miércoles, 19 de noviembre de 2014

El último mito

No hace mucho, el fundador de Uber, el sitio web para compartir –o, más bien, para alquilar en negro- medio de transporte, dijo que de aquí a veinte años nadie tendría coche. Parece bastante obvio que si este caballero tiene razón y de aquí a veinte años nadie tiene coche, entonces nadie podrá poner su coche a disposición de nadie y su pequeño o gran negocio se vendrá abajo. Más allá de este detalle nimio quizás habría que plantearse la cuestión de que si este tipo de actitudes supuestamente “colaborativas” se institucionalizan pueda llegar a ocurrir que dentro de veinte años nadie tenga efectivamente coche, pero no porque no resulte necesario, sino porque los fabricantes dejen de hacerlos.  O bien también podría ocurrir que la ley de la oferta y la demanda haga imperar su lógica  y, al haber tan poca demanda, la oferta se ajuste a ésta, los coches sean muy baratos –de hecho, ya hay algunos que se venden por poco más de 6000 euros- y todo el mundo se vuelva a comprar uno, con lo cual nadie necesitaría compartirlo y el pequeño o gran negocio de este señor se vendría abajo.
            Viene lo anterior a colación del auge que está cobrando en la sociedad contemporánea un nuevo mito que añadir a la pléyade de los ya existentes. Un nuevo mito que se fundamenta, además, en el mito previo de que todo el mundo tiene derecho a todo y además gratis. Nos referimos al mito –o al timo, como todos en realidad- de la economía colaborativa.
            Decimos que la economía colaborativa es un mito por que no es racional. Y no es racional porque es contradictoria consigo misma, en el sentido de que si es economía no puede ser colaborativa y, de consiguiente, si es colaborativa no puede ser economía. La economía colaborativa no puede ser economía porque la economía tiene como objetivo fundamental la creación de riqueza. Si la economía colaborativa se lleva a su máxima expresión, es decir, si todo el mundo comparte lo que tiene –que es lo que yo entiendo por “colaborativa”- no se crearía riqueza, o al menos, se crearía a unos niveles ínfimos. De esta manera la economía colaborativa no podría ser colaborativa, al menos, si, además de colaborativa, quiere ser economía. Lo que quiero decir es que colaborar está muy bien, pero eso no crea riqueza para un Estado. Ni crea riqueza a nivel privado, -lo que alguien podría pensar que está muy bien, porque sería algo así como acabar con el capitalismo- ni, sobre todo, crea riqueza a nivel público. Para que se entienda bien: si no hay transacciones comerciales, si no hay dinero, no hay impuestos. Y si no hay impuestos no hay Estado: hay tribus primitivas, sociedades preindustriales y, por lo mismo, pre estatales, pero no Estado moderno. Y si no hay Estado moderno –antes de que alguien diga que estamos mejor sin Estado moderno- no hay derechos ni libertades de ningún tipo.
            Si uno lee las obras económicas de Marx –y digo de Marx porque parece ser que esto de la economía colaborativa es un invento de algunos sectores de la moderna “izquierda”- verá que en ningún sitio hay el más mínimo atisbo de eso que se llama ahora “economía colaborativa”. De hecho, si yo no he entendido mal a Marx –lo cual es muy probable- parece que más bien lo que postula es la utilización de los fundamentos materiales del capitalismo para liberar al ser humano. Esa es su crítica al capitalismo: las relaciones entre las fuerzas productivas producen la alienación del ser humano. De lo que se trata es de cambiar las relaciones entre esas mismas fueras productivas, los fundamentos materiales de la economía capitalista, para conseguir la liberación de los individuos. Pero, desde ,luego, no se trata de eliminarlos, como hacían los luditas del siglo XVIII y como me temo que pretenden muchos de los fanáticos de la economía colaborativa. De momento en Madrid ya han conseguido que los taxistas aparezcan como unos malvados capitalistas sin escrúpulos.

            En todo caso la economía colaborativa existe desde hace mucho tiempo, lo que pasa es que se llamaba de otra manera: vivir del cuento, o tener mucha cara. Y por ello, además de un mito, es un timo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Dios. / Y 3


Después de un periodo de mas de 2500 años, Dios ha vuelto al campo que le es esencialmente propio: la religión. En la actualidad solo cabe hablar de Dios desde una perspectiva religiosa -entendiendo religión, eso si, no desde un punto de vista normativo, como creadora y, sobre todo, implantadora de normas, no solamente para los creyentes, sino para toda la sociedad, o, lo que es lo mismo, una religión entendida como complemento, si no sustituto, del Estado o, en el mejor de los casos, una religión que busca intervenir en el gobierno del Estado- sino religión entendida como la unión del individuo con la divinidad.
Si aceptamos las doctrinas de algunos autores como Lactancio, el término "religión" provendría del latín "re-ligare", volver a unir o unir fuertemente -aunque otros, como Cicerón o Benveniste, nieguen esta etimología-. Si hacemos caso a la significación de Lactancio, la religión seria la unión con Dios o, más bien, el hecho de volverse a unir con la divinidad. Esta concepción supone un estado originario en el cual Dios y los hombres se encontraban unidos, ya sea la Edad de Oro de los griegos como el paraíso terrenal, tanto  cristiano como judío o musulmán. Esta unión es rota por alguna circunstancia, o mas exactamente por alguna culpa o pecado por parte de los humanos, y la religión se explica entonces como el intento de volver a restaurar la unión perdida con la divinidad. De esta manera los rituales religiosos tienen como objetivo lavar la culpa que provocó la ruptura y propiciar esa reunión entre hombre y dios, mientras que, a su vez, la religión ofrece normas que tienen por objeto asegurar que esa reconciliación se mantiene mas allá del ritual, es decir, determina las estructuras de comportamiento que impiden una nueva separación de la divinidad.
De esta hipótesis seria posible extraer al menos dos consecuencias. La primera de ellas es que en la religión se lleva a cabo la reconciliación entre individuo y naturaleza, o entre individuo y dios como hipostatizacion de la naturaleza, que la filosofía, a partir sobre todo del siglo XVII y a pesar de los intentos en contrario, solo puede negar. Es por ello que la religión ofrece fundamentalmente consuelo al prometer esa reunión con dios, mientras que la filosofía, por el contrario, al remarcar la separación entre hombre y dios, al principio, y posteriormente al negar la posibilidad de la existencia de dios o al menos de su conocimiento, no puede consolar sino tan solo intentar buscar una verdad que, en caso de encontrarse, siempre será desconsoladora.

En segundo lugar, si "religión" procede de "re-ligare" se formaría a partir de su forma personal "re-ligo". Re-ligio seria la primera persona del presente de indicativo de re-ligare, lo que nos lleva a suponer que esa reconciliación entre hombre y dios que se promete y expresa en la religión siempre será a nivel puramente personal y subjetivo La religión organizada así, solamente seria un vehículo, un instrumento para acercar al hombre a Dios, pero este acercamiento solo se podría dar a nivel personal. Las normas, los dogmas y los rito de la religión institucionalizada tendrían peso a nivel social, pero a nivel individual debe ser el sujeto el que se "re-ligue" con Dios. De esta idea podemos extraer dos consecuencias que inciden directamente en el tema que tratamos, a saber, la consideración de Dios en la actualidad. La primera de ellas es que no puede haber religión sin dios, de la misma manera que no puede haber dios sin religión. La creencia en dios necesariamente ha de ir acompañada de una actitud religiosa -no científica ni filosófica- en tanto en cuanto es en ésta donde se lleva a acabo la unión con la divinidad. La segunda es que la creencia en dios y por lo tanto según lo anterior, la religión, es una actitud puramente subjetiva y personal, al ser subjetiva y personal la unión con dios y de ninguna manera compartible con los demás y, por lo mismo, mucho menos exportable o imponible.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Dios / 2.

De la misma manera que los dioses monoteístas -y en lo que a nosotros respecta el dios cristiano- desbancaron de sus ámbitos de actuación a los antiguos dioses de la mitología, así también la ciencia y la filosofía han ocupado los campos en los que los primeros tuvieron su significación y su sentido originarios. Parafraseando a Laplace habría que decir, no ya que Dios no existe, sino simplemente que no es necesario. Estos ámbitos a los que nos referimos son el de creador del Universo y artífice de la Naturaleza, a) y el de fundamentador y garante de la moral, b).
a). Como creador del Universo la figura de Dios ha sido sustituida por la comprensión cada vez más profunda por parte de la ciencia de los mecanismos y procesos que dieron lugar al origen de aquél y de las leyes que los rigen. La teoría del Big Bang -que cuenta ya con una abrumadora batería de pruebas empíricas  a su favor, piénsese en la radiación de fondo cósmico, por ejemplo, que se considera originada en la explosión inicial- o el reciente descubrimiento del Bosón de Higgs -la partícula de Dios, aquella a partir de la cual la energía originaria se transforma en materia- entre otras dan una explicación elegante y completa del origen del cosmos, sin necesidad de recurrir a la acción voluntarista de un Dios que necesariamente tendría que situarse fuera del tiempo y el espacio, es decir en la nada, pues fuera del tiempo y el espacio no hay nada, pero que a su vez lo seria todo, pues es Ser.
De la misma manera el desarrollo de la Naturaleza queda explicado por la teoría de la evolución -estrictamente hablando por la evolución, pues su nivel de certeza es tal que ya ha dejado de ser una teoría-. Los últimos intentos de los defensores de la intervención divina en el desarrollo de los seres vivos -la llamada teoría del diseño inteligente- caen en los mismos problemas lógicos que veíamos anteriormente. Si un diseñador inteligente ha diseñado los distintos organismos vivos, este diseñador, en tanto en cuanto organismo vivo mas perfecto que sus diseños -pues necesariamente el diseñador ha de ser más perfecto que sus diseños o no podría diseñarlos (en términos filosóficos clásicos no puede haber mas realidad en el efecto que en la causa), habría debido a su vez ser diseñado por otro diseñador inteligente, por la razón anterior de que el diseñador debe ser mas perfecto que sus diseños, de tal forma que, o bien se admite una cadena infinita de diseñadores o bien se admite un diseñador que no ha sido diseñado y por tanto, puesto que solo caben las dos posibilidades, debe ser producto de la evolución

b). En cuanto al papel de Dios como fundamentador de la moral, es Kant el que lo liquida, al afirmar que el comportamiento moral de los individuos se fundamenta exclusivamente en el deber, y ese deber tiene a su vez como base la libertad y la autonomía del sujeto. De esta manera Kant afirma que un sujeto que hiciera depender su comportamiento de los mandamientos de la ley de Dios, y solo de ellos, no se comportaría moralmente, en primer lugar porque se hallaría en una situación de heteronomía moral -no actuaráa de acuerdo con un deber libremente asumido, sino por un mandato externo- y en segundo lugar porque actuaría buscando una recompensa por su comportamiento -ir al  cielo- mientras que la conducta moral, para ser moral, debe ser desinteresada. Aun así, Kant considera a Dios un postulado de la razón práctica y, en este sentido, es garante de una vida moral que, aunque desinteresada, no puede quedar sin recompensa, siendo Dios quien asegura esa recompensa. Este papel de garante del comportamiento moral es el que van a desmontar a su vez los ateísmos del siglo XX y fundamentalmente el existencialista. Sartre niega la idea de Dostoievski de que si Dios no existe todo esta permitido. El ser humano es pura libertad y esta pura libertad implica la máxima responsabilidad. Dios no puede existir, pues si Dios existiera todos seriamos cosas, objetos ante su mirada absoluta, pero él a su vez no podría ser objeto: si Dios existiera el ser humano no seria sujeto, sino objeto y Dios seria sujeto absoluto y nunca objeto. Por eso el hombre está solo en su comportamiento moral, por eso es el único y máximo responsable de sus actos y por eso esta condenado a ser libre.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Dios / 1

Dios fue uno de los tradicionales objetos de estudio de la filosofía. Hoy en día, sin  embargo, la figura divina, o mas bien el estudio de la figura de Dios, ha quedado reducido al ámbito de la teología, y tanto en el ámbito filosófico como científico el concepto de Dios no es tomado en consideración, bien porque no sea posible determinar su estatus ontológico -porque no sea posible determinar su existencia o no existencia- bien porque el análisis racional deja a Dios fuera de los campos en los que tradicionalmente se le situó.
En el antiguo pensamiento griego Dios, o más bien el Zeos, esta revestido de una necesidad ontológica, en tanto en cuanto inteligencia ordenadora que asegura la certeza de las leyes naturales. Dios, así, es el contrapunto racional de los viejos dioses míticos, aquel que les desbanca de la posición de privilegio ontológico que ocupaban: cuando Dios asegura el orden racional de la Naturaleza a traves de sus leyes, los antiguos dioses quedan reducidos a asegurar el orden social a través de las antiguas costumbres, lugar del que pronto serán también desterrados. De esta manera es posible considerar al Ser de Parménides, a las Ideas platónicas o al Primer Motor aristotélico como los primeros apuntes de un Dios filosófico que se va a sintetizar obviamente, en la filosofía cristiana.
La figura de Dios tal y como hoy la concebimos no comienza a existir hasta el siglo V d.c. con el pensamiento de Agustín de Hipona. Es este autor el que recoge a través de la tradición neoplatónica las consideraciones parménídeas y platónicas, y otras como el Nous de Anaxágoras o la concepción pitagórica del alma que ya estaban integradas en la filosofía de Platón, y las convierte en el Dios cristiano que pasa a ser objeto de estudio de la teología. Tomas de Aquino, por su parte, le va a otorgar, desde el pensamiento aristotélico, la nota definitoria y esencial de racionalidad, nota que no era determinante en la construcción agustiniana, la cual considera a Dios fundamentalmente como amor -voluntad- que es, por otra parte, la idea que va a recoger Lutero -quien no en vano era fraile agustino- y los protestantes. Tomás de Aquino, al construir un Dios racional, completa el edificio divino que va a heredar la Edad Moderna -aunque solo sea para destruirlo-con la divinidad como garante no solo de la divinidad humana, sino también de la certeza del pensamiento y de la racionalidad de las leyes naturales y, por tanto, de su comprensión por parte del intelecto humano.
Ahora bien, las leyes naturales pueden ser captables empíricamente, mientras que Dios no puede serlo. De esta forma, primero el empirismo de Hume y posteriormente la filosofía kantiana van a negar la posibilidad de conocimiento de Dios: solo puede ser conocido aquello que puede ser captado por medio de los sentidos. Así, Dios, que no puede ser conocido puede, empero, ser objeto de creencia, incluso de creencia racional como afirmara el propio Kant. Esta posibilidad de creer racionalmente en Dios, sin embargo, va a ser posteriormente negada por el positivismo lógico, y fundamentalmente por Bertrand Russell. Haciendo referencia al significado de los términos del lenguaje, Russell y los positivistas lógicos van a afirmar que solo aquellos términos que posean un referente empírico -que se refieran a u  objeto que pueda ser captado por los sentidos- tendrán significado, pues el significado de un término no es otra cosa que ese referente empírico. Dios así, seria un termino sin significado -pues no posee un referente empírico, no se refiere a un objeto que pueda ser captado por los sentidos- y por lo tanto será un termino absurdo. Y creer en un absurdo es a su vez un absurdo.


miércoles, 8 de octubre de 2014

Dialéctica / Y 3.

La dialéctica, entendida como el movimiento de la realidad y, en tanto en cuanto esa realidad es realidad humana, de la Historia, ya se considere este movimiento desde un punto de vista idealista, como una Idea que genera el movimiento de lo real, o como dialéctica materialista, como un movimiento de lo real que es aprehendido por el pensamiento solo en tanto es real tiene una doble vía de significación: a) La consideración dialéctica de la realidad supone que no existen elementos estáticos en ella. La realidad extramental es dinámica en sí misma,  y es en este dinamismo constitutivo como debe ser pensada, ya sea, como se decía más arriba, porque esa dinamicidad venga dada por el propio pensamiento -que seria así también dinámico- ya sea porque el pensamiento la aprehende como realidad en continuo movimiento y se ve así obligado a deshacerse de las viejas concepciones que identificaban el ser estático con un pensamiento que devenía también estático. La dialéctica implica que el pensamiento, si se quiere corresponder con la realidad, ha de ser también dialéctico.
Por otro lado si la realidad está en movimiento continuo no cabe hablar de nada que permanezca fijo en ella y, sobre todo, no cabe hablar de instituciones o estados de cosas -que no dejan de ser estados históricos- sagrados, en el sentido en que lo sagrado seria por definición inamovible. De hecho todas aquellas instituciones que son o han sido consideradas como sagradas han alcanzado ese estatus como consecuencia de un proceso de desarrollo continuo y, de hecho -como ocurre, por ejemplo, con las celebraciones religiosas- han seguido desarrollándose en su propia sacralidad. Es más, la concepción dialéctica desestimaría la vieja identificación entre existencia y ser. El ser, como algo estático, no es identificable sin mas con la existencia, que es entendida ahora como un proceso de desarrollo continuo, como un continuo devenir. De esta manera, si el movimiento dialéctico supone la existencia del no ser, en tanto en cuanto es en la superación de la contradicción entre ser y no ser donde esta el motor del devenir dialéctico, será el no ser el que se identificara ahora con la existencia. La existencia, mas que ser, sería no ser, como veremos a continuación

b). La superación dialéctica de la contradicción, ya se de ésta en el pensamiento o en la realidad, supone la reconciliación entre ser y no ser, en última instancia la reconciliación entre sujeto y objeto y así -y de esta manera lo entendió Hegel-, la dialéctica supondría la culminación del proyecto de la modernidad filosófica: la superación del desgajamiento entre el sujeto y la Naturaleza en un momento o entidad superior. Ahora bien, así entendida la dialéctica caería en una aporía -la misma aporía en la que cae Hegel- al constituirse la superación de la contradicción en ser a su vez, anulando así el movimiento. La solución a este problema está en suponer -como creemos que hizo Marx- un movimiento continuo, una constante generación de contradicciones que nunca tendrían un fin. Ahora bien, si se da esa situación de movimiento continuo, y el motor del movimiento es el no ser, la contradicción, eso significa que la propia dialéctica se edifica, mas que sobre la superación de las contradicciones, sobre ese momento negativo, momento que ni es estático puesto que exige una superación pero que a la vez es la negación de esa superación. La dialéctica, así, se fundamentaría en la negatividad y seria, en palabras de Adorno, dialéctica negativa. 

miércoles, 1 de octubre de 2014

Dialéctica / 2

La dialéctica, tal y como la consideró Hegel, significaba el despliegue del Espíritu a lo largo de la Historia de la humanidad. Así, como dialéctica del Espíritu, forzosamente suponía, en primer lugar, que la meta, es decir, la Razón Absoluta, marcaba el desarrollo dialéctico de la realidad o, lo que es lo mismo, las fuerzas que impulsaban el movimiento de lo real no se encontraban en cada uno de los momentos de ésta, sino que estaban situados mas allá de ella, en un fin previamente existente como Espíritu Absoluto. A partir de aquí la dialéctica hegeliana adopta otras notas definitorias. Supone un fin de la Historia, una finalización del movimiento de lo real que se sitúa precisamente en el Estado Absoluto como Espíritu Absoluto que determina el movimiento y, por otro lado, y desde el momento en que es el Espíritu Absoluto o Razón el que guía la Historia, todos los momentos de ésta se justifican en esa meta a la que tiende: son las "astucias de la Razón" que hacen que "todo lo real sea racional".

      Es este conjunto de determinaciones de la dialéctica el que Marx va a negar, desarrollando una concepción materialista de aquélla -aunque la expresión "materialismo dialectico" no forme parte de la terminología del propio Marx-. Lo que va a hacer este autor es lo que, en su momento, se conoció con la expresión "poner la dialéctica de Hegel cabeza abajo". En efecto Marx va a considerar -sin apartarse aquí ni un ápice de la propia intención hegeliana- que si la dialéctica tiene algún sentido este tiene que ser explicar el desarrollo de la realidad, y ello porque la propia realidad es dialéctica. Ahora bien, si esto ha de ser así, entonces no puede estar sometida a los designios de ninguna entidad que se sitúe mas allá de la propia realidad. La realidad, si es algo, es pura materia -materia empírica, empíricamente captable- y por lo tanto el Espíritu, como entidad inmaterial se sitúa fuera de la propia realidad. El desarrollo de la realidad material no puede concluir en el Espíritu, que no es material, con lo cual quedaría excluido del movimiento dialectico de lo real. Si hay Espíritu, o bien es material y como tal se desarrolla en la realidad material -y entonces no es Espíritu- o es inmaterial y entonces queda fuera de la realidad: es Espíritu, pero no es real.

A partir de esta determinación marxista de la dialéctica surgen varias consideraciones que son, por otra parte, las que nos permiten entender la dialéctica en la actualidad o, por decirlo de otra manera, las que convergen en la dimensión actual -posmoderna si se le quiere llamar así- de la dialéctica. Obviamente, si no hay Espíritu o éste queda fuera del movimiento dialéctico, la Historia no tiene una meta definida, no hay un fin de la Historia. Es un error pensar que la concepción marxista de la dialéctica conduce necesariamente a un estado histórico real donde no exista una división social en clases, como si este estado pudiera ser considerado el final del movimiento dialectico de la Historia y, de esta manera, la materialización como Estado Absoluto del Espíritu Absoluto. El que la historia del mundo sea la historia de la lucha de clases -y aquí entramos en la segunda consideración- no significa que necesariamente cada momento histórico conduzca a una sociedad sin clases. No es la sociedad sin clases la que justifica la Historia sino al contrario, cada momento histórico se justifica en si mismo dependiendo de la carga transformadora de realidad que posea, es decir, de su potencialidad para generar una sociedad sin clases. Así, y esta sería la tercera consideración, la dialéctica marxista no es justificadora de la realidad, sino transformadora de ésta: "Los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, de lo que se trata ahora es de transformarlo".

lunes, 22 de septiembre de 2014

Dialéctica / 1

El término “dialéctica” procede de dialogo. Así, en una significación general la dialéctica seria el arte del dialogo, la capacidad de dialogar o la habilidad en el uso del dialogo para convencer o enseñar. Es en este último sentido como la dialéctica se incorpora a la terminología filosófica de la mano de Sócrates, que desarrolla la mayéutica como herramienta dialéctica para mostrar al otro sus errores y colocarle en el camino de la verdad. Platón recoge esta consideración socrática  -de hecho toda su obra está escrita en forma de dialogo, forma que se retomara en el Renacimiento con la recuperación del pensamiento platónico por parte de autores como Giordano Bruno- aunque va a terminar dándole una significación distinta, inaugurando así la forma propiamente distinta de la Dialéctica.
Cuando hablamos de dialéctica desde la perspectiva de la filosofía, hay que entenderla de dos maneras distintas, la manera platónica y de la filosofía antigua y la manera hegeliana y de la filosofía moderna. Como decíamos mas arriba, Platón dio una nueva significación al término dialéctica, sacándolo de los limites del dialogo socrático y situándolo en el ámbito del conocimiento estricto. Para Platón, así, la dialéctica es la herramienta que permite acceder al conocimiento de las esencias universales o Ideas y se materializa en una gradación del desarrollo de este conocimiento que, a través de cuatro géneros o grados podía ascender de la simple imaginación -como conocimiento mas bajo- a la creencia verdadera y la dianoia o conocimiento matemático, hasta llegar al nous o conocimiento propio del filosofo que entra en contacto intuitivo con las esencias universales.
Sin embargo, la dialéctica tal y como es concebida en la actualidad fue desarrollada por Hegel en el siglo XIX. La gran diferencia entre la dialéctica platónica y la hegeliana radica en que mientras que la primera reviste un carácter puramente gnoseológico, la dialéctica de Hegel da el salto hacia lo ontológico. Así, para Hegel, la dialéctica es el instrumento esencial para comprender y explicar el desarrollo de la realidad humana -de la historia y de la sociedad- y ello porque la propia historia y la propia sociedad, es decir, la realidad en si misma, se desarrollan de forma dialéctica. Por eso la filosofía, como dialéctica, coincide con la realidad o, en otras palabras, el despliegue dialectico de la realidad no es otra cosa que la filosofía. De ahí que, siendo la filosofía la disciplina de la Razón, todo lo real sea racional  y todo lo racional sea real, y la culminación del desarrollo dialectico de la realidad -la Idea o Espíritu Absoluto- sea a su vez la culminación de la filosofía.
Para que fuera posible el paso desde la gnoseología platónica a la ontología hegeliana fue necesario que se rompiera una vieja idea del pensamiento clásico que tenia sus orígenes en Parménides, la idea de que el no ser no puede existir. En efecto, la dialéctica hegeliana supone la necesidad de pensar la contradicción, de pensarla como real, de ahí que admita la existencia del no ser. Así, el desarrollo dialectico de la historia supone que cada momento positivo, efectivamente existente, de ésta genera su propia contradicción, contradicción que es superada en un momento histórico superior que recoge el contenido de verdad del momento positivo y de su negación. Es esta concepción de la dialéctica la que va a recoger, y a criticar, Marx.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Barbarie

El termino "bárbaro" procede del griego. Bárbaro era aquel que no hablaba griego y, por tanto, aquel que estaba imposibilitado para compartir la cultura griega, que se expresaba en el lenguaje. Teniendo en cuenta que aquellos que no hablaban griego eran los que vivían fuera de las fronteras de la Hélade, los que no habitaban en la polis y que, según nos dice Aristóteles, el que vive fuera de la polis es, o mas que un hombre (un dios) o menos que un hombre (una bestia), pero no un  hombre, los bárbaros no eran considerados hombres. Como tampoco cabe pensar que se les creyese dioses, llegamos a la conclusión de que eran considerados bestias.
Lo que nos interesa de esta reflexión son dos cosas: que la barbarie era caracterizada como lo opuesto a la cultura, desde el momento en que el bárbaro era el que no compartía la cultura de los griegos , y que el bárbaro no era un ser humano, de lo cual se deduce que la cultura, aquello que los bárbaros no poseían, era lo que caracterizaba a los seres humanos -y por eso los bárbaros no eran humanos-. Como decíamos estas dos características son las que nos interesan porque son las que se exportan o se transmiten al pensamiento contemporáneo. Así, en la actualidad, podemos considerar que la cultura es todo aquello que permite el desarrollo humano -algo derivado de la vieja Paideia griega- y, de consiguiente, la barbarie seria aquello que no permite el desarrollo de los seres humanos, lo que obstaculiza la humanización, la impide o simplemente la niega.
Es importante tener en cuenta esta significación de la barbarie por dos razones. La primera es que la barbarie es un concepto cultural o sociológico, no moral -o al menos no meramente moral: será moral en tanto que sociológico-. Así no es correcto identificar o comparar sin más la barbarie con el mal. Si tomamos como ejemplo uno de los mayores actos de barbarie que ha conocido la humanidad, el exterminio del pueblo judío por parte de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, llama la atención comprobar como sus responsables no serían, en general, calificados como malas personas: buenos padres y maridos, individuos cultivados, conocedores de la gran música y la gran poesía alemanas, la sorpresa para los tribunales que los juzgaron tanto en Nüremberg como, posteriormente, en Jerusalén, es que no se encontraban ante monstruos sin entrañas, ante psicópatas o sociópatas, sino ante probos funcionarios que se habían limitado a acatar las ordenes que recibían.
La segunda razón a que nos referíamos es que, si barbarie es todo aquello que deshumaniza al hombre, lo que impide su pleno desarrollo como ser humano, entonces cualquier manifestación cultural o cualquier estructura o relación social que impida esta universalización de la humanidad puede ser considerada bárbara aunque, y esto es lo importante, se caracterice a si misma como manifestación o estructura cultural. En tanto en cuanto lo humano es universal, cualquier manifestación cultural que tenga por objeto cercenar esa universalidad, cualquier manifestación cultural que tenga por objeto una particularización de aquellos que la practican y, por lo tanto, marcar una diferencia con respecto a aquellos que no forman parte de esa "cultura" es, por ello mismo, un acto de barbarie. Es por ello que la gran cultura alemana del siglo XIX acabo siendo bárbara, porque sirvió para enaltecer el espíritu alemán y segregar a aquellos que no formaban parte de ella. De ahí que Walter Benjamin afirmara que "cualquier manifestación cultural es una muestra de barbarie". De la misma forma la cultura es cultura a secas, y cualquier cultura con adjetivos no es mas que barbarie. No hay, entonces, cultura pop, ni subcultura, ni culturas catalanas ni españolas, ni cultura juvenil ni, sobre todo, ahora que se hablar tanto de ella, cultura de clase. En el fondo, como dijo Benjamin, no son mas que muestras de barbarie.

viernes, 20 de junio de 2014

Educación y nuevas tecnologías

Los jóvenes de hoy en día tienen su mente estructurada para obtener una satisfacción inmediata de los estímulos que reciben. Su educación, fundamentada sobre todo en la televisión y los videojuegos, los ha hecho así, de tal forma que cualquier actividad que implique un esfuerzo y cuya satisfacción se dilate en el tiempo es rechazada de forma automática. Es por ello que son ellos mismos los que exigen un sistema memorístico, ya que el esfuerzo de estudiar de memoria unos cuantos apuntes es mucho menor que el de comprenderlos y la satisfacción, cuando se trata de estudiar para un examen y obtener la calificación uno o dos días más tarde, mucho más inmediata que la que puede ofrecer una reflexión pausada de una serie de contenidos. Reflexión que, posiblemente, no de resultados sino muchos años más tarde. De esta forma, cuando los contenidos que se imparten en el aula no se corresponden con esta exigencia de satisfacción, los alumnos se aburren, y como se aburren están legitimados, parece ser, para obviar las más elementales normas de disciplina. 

 Es un mito muy extendido que los adolescentes quizás no sepan quién era Cervantes, pero tienen un conocimiento amplio de las nuevas tecnologías. Cuando en una clase tienes que decirles a los alumnos que presentan trabajos escritos en un ordenador que en los procesadores de texto existe una herramienta llamada “corrector ortográfico”, cuando son incapaces de hacer una búsqueda selectiva en Internet, cuando no pueden diseñar una página Web con cualquier programa sencillito e intuitivo, cuando son incompetentes para hacer un blog porque ni siquiera saben lo que es, cuando desconocen la forma de entrar en un foro de discusión, cuando un profesor –como es mi caso- les cuelga los apuntes en su propia página y sólo el diez por ciento de los alumnos los consultan, porque el resto no sabe navegar por ella, entonces queda claro que sus conocimientos de las nuevas tecnologías quedan reducidos al “tuenti”, los videojuegos y algunas funciones de su teléfono móvil. Mal que les pese a los mitólogos de la educación lo cierto es que la gran mayoría de los profesores están bastante más preparados para las nuevas tecnologías que sus alumnos.

lunes, 9 de junio de 2014

¿Era Marx un indignado?

Si hubiera que buscar un rasgo definitorio en el maremágnum ideológico  -en todos los sentidos del término “ideológico”-  en que se ha convertido la izquierda actual, éste habría de ser que, de una u otra manera, comparta, participe o tenga alguna reminiscencia del pensamiento de Marx. Incluso en el caso de la socialdemocracia, que ha renegado oficialmente del marxismo, no cabe duda de que sus orígenes remotos se encuentran en éste. Mucho más, entonces, cuando nos referimos a movimientos que se autocalifican como marxistas. Esta es una hipótesis que puede ser discutible –la de que la izquierda, para ser izquierda, debe de alguna manera ser marxista- pero espero que, al menos, se me permita elegir mis propias hipótesis.
            Desde esta premisa vamos a analizar los últimos movimientos aparecidos en el panorama de la izquierda española, y vamos a intentar responder a la cuestión de si la indignación en la que se sustentan cabe en un planteamiento marxista o, si los planteamientos de Marx pueden, de alguna manera, tener su origen en la indignación o en algún otro sentimiento similar, como paso previo a considerar si estos movimientos pueden ser calificados de marxistas. La respuesta al primer planteamiento es no. Y no por tres razones distintas e interconectadas. La primera de ella es metodológica e inducida a partir de los escritos económicos de Marx, aquéllos que contienen el peso específico de su pensamiento –a pesar de Althusser- y tiene que ver con la complejidad conceptual de sus nociones básicas. Las otras dos, de carácter polémico, se encuentran explícitamente formuladas en la obra marxiana y tienen que ver con su crítica al filantropismo –o filantropía- y al socialismo utópico.
            Las piedras angulares del pensamiento de Marx son los conceptos económicos. Nociones como fetichismo de la mercancía, valor, plusvalía, fuerza de rabajo o relaciones de producción, tienen su origen en la economía política clásica y en el análisis de Marx se convierten en conceptualizaciones complejas que sirven para explicar no sólo como se comporta el sistema económico, sino también cuáles son los fundamentos teóricos para poder transformarlo. Por otra parte, la consideración de la trasposición del producto en mercancía o el análisis de la prevalencia del valor de cambio sobre el valor de uso se apoyan en una concepción dialéctica heredada de Hegel y trasfigurada en materialismo histórico. En ninguna de estas concepciones que, repito, son la base del pensamiento marxiano, es posible encontrar ni un solo rastro que nos indique que tienen su origen en un sentimiento, por muy racionalizado que éste pueda estar.
            Por otro lado, en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels caracterizan lo que ellos denominan como “socialismo burgués” como filantrópico. La filantropía se define como “el amor a la humanidad”, como sentimiento entonces y, por tanto, se activaría a partir de los sentimientos que provoca el sufrimiento de aquello que se ama, en este caso la humanidad. Para Marx, la filantropía no es más que una manera de maquillar el sistema capitalista, pues olvida cuales son las causas –susceptibles de ser estudiadas científicamente- que provocan ese sufrimiento; es el instrumento de los poderosos para seguir manteniendo intactas las estructuras sociales y, a  lo sumo, a lo más que conduce es a un reformismo superficial. La filantropía sería el trasunto laico del cristianismo.
            Por último, Marx definió su socialismo como “científico” y lo enfrentó a las corrientes anteriores del socialismo utópico. Así, el consideraba que su sistema su fundamentaba en leyes científicas –en concreto en leyes económicas e históricas que, es cierto, se podría discutir si son realmente científicas- frente al socialismo utópico que tenía su raíz en los sentimientos que provocaba la contemplación de las condiciones de vida de los trabajadores en el modo de producción capitalista y que, como en los casos de Owen o Fourier, se encauzaba a intentar paliarla en lo posible.

            Uno puede estar indignado, uno puede ser un indignado, por supuesto, incluso puede ser un marxista indignado (el propio Marx si levantara la cabeza y viera la situación de la izquierda española, con la que, por cierto, le unían lazos estrechos, se indignaría y mucho). Pero un indignado marxista mucho me temo que es una contradicción en los términos.

martes, 3 de junio de 2014

¿República?. ¿Qué República?

Qué ganas tengo de vivir en un país normal. Un país normal donde acontecimientos normales –aunque importantes- se desarrollen de forma normal. Pero no, aquí de todo tenemos que hacer una tragedia griega. No me imagino yo a los monárquicos franceses –que hay muchos- pidiendo un referendo cada vez que un presidente termina su mandato, ni los republicanos holandeses –que hay muchos, no en vano la República se inventó en Holanda- pidieron un referendo tras la abdicación de la reina Beatriz. Pero cada día estoy más convencido de que aquí tenemos un déficit racional situado a nivel genético profundo. Aún así, quiero pensar –más bien estoy seguro- que los grupos que promueven ese referendo son conscientes de que no se va a celebrar y que sólo están realizando movimientos tácticos de cara a las próximas elecciones, comportándose de forma racional en suma. Sólo así se explica que se pida ahora, y no hace diez años -pues en tanto modelo de Estado la situación es la misma- cuando, con la economía viento en popa y toda la población con su chalet, su coche nuevo y su televisor de cincuenta pulgadas, plantear una transición republicana hubiera sido un suicidio político. De la misma forma están tomando posiciones el PP y el PSOE; y atentos al PSOE: si Juan Carlos tuvo su político, que fue Suárez, Felipe tiene el suyo que es Eduardo Madina.
            Pero vamos a suponer que, a pesar de todo, dicho referendo se lleva a cabo, lo cual, en puridad, no sería sino una muestra de normalidad democrática –eso que nos falta- y no algo extraordinario. De los dos escenarios posibles –pues excluyo aquel en el cual la diferencia fuera tan irrelevante que condujera directamente al enfrentamiento civil- el que cuenta con un número mayor –mucho mayor- de probabilidades es aquél en el cual la opción republicana resulte derrotada –y hace falta no tener ni idea de cuál es la realidad sociológica de este país para pensar lo contrario-. En este caso la bofetada que se daría la izquierda –pues es la izquierda la que promueve la república: ni la derecha ni la izquierda moderada, ambas por razones estratégicas- sería de las que hacen época y los réditos electorales de la derecha serían casi ilimitados, con lo cual la situación social que provoca este referéndum, y que es sobre la que hay que actuar, saldría reforzada. Tendríamos derecha y recortes sociales por mucho tiempo. El referendo sería en este sentido una bomba que estallaría en la cara a sus promotores. Pero hay algo más. Las masas que siguen a aquellos que piden un referendo dan por hecho que éste no es más que un trámite previo a la instauración de la República. Ni siquiera consideran su resultado. En su imaginario identifican los dos acontecimientos: referendo es ya República. La conclusión necesaria de este proceso sería la aparición de grupúsculos que no aceptarían el resultado y que, por transición lógica, se constituirían en  grupos de resistencia armada y el terrorismo -con los beneficios electorales que le produce a la derecha- volvería al escenario político.
            Pero supongamos que, contra todo pronóstico, se da el segundo escenario posible y el resultado del referendo es favorable a la República. Habría entonces que determinar cuál es el modelo de República que se desea, y aquí los promotores del referendo, que con cierta razón se considerarían los vencedores del proceso, impondrían su república –porque que nadie se engañe: aquí no se pide una república en general, se pode una república muy concreta-. No quiero recordar aquí las alabanzas a los sistemas venezolano y cubano que salen constantemente de sus filas, pero sí que en estas tesituras los nacionalismos se considerarían legitimados para iniciar un proceso de descomposición del Estado –algo que no sería la primera vez que pasa-, mientras que los capitales saldrían disparados del país, y los mercados, que buscan por encima de todo la estabilidad, apretarían hasta la asfixia el dogal. La situación social se deterioraría a marchas forzadas –al menos eso he de pensar mientras no se me aclaren cuáles son los mecanismos con los que se paliarían estas circunstancias- y todo quedaría dispuesto para una intervención del Ejército –y quien piense que eso es imposible es que vive en el país de las hadas-, legitimada, además, por el cumplimiento de su misión de defensa de la Constitución. La III República, así, duraría menos que la I y acabaría peor que la II.

            Plantear un cambio en el modelo de Estado cuando la situación social es un desastre –y, sobre todo, cuando este desastre no ha sido causado por el modelo de Estado y, por lo tanto, no se va a solucionar con el cambio de modelo de Estado- es una muy mala idea. Y yo, que soy republicano, sé que es una muy mala idea. Los cambios profundos en la estructura del Estado cuando las cosas van mal sólo hacen que vayan peor –y hay innumerables ejemplos en la historia, el último el de Egipto-. Hay que hacerlos cuando las cosas van bien, pero cuando las cosas van bien no hay interés, por parte de nadie, en hacerlo. España tiene en la actualidad problemas mucho más graves que quién ocupa una jefatura del Estado que, en el fondo, no deja de ser una institución simbólica y la izquierda tiene problema mucho más graves que resolver después de la derrota en las elecciones europeas. A la persona que espera en el pasillo atestado de las urgencias de un hospital público a que le atiendan –yo también se ponerme populista- le importa un rábano si su representación internacional la asume un rey o un presidente.

viernes, 30 de mayo de 2014

Hechos

Un hecho es un suceso que ocurre en la realidad, independientemente de las interpretaciones que se realicen sobre él. Los hechos existen, aunque estén cargados de teoría. La derecha ha ganado las elecciones, en España y en Europa: esto es un hecho.
            La acción política tiene como objetivo el control del poder (político), y este objetivo se puede conseguir de muchas maneras. Una de ellas es exhibir unos ideales puros e inocentes desde una situación de superioridad moral, lo que supone que se está en posesión de una verdad absoluta que todos deben compartir si no quieren estar equivocados. Pero uno es libre de estar equivocado, de no compartir la verdad absoluta, quizás porque no cree en verdades absolutas. El primero no es el camino del fortalecimiento de la democracia sino, más bien, el del totalitarismo –Hayek dixit-.
            Esto es una premisa y, bajo esta premisa, parece ser que la acción política debe estar guiada por la razón o, al menos, debe ser una acción racional. Una acción racional en su sentido más amplio, es decir, sustentada en el cálculo racional para obtener el mayor beneficio. Es difícil comprender la efectividad política que a nivel europeo pueden tener cuatro o cinco diputados que se van a integrar en un grupo parlamentario mayor –pero que no es el mayor- en el que cualquier iniciativa puede diluirse hasta quedar reducida a la nada: porque, a veces, de tanto apoyar uno se acaba cayendo (con todo el equipo), aunque aquel a quien se apoya sea el nuevo Platón o la gran esperanza roja.
            Tal y como están las cosas no es difícil de entender que el único beneficio que cabe buscar en la acción política concreta es defender un sistema de libertades y derechos sociales básicos que está en peligro (y, con él, la democracia). Yo no dudo que este sea el objetivo de todos los grupos izquierda que se han presentado a –y han perdido- las recientes elecciones europeas y no el futurible político de acabar con el capitalismo, algo que implica la existencia previa de ese sistema de libertades que se trata de defender (sistema que, no lo olvidemos, es una consecuencia del propio capitalismo). Cuando estamos regresando a estados sociales propios de etapas anteriores al desarrollo del capitalismo industrial avanzado no hay que pensar en salir de euro, sino en defender la libertad de pensamiento y expresión. Hasta Lenin fue consciente de que era necesario contar con los mencheviques en un momento determinado: El cálculo racional exige unir fuerzas para proteger aquello que, programáticamente, todos defienden, y no dividirlas. Ya dije en su momento que el 15-M sólo beneficiaba a la derecha y los hechos me siguen dando la razón.

            Uno de los motivos de euforia –y objeto de la gran mayoría de los finos y sesudos análisis post electorales- es el final del bipartidismo. Esto no es un hecho o no es un hecho cierto, que viene a ser lo mismo. Sigue habiendo dos grandes formaciones políticas preponderantes y un montón de formaciones pequeñas que tendrán que tomar alguna decisión si quieren ser efectivas. Y esa decisión pasa necesariamente por apostar por alguna de las dos grandes formaciones. Pero, además, tampoco está tan claro que el bipartidismo sea tan nefasto. Al menos no lo es en Estados Unidos y Gran Bretaña, las dos democracias más antiguas del planeta. Y no creo que se pueda poner en duda esto, como tampoco creo que se pueda pensar que España, o Alemania, pueden dar lecciones de democracia a estas dos naciones. Se dice que el bipartidismo no recoge todas las opciones políticas de la sociedad civil, que no representa a todos. Pero lo mismo se podría decir del tripartidismo, de tetrapartidismo o del pentapartidismo (y, hablando de pentapartidismo, piénsese en Italia y las dificultades de gobernar un Estado con multitud de formaciones políticas distintas). Todo el mundo tiene una opinión, así que, teniéndolo en cuenta todo, y reduciendo al absurdo, el sistema debería de tender a un n-partidismo, siendo n el número total de habitantes del país, de tal forma que cada uno se represente a sí mismo a través de un partido político del que él sería el único miembro. Esto no es un hecho, pero podría llegar a serlo.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Ley

 El concepto de Ley remite de forma inmediata, en el imaginario colectivo, a aquella o a aquellas normas sociales institucionalizadas en un sistema de derecho, que son objeto de control judicial y cuyo incumplimiento supone una sanción penal o administrativa. Sin embargo, la idea de ley es anterior, si no histórica, si al menos ontológica y metodológicamente a esta concepción social, en tanto en cuanto la ley es, también y sobre todo, ley natural. En efecto, la característica definitoria de la ley social –que debe ser cumplida siempre y en todas las circunstancias-no es más que una trasposición de la ley natural, que siempre y necesariamente se cumple en la Naturaleza. La ley social no es así más que un trasunto de la ley natural, con la diferencia fundamental de que mientras que el cumplimiento de la ley natural viene dado por la propia existencia de la ley –como se decía una ley natural siempre se cumple, y si no se cumple entonces no es una ley- las leyes sociales no siempre necesariamente se cumplen –aunque su aspiración como leyes es que así sea- y de ahí la necesidad de una sanción que asegure, de forma externa a la propia ley, su cumplimiento.. las leyes sociales aspiran a ser leyes naturales, pero el campo de su aplicación es distinto: mientras que la ley natural rige la naturaleza, y por lo tanto todos los organismos están sometidos a ella, la ley social es la que ha de regir la sociedad, y en este sentido todos los organismos sociales estarían sometidos a ella. Ahora bien, mientras que un organismo humano, en tanto que natural, no puede decidir no cumplir una ley natural, ese mismo organismo, en tanto que social, puede decidir no cumplir una ley social: es libre de cumplirla o no cumplirla asumiendo la responsabilidad de la sanción correspondiente.
 Los sofistas –los grandes perdedores de la Historia de la Filosofía- fueron los primeros y principales sintetizadores de esta idea. Se dieron perfecta cuenta de la diferencia entre ley natural y ley social y, así, afirmaron que el ser humano tan sólo está necesariamente sometido a las leyes naturales –que son las únicas necesarias y universales- mientras que las leyes de la polis eran relativas, estaban edificadas sobre intereses tanto personales como sociales y, en principio, los individuos no estaban necesariamente obligados a cumplirlas y, si lo hacían, era más bien por evitar las sanciones derivadas de su no cumplimiento –como se muestra en la historia del anillo de Giges que el sofista Glaucón expone en La República platónica- que por una auténtica necesidad, si no ontológica, si social. Es decir, a ley social es relativa, tanto en su formulación como en su cumplimiento, y las únicas leyes universales son las leyes naturales. Ahora bien, el hecho de que las leyes naturales sean universales y necesarias hace inútil cualquier intento de manipularlas en el propio beneficio, lo que las separa así de las leyes sociales que si que pueden ser manipuladas y modificadas según la voluntad o el interés. Esta es la idea que recogen los estoicos: el estudio de las leyes de la Naturaleza es necesario para comprender su inevitabilidad y la inutilidad de pretender cambiarlas. El sabio, así, es aquél que conoce la Naturaleza y, gracias a este conocimiento comprende aquella inevitabilidad y se libera de preocupaciones con respecto a aquello que es inamovible. En palabras de Spinoza, la libertad está en comprender la necesidad.
 Quizás esta diferenciación entre ley natural y ley social sea la que se confunde en la actualidad y, así, mientras que se pretende una y otra vez luchar contra leyes naturales, y no se termina de comprender la inevitabilidad de hechos como la muerte, se aceptan como universales y necesarias las leyes sociales, se asumen y se renuncia a modificar aquellas que se muestran como manifiestamente injustas.

martes, 20 de mayo de 2014

Libertad / y 3


La libertad positiva supone la existencia de la libertad negativa (no al contrario) pero no es la única condición para su efectividad. La libertad positiva, entendida como la posibilidad real de actuación pública, como la libertad para poder intervenir en los asuntos relativos al gobierno del Estado, ya sea mediante la participación directa en éste a través del sufragio universal (recordemos que el sufragio universal consiste no sólo en que cualquier ciudadano pueda elegir a sus representantes, sino también que cualquiera pueda ser elegido) o bien a través de las libertades de reunión, manifestación, etc., necesita que previamente se reconozcan las libertades básicas de pensamiento, expresión y conciencia (y de ahí la importancia social del liberalismo, aunque a veces se olvide). Sin éstas, la libertad positiva sería una pura quimera, pues no es posible participar en la toma de decisiones políticas si antes no se salvaguarda la capacidad de los individuos para poder hacerlo, es decir, si no pueden pensar libremente y expresar libremente sus ideas. La libertad pública, por lo tanto, debe fundamentarse en la libertad privada, por ello los ataques a ésta suponen un menoscabo mucho mayor a la libertad del individuo en lo que respecta a su vida pública que los ataques contra aquélla. O, lo que viene a ser lo mismo, es mucho más grave la represión cuando va dirigida contra las libertades negativas que cuando lo hace contra las libertades positivas, aunque parezca paradójico. Y ello –el parecer paradójico- porque la represión de las libertades positivas siempre resulta mucho más llamativa –por ser más fácil de ver- que la represión de las libertades negativas, la cual la gran mayoría de las veces se oculta tras apelaciones interesadas al bien común. La libertad negativa, como libertad privada e individual se va a enfrentar, en este respecto, a la tendencia del grupo social a fagocitarla, a convertir a todos los individuos en una masa que se mueve por impulsos y sentimientos comunes, es decir, a supeditar el bien individual al bien común que se constituye como independiente de y trascendente a los distintos bienes individuales. 
Decía al principio que la libertad negativa constituye una condición necesaria pero no suficiente para la existencia de la libertad positiva. La segunda condición para que sea posible hablar de una existencia real de la libertad positiva es el conocimiento o la información. El conocimiento es poder y la libertad política y social no es otra cosa que libertad de poder: de poder hacer aquello que libremente se ha pensado y decidido. Si el acceso al conocimiento y la información es restringido o simplemente imposibilitado la libertad de actuación en el ámbito público desaparece, aunque formalmente sea reconocida. Se estructuran de esta manera dos estratos sociales: una elite que tiene acceso al conocimiento y por lo tanto al poder –y que es depositaria exclusiva de una libertad que sobre el papel corresponde a toda la sociedad-; no sólo al poder político y efectivo, sino al fundamental de poder hacer: a la libertad de poder. Y otro grupo social que sólo teóricamente goza de esa libertad, pero que no puede llevarla a cabo por carecer de las bases de conocimiento e información imprescindibles para ello. Una sociedad libre, por lo tanto, necesariamente ha de ser una sociedad ilustrada. Cobra fuerza la postura kantiana –frente a otras como la existencialista que coloca la libertad en la base de la esencia humana y la da casi por hecha- de que la libertad se fundamenta en la autonomía del individuo. Será libre aquél que sea autónomo y se atreva a pensar por sí mismo o, lo que es lo mismo, aquel que acceda al conocimiento y exija, en caso de que éste se pretenda ocultar o escamotear, su derecho efectivo de acceso a él.

viernes, 9 de mayo de 2014

Libertad / 2

 Si la libertad interna o libertad de la voluntad era problemática en su análisis, mucho más lo es la libertad externa o libertad de acción –la libertad política o civil-, desde el momento en que se encuentra sujeta a determinaciones que no dependen exclusivamente del sujeto, sino que tienen lugar en la relación de éste con los demás individuos o, lo que viene a ser  lo mismo, en el propio entorno social.
 La libertad de acción suele tomar dos caracterizaciones distintas: la llamada libertad negativa, o “libertad de” y la libertad positiva o “libertad para”. La libertad negativa se define como la ausencia de constricciones para la acción, mientras que la libertad positiva es la posibilidad efectiva de poder actuar. La libertad negativa, así, es la base o el fundamento de la libertad positiva, aunque puede considerarse que la auténtica libertad política es la libertad positiva.
 Como ya se ha dicho, la libertad negativa es la ausencia de factores que impidan llevar a cabo libremente una acción. Esta conceptualización de la libertad no supone que la acción se lleve a cabo, sino tan sólo que esté permitida o que exista la posibilidad de su realización. No se trata de hacer, sino de poder hacer o, más bien, de que no existan obstáculos para poder hacer. En principio, y como parece obvio, el hecho de poder hacer no implica necesariamente hacer. La libertad negativa supone no obligar –de ahí su adjetivación “negativa”- a un individuo a hacer algo, pero no supone necesariamente que éste haga lo contrario.
 Este tipo de libertad ha sido el que tradicionalmente ha defendido el liberalismo político y también el que, con más o menos matices adoptó el liberalismo económico clásico. La libertad negativa surge como una defensa frente al absolutismo político en los siglos XVIII y XIX. Los liberales de esta época exigen al Estado que no intervenga en sus decisiones personales, es decir, que no se les obligue a hacer cosas que no desean o que no quieren hacer, sin que esto suponga un intento de intervención directa en la dirección de dicho Estado -esto supondría ya una libertad positiva, una libertad de acción. Es esta concepción la que recoge el liberalismo económico y de esta manera exige a la organización estatal que no intervenga, no ya en la acción individual, sino en el desarrollo del mercado, entendido este como una relación entre sujetos particulares. Es la idea del laissez faire, del dejar hacer, aplicada al desarrollo económico. El mercado se regula gracias a una “mano invisible” –según la conocida aserción de Adam Smith- y cualquier intento d intervención en éste supondría un freno, una traba para su desarrollo y, consecuentemente un retraso económico y la consiguiente ruina, no sólo de los sujetos que participan en el mercado, sino de la propia nación.
 Curiosamente, el llamado neoliberalismo no asume, en la práctica, ninguna de estas concepciones. No asume la concepción económica –al menos no en su totalidad- cuando exige al Estado que intervenga, bien para defender al mercado local frente al comercio foráneo, bien para defender a las grandes corporaciones frente a sus competidores, bien subvencionando las pérdidas de las estructuras financieras. De la misma forma, no asume la concepción civil cuando interviene en la vida de los individuos diciéndoles lo que deben o  no hacer o cuando pretende oponer una determinada moral o unas determinadas creencias a toda la población. En cualquier caso, la libertad negativa, entendida como libertad de expresión, de pensamiento y de conciencia, es la base de cualquier sistema de libertades y la ausencia de ésta es el fundamento de cualquier sistema totalitario.

lunes, 5 de mayo de 2014

Libertad / 1

 El concepto de libertad, que suele ser considerado como de significación universal, en tanto en cuanto se entiende que constituye, junto con la dignidad, la esencialidad del ser humano es, sin embargo, uno de los que mayores matices y variaciones admite, no sólo a nivel filosófico, sino, y sobre todo, a nivel histórico-social. Así, y en relación con lo anterior, en principio habría que distinguir entre libertad de la voluntad –lo que tradicionalmente se denomina “libre albedrío”- que hace referencia a la capacidad humana para elegir o tomar decisiones –capacidad que, en el pensamiento existencialista de la última mitad del siglo XX se convierte en necesidad, de ahí la afirmación de Sartre de que “el hombre está condenado a ser libre”- y la libertad política, o libertad externa: lo que normalmente se entiende por libertad y que tiene que ver con la ausencia de trabas políticas, sociales o culturales (nótese bien que no físicas) para llevar efectivamente a cabo las decisiones o elecciones producto del libre albedrío.
 Esta concepción de la libertad como libre albedrío es la que está en la base de la idea expuesta más arriba  según la cual la libertad constituye una parte esencial de la consideración habitual del ser humano. Sin embargo, la conceptualización de la libertad como libertad de querer aparece con el pensamiento cristiano –no antes ni en ningún otro-, no existiendo en el pensamiento griego, donde la libertad –si es que en la filosofía griega puede hablarse de libertad- es el elemento diferenciador entre hombres libres y esclavos –y téngase en cuenta que sólo los hombres libres eran propiamente seres humanos en Grecia- constituyéndose así en una suerte de libertad civil o libertad económica. Es, como decíamos, en la filosofía cristiana donde surge la idea de la libertad de decisión –libertad básica para entender otras que hoy son consideradas como fundamentales, como la libertad de pensamiento o la libertad de conciencia- como una forma de dar explicación a la presencia del mal que, en tanto no puede ser una creación divina, ha de ser necesariamente un producto humano. Un producto humano, además, que no puede estar dirigido por ningún tipo de providencia divina  -lo cual sería lo mismo que afirmar que es Dios quién lo determina- sino que ha de ser consecuencia de la libertad del individuo. El concepto de pecado es clave en la concepción cristiana del mundo. De hecho, el cristianismo se fundamenta tanto en el pecado original de Adán, lavado por el bautismo que convierte al sujeto en sujeto cristiano, como en la figura de Cristo, cuya función es redimir los pecados de la humanidad. Si el hombre no fuera libre no podría pecar, puesto que no podría decidir hacer el mal en lugar de el bien, seguir la senda de Dios o no seguirla, y por lo tanto el cristianismo perdería su razón de ser.
 Es esta libertad de la voluntad la que van a negar los racionalistas materialistas del siglo XVII, como Spinoza –para quien la libertad consiste en aceptar la necesidad-, los cuales consideran que el ser humano, como entidad física y material,  está sometido a las mismas leyes y las mismas fuerzas que rigen el campo de la materia, fuerzas que, así, no puede controlar. De esta manera cualquier decisión que tome el sujeto está determinada, no es posible elegir libremente y la libertad no sería más que la ignorancia de las causas que determinan la decisión. . Es curioso, en todo caso, como estos autores, que niegan la libertad de poder elegir, , van a ser los que pongan las bases de la democracia y de la idea de libertad política que implica.
 Por último, como se ha dicho más arriba, la libertad de decisión va a ser recuperada por las corrientes existencialistas de finales del siglo XX –y por otros autores que se consideran ajenos a éstas como Ortega y Gasset- como aquello que constituye la única esencia del ser humano. En efecto, según estos autores, el ser humano carece de cualquier esencia que no sea su propia existencia, la vida. La esencia humana consiste en existir –humanamente- y existir es estar continuamente tomando decisiones sobre dónde dirigir esa existencia. El ser humano es humano porque existe y existir consiste en decidir –la vida no nos es dada hecha, decía Ortega- , por lo tanto la libertad, el poder decidir, es lo que constituye al ser humano como tal. Como decíamos antes, el ser humano, por y para ser humano, está “condenado a ser libre”.

viernes, 2 de mayo de 2014

Logos

La significación principal de “Logos” es la de principio de explicación racional del Universo. El pilar de esta definición es el adjetivo “racional” porque, como ya se vio en el anterior artículo, el primer intento de explicación de la naturaleza lo constituyó la narración mítica, que no se fundamentaba en La razón ni buscaba elucidaciones racionales basadas en la propia naturaleza que pretendía explicar, sino que apelaba a instancias ajenas o superiores a ésta, y en ello radicaba su irracionalidad. El logos, por tanto, se configura como principio de explicación racional porque no sobrepasa los límites de las estructuras y fenómenos que pretende dilucidar. Busca y encuentra su fundamento en la propia naturaleza  y es por ello por lo que, en primer lugar, sólo le cabe apelar a la razón para explicarla y, en segundo lugar, supone que la misma naturaleza es racional. En efecto, si la naturaleza ha de ser explicada por medio de la razón, esto implica que ésta ha de corresponderse con aquella: que las leyes que la rigen han de poder ser aprehendidas por la razón, esto es, que han de ser racionales. El mito es inabarcable por la razón, es irracional, porque sus principios la superan, están más allá de sus límites. Por ello, la primera significación del logos que aparece en el pensamiento griego hace referencia tanto a las leyes naturales –el logos es orden del Universo- como a su captabilidad por la razón humana -Logos es Razón- . Y también por ello, el logos es tanto principio de explicación del Universo como principio de ordenación del mismo.
 Con esta doble significación es como el logos, en el pensamiento medieval, se asocia con la figura de Dios. Dios es creador, y por tanto ordenador, y sólo a través suya es posible la explicación de las leyes naturales creadas por él. Dios, por tanto, es una entidad fundamentalmente racional que extrae sus notas definitorias del pensamiento griego. No en vano el evangelio de Juan comienza con la afirmación “en el principio fue el Verbo (Logos)”. Con la modernidad, el logos se transforma en razón: en razón científica e ilustrada que rige y explica la naturaleza. Dios, por tanto, ya no es necesario como principio explicativo –o más bien Dios cambia de nombre-  y se restringe a un ámbito exclusivamente moral –del que será expulsado también, primero por Kant y posteriormente por  Nietzsche-. Pero, a la vez, la modernidad supondrá también la separación entre sujeto y naturaleza, la idea de que el ser humano no forma parte de ésta, de que no es un ser natural, sino social o cultural. De esta forma, el logos, la razón, como principio de explicación de la naturaleza deja de ser principio de explicación del ser humano o, más bien, de su ámbito propio: la sociedad.

 En la posmodernidad, el logos ha quedado reducido al campo de los fenómenos naturales. Es ciencia: la heredera de la razón ilustrada. En el ámbito específicamente humano, el ámbito de lo social, no es posible hablar de un principio de explicación único. La propia fragmentación del mundo moderno supone la fragmentación del logos. El viejo principio unitario de los griegos ahora está constituido por una multiplicidad de estructuras explicativas –económicas, artísticas, políticas, culturales, etc.- que precisamente por ello no pueden dar explicaciones globales. En este sentido, cualquier intento de comprensión que pretenda ser englobante es, por lo mismo, totalitario.

lunes, 28 de abril de 2014

Mito

 El mito es el primer y originario intento del intelecto humano por dar una explicación a aquellos fenómenos de la naturaleza que escapan a su comprensión y que, inicialmente, son todos o la mayoría. De esta forma, el mito no es irracional en su objetivo –buscar las causas de los hechos naturales- pero si en su desarrollo. El mito no es explicativo desde el momento en que fundamenta sus explicaciones de los fenómenos en elementos ajenos a la propia naturaleza. Su irracionalidad radica en explicar la naturaleza desde fuera de la Naturaleza, en sobrepasar los límites de ésta en su búsqueda de causas fundamentantes. Así, el mito no explica la naturaleza sino que acaba construyendo un discurso ajeno a ella, centrado en fuerzas extrañas que la superan y escapan a su control. Así concebido el mito no está sólo constituido por las narraciones tradicionales de las culturas clásicas mesopotámicas, egipcias o griegas, sino también por las religiones -sean éstas antiguas o modernas-, el discurso metafísico en todas sus formas –algo que Kant intuyó, pero no terminó de llevar a efecto al afirmar que lo racional consiste precisamente en superar los límites de la experiencia-  y también las corrientes postmodernas que postulan una quiebra de la Razón mal entendida.
 El mito, por lo tanto, que como intento de explicación de la naturaleza resulta irracional, y por lo tanto fallido, pues una explicación de los fenómenos naturales o es racional o no es explicación, sirve, en cambio, para establecer las normas fundamentales que rigen en su origen la organización social, es decir, las narraciones míticas constituyen el sustrato de usos y costumbres  del que se nutre el sentimiento de pertenencia a la tribu, el grupo, el clan o la ciudad y, además, generan las leyes prohibiciones o tabúes sobre las que se estructura.
 Esta función del mito, sin embargo, se rompe también con el surgimiento de la Edad Moderna. La escisión entre sujeto y Naturaleza y la disolución, por tanto, de la raíz de la narración mítica  que supone la simbiosis entre uno y otra. Da lugar a una nueva fundamentación de la organización social basada en el cálculo racional que se expresa en el contrato social: individuos autónomos y libres deciden unirse en una comunidad y establecen aquellas normas racionales que benefician a todos o a la mayoría , aunque una minoría resulte perjudicada. Las normas ya no emanan de una Naturaleza antropomorfizada en la costumbre, sino de la Razón como instancia a la que todos deben recurrir.
 La nueva forma de organización social racional, empero, en los últimos tiempos se desliza de nuevo hacia una fundamentación mítica. No sólo porque los referentes sociales son cada vez en mayor medida nuevos mitos  -deportivos, artísticos, televisivos, etc.- en el sentido en que son elementos que se sitúan más allá de los límites de la realidad social y pretenden justificarla, más que explicarla, desde esa posición, sino porque las propias estructuras sociales racionales se han mitificado: se han olvidado de su origen racional y por lo tanto de su contenido crítico y su potencialidad de transformación y se han cosificado en estructuras rígidas  y, por tanto, faltas de contenido. La democracia ya no es un espacio radical de debate libre, sino un mito petrificado que se materializa en el rito electoral.

martes, 25 de febrero de 2014

Idea

 El concepto de “Idea” aparece por primera vez en Platón, con una significación radicalmente distinta a la que tiene en la actualidad. En efecto, en Platón las Ideas son las que configuran el mundo inteligible, aquél que sólo es captable mediante la inteligencia, mientras que las cosas del mundo sensible, el que se capta o se conoce por medio de los sentidos, no son más que copias o imágenes de aquéllas. De esta manera, Platón la sitúa auténtica realidad en las ideas del mundo inteligible y, en tanto en cuanto éstas pueden ser conocidas por medio de la inteligencia, afirma que es posible llegar al conocimiento de la realidad en sí misma. Ahora bien, ese conocimiento no puede venir dado por los sentidos, que sólo pueden acceder al conocimiento de las imágenes de esta realidad.
 La Filosofía moderna va a dar la vuelta a esta concepción –que es la que, en mayor o menor medida, prevalece durante toda la Filosofía antigua y medieval-. La gran novedad  que marca la aparición de la modernidad filosófica es la introducción de la figura del sujeto. Y, en este sentido, las ideas van a pasar a ser consideradas como las imágenes o representaciones de los objetos externos, es decir, ya no es el objeto la representación de la cosa sino al contrario. Ahora bien, al situar las ideas como representaciones existentes en la mente del sujeto la Filosofía moderna va a negar la posibilidad de conocimiento de la realidad externa a las ideas. El sujeto sólo conoce sus ideas, pero no puede conocer la realidad externa en la que éstas supuestamente se comentan, puesto que sólo es capaz de acceder a sus propias representaciones de la realidad, y no a la realidad misma. Esta diferenciación entre idea y contenido de la idea va a implicar también una problemática ontológica o existencial, en el sentido en que el sujeto puede afirmar la existencia de sus ideas, pero no de los objetos externos a ellas. De esta manera las ideas cobran una existencia independiente de los objetos que representan, y es posible la existencia de ideas que no representen ningún objeto real. Así, se puede hablar de la idea de un burro con alas como existente, aunque no exista ningún burro con alas en la realidad externa al sujeto: existirá la idea del burro con alas, pero no el burro con alas. Estrictamente hablando, no podríamos afirmar si el burro con alas existe o no, puesto que lo único que podemos afirmar con total certeza es la existencia de la idea del burro con alas. Como ya se ha dicho antes, el sujeto sólo puede conocer las representaciones de la realidad que constituyen sus ideas, pero no la realidad en sí misma De tal forma que, un tanto paradójicamente, se volvería a la situación planteada por Platón. La única realidad conocida por el sujeto –y por lo tanto la única que tendría categoría de realidad para él- sería la contenida en sus ideas. A este respecto, el racionalismo del siglo XVII, estableció una diferenciación entre realidad formal de la idea, que sería la realidad de la idea en cuanto idea, y la realidad objetiva, que sería la realidad del objeto representado por la idea. Volviendo a lo anterior, entonces, el sujeto sólo podría conocer la realidad formal de sus ideas, mientras que los objetos externos serían conocidos tan sólo en tanto realidad objetiva –como contenido de las ideas- pero no en cuanto realidad formal –en tanto que ellos mismos-.  Será esta situación la que, ya en el siglo XX, intente superar Husserl y su Fenomenología, estableciendo la distinción entre noesis y noema. Siendo la noesis el acto de pensamiento –la idea- y el noema el contenido de ese acto de pensamiento- el objeto- . Puesto que siempre que se piensa se piensa algo, es decir, siempre que se tiene una idea esa idea es idea de algo –por eso la conciencia, dice Husserl, tiene siempre una intención: es intencional- noesis y noema necesariamente han de darse siempre inmediatamente a la vez, de tal forma que la realidad de la noesis, de la idea, no podría darse sin la realidad del noema, de su objeto. Así, la realidad del objeto es la realidad de la idea y la realidad de la idea es la realidad del objeto.

viernes, 21 de febrero de 2014

Educación


  La educación es uno de los elementos claves en el desarrollo de cualquier sociedad. Un grupo social sólo es tal –y no un conjunto de individuos aislados- si sus miembros comparten las mismas normas y los mismos intereses básicos, es decir si han sido educados dentro de esa sociedad. La educación, así tiene un componente importante de socialización. A los individuos se les educa para vivir en sociedad, no para aislarse de ésta, aunque esto no signifique necesariamente que la educación de los ciudadanos tenga como objeto despersonalizarles. Al contrario, será de la educación que los sujetos reciban como se formará una sociedad u otra –y también, la viceversa: determinadas sociedades educarán a sus miembros de diferentes formas-. De hecho, una sociedad democrática necesita sujetos autónomos e informados, y por ello su estructura educativa debe dirigirse a ese fin, al menos si quiere seguir siendo una sociedad democrática. En resumen, es la sociedad en su conjunto la que tiene la responsabilidad de educar a sus miembros –de ahí el famoso adaggio supuestamente africano de que “para educar a un niño hace falta toda una tribu”-, pero, por otro lado, una sociedad democrática tiene la necesidad de educar a sus miembros en la autonomía personal.
 La idea de educación aparece por primera vez en la antigua Grecia y estaba íntimamente relacionada con el concepto de polis. La Paideia consistía en la formación de ciudadanos libres que pudieran participar en la vida social y política, por eso su objetivo último era la politeia, el gobierno de la ciudad. De ahí que Platón desarrollara un ideal político en el cual la educación era la piedra angular, educación que era regulada y organizada alrededor de ese ideal social y que era impartida por la propia sociedad –los niños, al nacer, dejaban de ser hijos de sus padres, eran separados de éstos y pasaban a ser responsabilidad de toda la polis-. Concepción ideal que, por cierto, se diferenciaba muy poco de la que Esparta llevaba a cabo de forma efectiva y que era, dicho sea de paso, la que permitió a Esparta mantener las antiguas virtudes y evitar la decadencia en la que se había visto envuelta Atenas, lo que llevó a la primera a derrotar a la segunda en la guerra del Peloponeso.
 Esta concepción de la educación como formación integral de los ciudadanos, entendida como la necesidad social de formar individuos libres, autónomos e informados, es la que vuelve a tomar fuerza en la Ilustración, concepción que se resume sobre todo en el pensamiento de Kant (influenciado en este aspecto por Rousseau) y sus ideas del sapere aude –atrévete a pensar- y de que el llamado Siglo de las Luces es una época de Ilustración, pero no una época ilustrada. La deriva posterior de la Ilustración hacia el desarrollo del capitalismo, haciendo prevalecer una visión instrumental de la Razón frente a una concepción de la misma como razón crítica, va a hacer que en el siglo XIX la consideración de la razón cambie de forma radical, y frente a algunos intentos –a veces heroicos- de entender ésta como formación de los ciudadanos –en España, por ejemplo, en la Institución libre de Enseñanza- la educación pase a ser sinónimo de “buenas costumbres”. En efecto, la sociedad burguesa del XIX considera educada a aquella persona que conoce las convenciones sociales y las cumple, y no a aquella que sigue las recomendaciones kantianas. La sociedad capitalista no necesita individuos que piensen por sí mismos, sino sujetos que obedezcan y se integren sin rechistar en la maquinaria de producción. Es en este sentido en el que hay que entender todas las reformas educativas que se han venido dando en España en los últimos veinte años.
 Paradójicamente el desarrollo de la sociedad capitalista ha hecho periclitar también esta idea de educación, de tal forma que hoy en día han desaparecido tanto una como otra. Seguimos viviendo en una sociedad de ilustración pero no ilustrada, como denunciaba Kant en su momento, pero con el agravante de que ahora nadie da los buenos días.