viernes, 27 de septiembre de 2019

Axiomas 1


Las posturas políticas de la nueva izquierda –que, por supuesto, no es izquierda ni derecha- parten de dos premisas que, por indemostradas, han acabado deviniendo axiomas indemostrables, no tanto por su propia naturaleza de verdades de razón, sino por la propia comodidad, posición estratégica o inepcia intelectual de aquellos que las postulan. Estos dos axiomas son los siguientes: 1) la democracia directa –o participativa o asamblearia, que de todas esas maneras se puede denominar– es preferible, en tanto más democrática, a la democracia representativa y 2) la democracia representativa es estructuralmente corrupta y por ello es menos democrática que la participativa. Se trataría de analizar sí estos dos axiomas son indemostrables bien –como decíamos más arriba– porque son verdades de razón, bien porque son cuando menos erróneas, y por lo tanto no es demostrable su verdad.
            Que la democracia directa, o asamblearia, sea más democrática que la democracia representativa es algo que niega tanto la historia como la propia teoría política. Desde un punto de vista histórico, efectivamente, la democracia asamblearia o participativa sólo se ha manifestado en regímenes totalitarios. En efecto, la única forma política real de la democracia asamblearia de la que podemos hablar ha sido el soviet y sus derivados que como se supone que todo el mundo sabe se materializó en la URSS  de Stalin y sus países satélites, tanto geográficamente, la antigua Europa del este, como ideológicamente, China, Cuba, o Corea del Norte por poner algunos ejemplos y, en la actualidad, algo parecido se ha desarrollado también en Venezuela –aunque, eso sí, con un parlamento de representantes elegidos-. Soy consciente de que habrá gente que me niegue la mayor y afirme sin ningún rubor que Cuba o Corea del Norte son sistemas más democráticos que los existentes en Europa occidental o Estados Unidos. De hecho, también hay gente que habla con seres invisibles y está convencido de que dichos seres les escuchan y les conceden lo que piden –a eso le llaman rezar, algo que la nueva izquierda conoce muy bien-. Quiero con esto decir que cuando el universo del discurso se cierra en sí mismo, se convierte en solipsista y se niega a contrastar sus enunciados con la realidad, no sólo dejan de dar significado a sus términos sino que también hacen imposible cualquier debate. No es el caso, en cambio, sí por democracia participativa entendemos democracia directa, entendiendo a su vez democracia directa como la participación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas a través de referéndum. De hecho, este tipo de democracia se lleva a cabo actualmente –como complemento o en paralelo a los sistemas representativos- en países tan poco sospechosos de pretender exportar la revolución como Suiza o los Estados Unidos, donde cada elección de representantes va a su vez acompañada de la propuesta de aceptación ciudadana de un buen número de leyes. Así, la única novedad de la nueva izquierda en cuanto a democracia participativa, sí es que se refieren a esta modalidad de democracia directa, tienen muy poco de nueva y menos aún de revolucionaria, a no ser que la novedad radique en implementarla a través de la redes sociales.
            Desde el punto de vista de la teoría política tampoco está muy claro que la democracia asamblearia será más democrática que la representativa, y esto lo sabe cualquiera que haya estado alguna vez en una asamblea y además haya comprendido lo que allí había podido pasar. Las críticas que se le pueden hacer –desde un punto de vista exclusivamente democrático- al modelo representativo: que no es realmente democrático porque los ciudadanos no participan en la toma de decisiones, que se genera una élite política o que los individuos son manipulados por aquellos que aspiran a poseer el poder, son también extensivas a un sistema asambleario. Las asambleas originarias, regidas por el velo de ignorancia y donde todos los sujetos se sitúan en pie de igualdad son tan sólo hipótesis de trabajo. Las asamblea reales –o virtuales- en cambio están controladas por grupos que marcan las pautas de lo que se debe decidir o votar, mientras el resto de los participantes se limita a escuchar lo que quiere escuchar, a repetir consignas o a aplaudir lo que ya de antemano está decidido. Este primer axioma, por lo tanto, no lo es tal. Es una premisa que, a lo que parece, debería ser demostrada.

lunes, 23 de septiembre de 2019

La farsa


Una tarde cayó en la cuenta de que él no era él, sino lo que habían tratado de hacer de él. No fue una revelación mística, ni siquiera una toma de conciencia de algo que hubiera estado rondando por su mente desde hacía tiempo, inquietándole y desasosegándole por la noche. Fue más bien algo que pasó, una irrelevancia como otra cualquiera, como el que se da cuenta de que ya ha caído el sol o el que de pronto descubre que tiene una mancha en el jersey. Lo peor de todo, sin embargo, no fue ese darse cuenta de algo que podía compararse con una mala higiene personal, sino el pensar que, si no era él, tenía que buscarse tal y como era. La sensación, de nuevo, no fue de angustia, ni de desesperación, sino de pereza: pereza vital que tenia que ver con las pocas ganas que tenía, a su edad, de empezar a buscarse a sí mismo, cuando creía que ya había mucho tiempo que se había encontrado. Y sobre todo pereza intelectual de tener que romper con todos sus moldes, de tener que enfrentarse a todo lo que le había constituido, a todo lo que había sido y borrarlo de su vida; pereza de tener que acudir al oráculo de Delfos y, sobre todo, pereza de tener que enfrentarse a todos los que le habían conocido tal y como ahora él y solo él sabía que no era. De tener que dar explicaciones de porqué a partir de ese momento iba a ser de otra manera, por qué iba a dejar de creer en lo que creía, iba a dejar de sentir lo que sentía e iba a dejar de pensar lo que pensaba. No le apetecía nada tener que explicar que todo lo que habían conocido de él no era más que una farsa montada para poder vivir en un mundo que le exigía vivir en la farsa, una ficción para poder sobrevivir en un teatro donde solo contaba la ficción. Y eso le abrió los ojos: si todo era una farsa, entonces su farsa solo podía ser tomada como tal, como una farsa mayor, como una meta-farsa que, por necesidad, acabaría convirtiéndose en lo auténtico. Si todo era mentira al fin y al cabo, la verdad de lo que él era seguiría oculta a los ojos de todas las marionetas que bailaban a su alrededor. Solo que el saber que vivía en un guiñol le permitiría manejar los hilos. O al menos cortar los que le ataban. En el peor de los casos, podía dar un tirón de vez en cuando. Se sacudió la pereza y pensó en pensar.