martes, 31 de diciembre de 2019

Sobre la identidad y la igualdad


La cuestión de la conciencia que se trató en el escrito anterior, es decir, la idea de que la conciencia de la propia existencia es lo que constituye el yo, el reconocimiento de nosotros mismos frente a los demás (y lo demás) que no son yo, en última instancia nos remite de forma necesaria a la cuestión de la identidad. La cuestión de la identidad es importante, sobre todo en una época en la que se nos exige que nos identifiquemos con algo, sea una idea o un equipo de fútbol, una época identitaria en la que se pierde, precisamente, la identidad con uno mismo. No parece demasiado descabellado pensar que si los sujetos se ven obligados a identificarse con elementos ajenos a ellos es porque no se identifican con ellos mismos. No encuentran en ellos su identidad y por ello han de buscarla en aquello que no es ellos. Situación, por otra parte, promovida y provocada por aquellos otros que necesitan que los sujetos se identifiquen con ellos y con lo que representan y por ello fuerzan una situación en la que no se identifiquen con ellos mismos como sujetos. Y es que el individuo que no encuentra su identidad en él, sino en la masa de todos aquellos que no se identifican tampoco con ellos mismos, acaba siendo masa y no individuo.
            Pero volviendo a nuestro tema, decíamos que la conciencia del yo tiene que ver con la propia identidad. En efecto, si el sujeto, si cada uno de nosotros, podemos referirnos a nosotros mismos como “yo” es porque nos consideramos como idénticos a nosotros mismos. Identidad viene de idéntico y esto, que parece una idiotez, no lo es si se piensa un poco detenidamente. Yo soy yo en todas mis circunstancias, y si lo soy es porque hay algo que trasciende a todas esas circunstancias y hace que me mantenga como idéntico a mí mismo a pesar de los cambios y las diferencias. Si con cada cambio que se produce en mí ya sea de lugar, tiempo, de espacio o de cualquier otra determinación predicativa que se me pueda asignar yo dejara de ser idéntico a mí mismo, yo dejaría de ser yo, entre otras cosas porque no me reconocería a mí mismo, me encontraría con un sujeto diferente en cada caso. Yo soy yo, por tanto, porque soy idéntico a mí mismo  y porque me reconozco como tal, es decir, porque me identifico conmigo mismo.
            Todo lo dicho anteriormente tiene que ver con el llamado “Principio de Identidad”, que afirma que todo ente es idéntico a sí mismo. Ahora bien, el principio de identidad también se enuncia en la forma A = A, y aquí la cosa empieza a complicarse. En A = A nos encontramos con dos entes, dos A que, aun siendo iguales, no son idénticos, pues de serlo uno de los dos sobraría (el principio de identidad en su primera determinación dice que todo ente es idéntico a sí mismo, no que todo ente es idéntico a otro ente que es igual a él). No habría dos entidades A que son iguales una a la otra, sino solo una entidad A que es idéntica a sí misma. Quero decir con esto que la igualdad no es identidad, sino más bien lo contrario: la identidad es más bien lo que nos distingue de los demás, lo que nos diferencia y hace que no seamos iguales. La igualdad es una relación entre dos elementos y la identidad es una propiedad de un elemento, que es idéntico a sí mismo.
            Piensen ahora en lo siguiente. Yo soy idéntico a mí mismo, pues si no lo fuera no sería yo: en eso consiste mi identidad, como hemos dicho más arriba. Ahora bien, ¿puedo afirmar tan tajantemente, con tanta seguridad y tanta claridad y distinción, que yo soy igual a mí mismo? Pues parece que no tanto. Porque, efectivamente, yo no soy igual a como era hace veinte años. Muchas cosas en mí han cambiado, desde mi aspecto físico  hasta mi carácter y forma de ser. Y de la misma manera yo no soy igual ahora a como seré dentro de veinte años, o en todo caso es algo que aun no sé, mientras que sí que sé que en cada momento de mi existencia soy idéntico a mí mismo. Quiere esto decir que identidad e igualdad siguen sin parecer lo mismo. La identidad es lo que me mantiene siendo yo a lo largo de las diferentes desigualdades que configuran mi vida. O, lo que viene a ser lo mismo, yo me mantengo idéntico mí mismo en cada uno de los momentos desiguales que me constituyen.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Conciencia


Todos parecemos estar de acuerdo -o al menos todos los que alguna vez nos hemos parado a pensar en ello- en que lo que caracteriza al ser humano y lo distingue de los animales es la posesión de una conciencia. Aunque no faltará quien niegue la mayor y afirme sin lugar a dudas que los animales también poseen conciencia, lo cierto es que solo podemos asegurar la existencia de conciencia en los seres humanos. De hecho, y siendo escrupulosos y exactos, solo podemos afirmar la existencia de conciencia en cada uno de nosotros. Yo sé que tengo conciencia, porque es algo experimentable para mí y doy por hecho, por extensión, que el resto de mis congéneres humanos, que son como yo, también la poseen, aunque no pueda observarla en ellos. No ocurre lo mismo con los animales, en los que ni puedo observar dicha conciencia ni puedo deducir que la poseen por semejanza conmigo mismo.
            Yo puedo afirmar, pues, que poseo conciencia, -y puedo suponerla en los demás, insisto, aunque no pueda asegurar tajantemente que la poseen, al menos en principio- y que esa conciencia es lo que me convierte en lo que soy. De esta manera, si soy un ser humano, o más bien soy este ser humano, soy yo, es la posesión de la conciencia lo que me hace ser tal y reconocerme como tal. Se debería de definir ahora lo que es la conciencia, para ver en que consiste ésta y en qué consisto yo. La conciencia, de entrada, no es la conciencia moral. La conciencia moral, de hecho, es un invento cristiano que no es observable ni siquiera en uno mismo. Esa vocecita interna que me dice lo que está bien y lo que está mal tiene que ver, en primer lugar, con la educación que cada uno recibe, que es la que en fondo determina lo que está bien y lo que está mal -porque el bien no es un valor universal ni mucho menos-. Y, en segundo lugar, tiene que ver con la conformación de nuestro psiquismo -y ahí también interviene la educación- que es lo que en última instancia va a producir los “remordimientos de conciencia”. La conciencia, por tanto, en el contexto en el que estamos hablando no es conciencia moral.
            La conciencia tampoco tiene que ver con el hecho de estar despierto o dormido, lo que sería más bien cuestión de consciencia -ser consciente de algo- aunque se acerque más esta consideración a lo que aquí entiendo por conciencia. La conciencia sería la conciencia de la propia existencia, la conciencia del yo, la conciencia de que yo soy yo y no soy otro, y que ese yo que soy es total y radicalmente distinto de todos los otros, que serán yoes en su conciencia, si es que la tienen, pero a los que yo no reconozco como tales.
            Es sobre esta idea de conciencia sobre la que surgen preguntas que nos configuran como somos. Porque esa conciencia de lo que yo soy, para empezar, es una conciencia histórica. Yo soy lo que soy porque he nacido y vivido en la época en la que nazco y vivo: si hubiera nacido hace siete siglos no sería yo, sería otro yo distinto con otra conciencia distinta. Pero es que, por lo mismo, la conciencia es también social. Y soy lo que soy porque he nacido en un país, en una ciudad y en una familia determinada. Si ustedes hacen, como yo he hecho a veces, el experimento mental de imaginarse, o situarse, como hijo de otros padres, en otra comunidad distinta, verán como lo primero que se diluye es su yo. Quizás esta sea la única razón razonable del patriotismo que se pueda considerar. Y, de la misma manera, la conciencia es lingüística. Yo soy yo no solo porque tenga una determinada lengua materna, sino sobre todo porque tengo un nombre con el que me identifico. Yo soy Emilio, y si fuera Pedro o Juan no sería yo: sería otra persona, otro yo.
            Todas estas determinaciones de la conciencia que acabo de enumerar son, en realidad, producto del azar. Uno no elige ni el tiempo, ni la familia ni el idioma donde nace. Según esto lo que somos, nuestra conciencia, sería pura suerte. Pero hay otra determinación de la conciencia que no es azarosa y es, probablemente, lo que más nos determina. Yo soy lo que elijo ser. Y eso que elijo es lo que se aparece a mi conciencia, lo que la configura. Yo no sería yo si hubiera decidido ser otra cosa de que lo que he decidido ser. Ese componente de libertad irrenunciable, porque sin ella no seríamos lo que somos, es, en suma, lo que nos hace ser humanos.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Somos muchos


Si yo fuera un asesino en serie querría también subirme al carro de la sostenibilidad. Querría salir por la televisión y poner mi granito de arena para salvar el planeta, como hacen ahora todos los que quieren seguir mamando de la teta. Si los cantantes hacen propuestas de sostenibilidad referidas a su profesión, o los empresarios hacen lo propio, yo, como cualquier asesino en serie que se precie, contribuiría desde mi actividad diaria a hacer el planeta mas sano y sostenible. Y, como buen asesino en serie convencido de la necesidad de reducir las emisiones que nos llevan a la catástrofe climática y ecológica, incidiría en algo en lo que desde ninguna de las otras posturas al respecto se ha incidido: en que somos muchos. En efecto, mi mentalidad de asesino en serie -o de observador imparcial, que una cosa no ha de quitar a la otra- me llevaría a comprender que el problema de la supercontaminación del planeta en realidad no es más que la consecuencia de la superpoblación humana. Somos demasiados seres humanos explotando los recursos limitados de nuestro medio ambiente. Seres humanos que tenemos que comer, y comer a precios asequibles, de tal manera que hemos de multiplicar la ganadería, convirtiéndola en intensiva, y la agricultura, destruyendo en este proceso cada vez más zonas verdes productoras de oxígeno. Somos cada vez más seres humanos, que hemos de respirar, emitiendo cada vez más CO2 a la atmósfera porque, por si alguien no lo sabe, no solo los motores de combustión emiten CO2. También la respiración humana lo emite. Y aproximadamente unos 7.500 millones de seres humanos respirando a la vez suponen mucho CO2. Por no hablar de las ventosidades y flatulencias producidas por nuestras digestiones, exacerbadas, de hecho, por el consumo masivo de vegetales que sustituyen a la carne, para evitar así las flatulencias de las vacas. Bonito dilema: o morimos por nuestros vegetarianos pedos o lo hacemos por los de bueyes y terneras. Por no hablar del consumo masivo de todos los que somos, pues no es complicado pensar que si fuéramos menos consumiríamos menos, y al consumir menos lograríamos ese cambio económico tan necesario, al que todos aluden pero del que ninguno puede dar razón.
            Pues bien, yo, como asesino en serie, la daría: a menos seres humanos, menos consumo, por lo tanto menos industrias contaminantes. Pero también menos mano de obra, con lo cual los empresarios se verían obligados a cambiar el sistema de producción, amén de subir los salarios-. Esto demuestra que el gran enemigo del planeta es esa obsesión tan cristiana por la natalidad, obsesión que solo se puede explicar, o bien por razones religiosas -aquello que creced y multiplicaos- o por razones económicas -cuantos más infantes nazcan más más trabajadores y más consumidores potenciales.
            Así, que como asesino en serie concienciado y preocupado, me propondría eliminar  a cuantos más congéneres mejor. Claro está que esta eliminación debería de ser lo suficientemente masiva como para que fuera eficaz. No bastaría con matar con métodos tradicionales a dos o tres personas diarias, léase a cuchilladas, estranguladas o tiroteadas. No. Sería necesario algo más contundente. Algo así como una plaga. Una plaga de peste, por ejemplo, que redujera la humanidad a la mitad en unos meses. O una guerra. Una buena guerra que eliminara al equivalente de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales juntas. O, si fuera posible, un meteorito que, estratégicamente dirigido, nos extinguiera como a los dinosaurios.
            Esto, claro está, es lo que yo haría si fuera un asesino en serie. Pero como no lo soy, seguiré haciendo lo que me mandan: consumir. Y tendré muchos hijos para mantener el sistema de pensiones. Y cuando seamos tantos que nos caigamos al mar porque ya no quepamos entonces si: entonces me tiraré un pedo. Lo que nos vamos a reír.