No nos
gusta ser cristianos, pero en el fondo lo somos, y no podemos evitarlo. Y
quizás a quien menos le guste ser cristiano, porque es quién menos considere
que lo es, resulte ser el más cristiano de todos, Vienen estas afirmaciones
a cuento de la tendencia humana de considerar bella la naturaleza, o determinados
paisajes naturales, mientras que, por otro lado, no se consideran bellas, o se
desprecian, las obras humanas. Así, alguien que jamás haya pisado un museo o admirado
la belleza de las obras de Miguel Ángel o El Bosco, por poner un ejemplo,
comentará embelesado -o embelesada- la belleza inigualable de un bosque, de una
montaña o de una puesta de sol. La cuestión en la que quiero incidir es que la
belleza, si está en algún sitio, es precisamente en las obras humanas y no en
los paisajes naturales, y ello por lo que se aclara a continuación.
Cualquier elemento natural es obra
de la casualidad. Es decir, no hay una intención en la naturaleza -porque, como
ya hemos dicho en otras ocasiones, la naturaleza no es humana y por tanto no
puede tener emociones o intenciones humanas- de crear algo bello. El paisaje
que nos fascina o la vista que nos emociona no son más que productos de unas
series de leyes de la naturaleza, en este caso de la geología o de la biología,
sobre la Tierra. Y no puede ser bello lo que es producto de la casualidad. Podemos considerarlo,
en todo caso y siguiendo la terminología de Kant sublime, pero no bello. De la
misma manera que no es bella una puesta de sol que no hace más que responder a
las leyes de la gravitación universal, al giro de la Tierra alrededor del Sol.
Porque hay también que considerar que no es el Sol el que sale o se pone, sino la Tierra la que gira. De la misma forma que hay que considerar que una puesta de
sol o un amanecer en realidad han tenido lugar ocho minutos antes de cuando
nosotros los vemos, que es el tiempo que tarda la luz en llegar del Sol a la
Tierra, de tal forma que un amanecer ya no existe cuando nosotros lo captamos
por medio de nuestros sentidos, es algo que ya es pasado, mientras que el
presente del amanecer no lo hemos visto. No ocurre lo mismo con las obras humanas,
en la cuales se manifiesta explícitamente el deseo de crear belleza de aquéllos
que las han producido, que no en vano son denominados artistas. Cualquier obra
humana es en este sentido más bella, y mucho más digna de atención y de
aprecio, que un elemento natural, pues la primera es producto del genio humano,
o en todo caso de la su inteligencia, razón o habilidad, mientras que la
segunda, como decimos, no es más que producto del azar. Si alguien quiere
contemplar belleza, por tanto, es mejor que vea las tan denostadas piedras o
los tan aburridos cuadros, antes de extasiarse con un acantilado o una montaña.
¿Por qué, entonces, nos empeñamos en
hablar de belleza en lo que no la tiene? La única explicación es que
consideramos que la belleza natural no es producto del azar, que tiene un
propósito y este propósito, como no puede ser de otra forma, viene de Dios. El
considerar bella a la naturaleza, como el considerarla buena, es un rescoldo
más del cristianismo que nos azota y por ello se puede afirmar sin rubor que
una formación montañosa es más bella que una catedral gótica, sin tener ni idea
de cuál ha sido el proceso de formación de las dos, y sin tener ni idea de que
la suerte o la casualidad no puede sustituir al trabajo y el estudio. Dios no
puede hacer una catedral y a lo mejor los auténticos dioses son los que la han
construido. Y, a lo mejor, lo que en el fondo subyace a todo esto no es sino
eso. Si Dios provee – ya sea belleza o manduca- para qué vamos a esforzarnos.
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