belleza de las obras de Miguel Ángel o El Bosco, por poner un ejemplo, comentará embelesado -o embelesada- la belleza inigualable de un bosque, de una montaña o de una puesta de sol. La cuestión en la que quiero incidir es que la belleza, si está en algún sitio, es precisamente en las obras humanas y no en los paisajes naturales, y ello por lo que se aclara a continuación.
            Cualquier elemento natural es obra de la casualidad. Es decir, no hay una intención en la naturaleza -porque, como ya hemos dicho en otras ocasiones, la naturaleza no es humana y por tanto no puede tener emociones o intenciones humanas- de crear algo bello. El paisaje que nos fascina o la vista que nos emociona no son más que productos de unas series de leyes de la naturaleza, en este caso de la geología o de la biología, sobre la Tierra. Y no puede ser bello lo que es producto de la casualidad. Podemos considerarlo, en todo caso y siguiendo la terminología de Kant sublime, pero no bello. De la misma manera que no es bella una puesta de sol que no hace más que responder a las leyes de la gravitación universal, al giro de la Tierra alrededor del Sol. Porque hay también que considerar que no es el Sol el que sale o se pone, sino la Tierra la que gira. De la misma forma que hay que considerar que una puesta de sol o un amanecer en realidad han tenido lugar ocho minutos antes de cuando nosotros los vemos, que es el tiempo que tarda la luz en llegar del Sol a la Tierra, de tal forma que un amanecer ya no existe cuando nosotros lo captamos por medio de nuestros sentidos, es algo que ya es pasado, mientras que el presente del amanecer no lo hemos visto. No ocurre lo mismo con las obras humanas, en la cuales se manifiesta explícitamente el deseo de crear belleza de aquéllos que las han producido, que no en vano son denominados artistas. Cualquier obra humana es en este sentido más bella, y mucho más digna de atención y de aprecio, que un elemento natural, pues la primera es producto del genio humano, o en todo caso de la su inteligencia, razón o habilidad, mientras que la segunda, como decimos, no es más que producto del azar. Si alguien quiere contemplar belleza, por tanto, es mejor que vea las tan denostadas piedras o los tan aburridos cuadros, antes de extasiarse con un acantilado o una montaña.
            ¿Por qué, entonces, nos empeñamos en hablar de belleza en lo que no la tiene? La única explicación es que consideramos que la belleza natural no es producto del azar, que tiene un propósito y este propósito, como no puede ser de otra forma, viene de Dios. El considerar bella a la naturaleza, como el considerarla buena, es un rescoldo más del cristianismo que nos azota y por ello se puede afirmar sin rubor que una formación montañosa es más bella que una catedral gótica, sin tener ni idea de cuál ha sido el proceso de formación de las dos, y sin tener ni idea de que la suerte o la casualidad no puede sustituir al trabajo y el estudio. Dios no puede hacer una catedral y a lo mejor los auténticos dioses son los que la han construido. Y, a lo mejor, lo que en el fondo subyace a todo esto no es sino eso. Si Dios provee – ya sea belleza o manduca- para qué vamos a esforzarnos.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Cruce de caminos


Los cinco salieron a la vez de su casa aquel sábado por la mañana. Ninguno de ellos llegaría a su destino. El primero se dirigió al metro como hacía todas las mañanas. Al legar a la primera esquina, unas calles antes de la boca de metro, se encontró con un amigo que venía de pasar la noche del viernes en alegre francachela. Entre risas y saludos entraron en el bar que les venía más a mano, él a tomar un café, su amigo a seguir con el güisqui. Entablaron una conversación tan animada que  decidió no acudir a la cita que le había surgido ese sábado por la mañana y continuó con su recién encontrado amigo hasta bien entrada la madrugada del día siguiente.
            La segunda recibió una llamada en su teléfono móvil nada más pisar la calle. Su hermana, enferma dese hacía tiempo acababa de ingresar en las urgencias del hospital aquejada de no sabía muy bien qué, pues su sobrino, que era quién la había llamado, no había sabido explicárselo. Tomó rápidamente un taxi y se dirigió al hospital, mientras telefoneaba al supermercado donde trabajaba de cajera y les comunicaba que no podría ir a trabajar ese día, o al menos que no llegaría tiempo de empezar su turno. El encargado que recibió la llamada le advirtió muy seriamente sobre el riesgo que aquella actitud tenía sobre su puesto de trabajo, pero ella ya había interrumpido la llamada.
            El tercero salió con su perro como todos los sábados por la mañana, a pasear por el parque que quedaba cerca de su domicilio para, una vez que el animal hubiera hecho lo que los perros suelen hacer en los parques, dirigirse al bar donde desayunaba los días en los que no trabajaba y recrearse en los churros con chocolate mientras leía el periódico. Quizás porque iba más pendiente de los churros que de otra cosa no vio la cáscara de naranja  a la que aproximó su pie, de tal manera que no pudo evitar el fatal resbalón. Fatal resbalón no en el sentido de que causara su muerte, sino en que tuvo la mala suerte de caer en un charco que se había formado por las recientes lluvias, de tal manera que no le quedó más remedio que volver a su casa a cambiarse de ropa a la vez que lamentaba que los churros y el chocolate deberían esperar para mejor ocasión.
            La cuarta y el quinto salieron deprisa porque no llegaban a la celebración familiar a la que les habían invitado hacía meses. Como siempre que salían deprisa -lo cual solía ser lo habitual los sábados por la mañana- iban discutiendo sobre quién era el culpable de la tardanza. La discusión fue subiendo de tono con el paso de los taxis ocupados y el transcurrir de los minutos, y empezaron, como no podía ser de otra manera, a lanzarse reproches más graves, concernientes a la ocupación de los sábados por la mañana, ya fuera por la familia de ella -es que no hay un sábado que nos podamos quedar en casa- como por la familia de él- mejor quedar con mi familia que con la tuya, que hace meses que ni te llaman por teléfono-. Según iba subiendo el tono de la discusión iban descendiendo las ganas de seguir adelante tanto de una como de otro. A final él se paró en seco y se negó a continuar. Ella le miró con cara de odio y le dijo que allí se quedaba; él contestó que si se iba mejor que no volviera. Se miraron uno a otra con mirada amenazante. Acabaron abrazados y volvieron a su casa a hacer el amor.
            Esa mañana una sexta persona había salido de su casa. Al llegar a un cruce de caminos le asaltaron para robarle lo que llevaba. Se resistió y recibió una puñalada en el estómago. Mientras se desangraba en el suelo esperaba que alguien acudiera para socorrerle, pero ninguna de las cinco personas que ese sábado por la mañana debía hacer pasado a esa misma hora por ese cruce llegó a su destino.

martes, 19 de noviembre de 2019

Naturaleza humana


Se equivocó Aristóteles. Se equivocaba como la cursi-paloma de Alberti, esa que no tenía muy claro dónde tenía que ir, y menos mal que no era una de la que llevaba las órdenes para el desembarco de Normandía o algo así. Se equivocó Aristóteles cuando afirmó que una de las notas características del ser humano es la curiosidad, el afán de conocimiento surgido del estupor ante los fenómenos naturales. Se equivocó cuando afirmó que todos los seres humanos tienen la tendencia de conocer aquello que no comprenden y se equivocó cuando pensó que el aprender y el afán de conocimiento son una parte integrante de la naturaleza humana. Si hubiera vivido los tiempos de zozobra que nos ha tocado vivir a algunos sería perfectamente consciente de su error. Si pudiera comprobar con sus propios ojos -esos ojos que según él nos proporcionan en conocimiento verdadero de la realidad, cómo hoy en día ese ser humano que lleva implícito en su naturaleza el conocer se refocila en las noticias deportivas, como se integra con el asiento del vagón del metro mientras mira al frente con la cabeza vacía y la mirada perdida de los animales que van al matadero o, si no, entierra su testa en la pantalla de su dispositivo móvil jugando a cualquier juego que le permita pensar lo menos posible. Se sorprendería, con la sorpresa propia del que desea conocer, de que interesen más las vidas ajenas que la propia y de que se pierda el tiempo, el poco que se tiene en ver programas de televisión que cuentan la vida de otros, da igual que esos otros quieran encontrar el amor, quieran ser cocineros, artistas o muestren sus intimidades más escabrosas.
            O quizás no se equivocaba y nos hemos metido con la palomita albertiana sin necesidad, pobrecita de ella. Quizás cuando habló de esa tendencia al conocimiento propia del ser humano se estaba refiriendo am los que los griegos consideraban seres humanos, a los hombres libres griegos, y no a los esclavos, y lo que encontramos en la actualidad con el calificativo de ser humano no sea más que una continuación de aquellos esclavos que no eran considerados hombres en los tiempos clásicos. Quizás si lo miramos así muchas cosas empiecen a cobrar sentido. Cobre sentido la política de este país, y de la misma forma cobre sentido la ética y la estética que la subyace. Cobre sentido que todo el mundo eluda su responsabilidad ante un bloqueo político y culpe al de al lado, mientras se repite una y otra vez una votación que arroja siempre el mismo resultado porque no vamos a ser nosotros los que cambiemos de opinión, faltaría más. Cobre sentido que todos consideremos malos a los demás y no seamos capaces de ver si lo nuestro es mejor y cobre sentido el hecho de que nos importe un rábano ir derechos a chocar con el de enfrente porque aquí no se aparta nadie, no vayan a decir que nos falta lo que hay que tener. Cobre sentido que los que mandan sean cada vez más feos, y sus ideas sean cada vez más feos, y todo lo que nos rodea sea cada vez más feo y aquí nadie haga nada por cambiarlo porque, al fin y al cabo, lo que de verdad nos importa, le pese a Aristóteles o a quien sea, es quién ganará el próximo partido, o el próximo talent show o el próximo programa de cocina , que no otra cosa es la política actual: una mezcla de partido de fútbol, talent show y programa de cocina, con unas gotas de reality y prensa rosa.