lunes, 30 de diciembre de 2019

Conciencia


Todos parecemos estar de acuerdo -o al menos todos los que alguna vez nos hemos parado a pensar en ello- en que lo que caracteriza al ser humano y lo distingue de los animales es la posesión de una conciencia. Aunque no faltará quien niegue la mayor y afirme sin lugar a dudas que los animales también poseen conciencia, lo cierto es que solo podemos asegurar la existencia de conciencia en los seres humanos. De hecho, y siendo escrupulosos y exactos, solo podemos afirmar la existencia de conciencia en cada uno de nosotros. Yo sé que tengo conciencia, porque es algo experimentable para mí y doy por hecho, por extensión, que el resto de mis congéneres humanos, que son como yo, también la poseen, aunque no pueda observarla en ellos. No ocurre lo mismo con los animales, en los que ni puedo observar dicha conciencia ni puedo deducir que la poseen por semejanza conmigo mismo.
            Yo puedo afirmar, pues, que poseo conciencia, -y puedo suponerla en los demás, insisto, aunque no pueda asegurar tajantemente que la poseen, al menos en principio- y que esa conciencia es lo que me convierte en lo que soy. De esta manera, si soy un ser humano, o más bien soy este ser humano, soy yo, es la posesión de la conciencia lo que me hace ser tal y reconocerme como tal. Se debería de definir ahora lo que es la conciencia, para ver en que consiste ésta y en qué consisto yo. La conciencia, de entrada, no es la conciencia moral. La conciencia moral, de hecho, es un invento cristiano que no es observable ni siquiera en uno mismo. Esa vocecita interna que me dice lo que está bien y lo que está mal tiene que ver, en primer lugar, con la educación que cada uno recibe, que es la que en fondo determina lo que está bien y lo que está mal -porque el bien no es un valor universal ni mucho menos-. Y, en segundo lugar, tiene que ver con la conformación de nuestro psiquismo -y ahí también interviene la educación- que es lo que en última instancia va a producir los “remordimientos de conciencia”. La conciencia, por tanto, en el contexto en el que estamos hablando no es conciencia moral.
            La conciencia tampoco tiene que ver con el hecho de estar despierto o dormido, lo que sería más bien cuestión de consciencia -ser consciente de algo- aunque se acerque más esta consideración a lo que aquí entiendo por conciencia. La conciencia sería la conciencia de la propia existencia, la conciencia del yo, la conciencia de que yo soy yo y no soy otro, y que ese yo que soy es total y radicalmente distinto de todos los otros, que serán yoes en su conciencia, si es que la tienen, pero a los que yo no reconozco como tales.
            Es sobre esta idea de conciencia sobre la que surgen preguntas que nos configuran como somos. Porque esa conciencia de lo que yo soy, para empezar, es una conciencia histórica. Yo soy lo que soy porque he nacido y vivido en la época en la que nazco y vivo: si hubiera nacido hace siete siglos no sería yo, sería otro yo distinto con otra conciencia distinta. Pero es que, por lo mismo, la conciencia es también social. Y soy lo que soy porque he nacido en un país, en una ciudad y en una familia determinada. Si ustedes hacen, como yo he hecho a veces, el experimento mental de imaginarse, o situarse, como hijo de otros padres, en otra comunidad distinta, verán como lo primero que se diluye es su yo. Quizás esta sea la única razón razonable del patriotismo que se pueda considerar. Y, de la misma manera, la conciencia es lingüística. Yo soy yo no solo porque tenga una determinada lengua materna, sino sobre todo porque tengo un nombre con el que me identifico. Yo soy Emilio, y si fuera Pedro o Juan no sería yo: sería otra persona, otro yo.
            Todas estas determinaciones de la conciencia que acabo de enumerar son, en realidad, producto del azar. Uno no elige ni el tiempo, ni la familia ni el idioma donde nace. Según esto lo que somos, nuestra conciencia, sería pura suerte. Pero hay otra determinación de la conciencia que no es azarosa y es, probablemente, lo que más nos determina. Yo soy lo que elijo ser. Y eso que elijo es lo que se aparece a mi conciencia, lo que la configura. Yo no sería yo si hubiera decidido ser otra cosa de que lo que he decidido ser. Ese componente de libertad irrenunciable, porque sin ella no seríamos lo que somos, es, en suma, lo que nos hace ser humanos.

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