Todos
parecemos estar de acuerdo -o al menos todos los que alguna vez nos hemos
parado a pensar en ello- en que lo que caracteriza al ser humano y lo distingue
de los animales es la posesión de una conciencia. Aunque no faltará quien
niegue la mayor y afirme sin lugar a dudas que los animales también poseen
conciencia, lo cierto es que solo podemos asegurar la existencia de conciencia
en los seres humanos. De hecho, y siendo escrupulosos y exactos, solo podemos
afirmar la existencia de conciencia en cada uno de nosotros. Yo sé que tengo
conciencia, porque es algo experimentable para mí y doy por hecho, por
extensión, que el resto de mis congéneres humanos, que son como yo, también la
poseen, aunque no pueda observarla en ellos. No ocurre lo mismo con los
animales, en los que ni puedo observar dicha conciencia ni puedo deducir que la
poseen por semejanza conmigo mismo.
Yo puedo afirmar, pues, que poseo conciencia,
-y puedo suponerla en los demás, insisto, aunque no pueda asegurar tajantemente
que la poseen, al menos en principio- y que esa conciencia es lo que me
convierte en lo que soy. De esta manera, si soy un ser humano, o más bien soy
este ser humano, soy yo, es la posesión de la conciencia lo que me hace ser tal
y reconocerme como tal. Se debería de definir ahora lo que es la conciencia, para
ver en que consiste ésta y en qué consisto yo. La conciencia, de entrada, no es
la conciencia moral. La conciencia moral, de hecho, es un invento cristiano que
no es observable ni siquiera en uno mismo. Esa vocecita interna que me dice lo
que está bien y lo que está mal tiene que ver, en primer lugar, con la
educación que cada uno recibe, que es la que en fondo determina lo que está
bien y lo que está mal -porque el bien no es un valor universal ni mucho menos-.
Y, en segundo lugar, tiene que ver con la conformación de nuestro psiquismo -y
ahí también interviene la educación- que es lo que en última instancia va a producir
los “remordimientos de conciencia”. La conciencia, por tanto, en el contexto en
el que estamos hablando no es conciencia moral.
La conciencia tampoco tiene que ver
con el hecho de estar despierto o dormido, lo que sería más bien cuestión de
consciencia -ser consciente de algo- aunque se acerque más esta consideración a
lo que aquí entiendo por conciencia. La conciencia sería la conciencia de la
propia existencia, la conciencia del yo, la conciencia de que yo soy yo y no
soy otro, y que ese yo que soy es total y radicalmente distinto de todos los
otros, que serán yoes en su conciencia, si es que la tienen, pero a los que yo
no reconozco como tales.
Es sobre esta idea de conciencia
sobre la que surgen preguntas que nos configuran como somos. Porque esa conciencia
de lo que yo soy, para empezar, es una conciencia histórica. Yo soy lo que soy
porque he nacido y vivido en la época en la que nazco y vivo: si hubiera nacido
hace siete siglos no sería yo, sería otro yo distinto con otra conciencia
distinta. Pero es que, por lo mismo, la conciencia es también social. Y soy lo
que soy porque he nacido en un país, en una ciudad y en una familia
determinada. Si ustedes hacen, como yo he hecho a veces, el experimento mental
de imaginarse, o situarse, como hijo de otros padres, en otra comunidad
distinta, verán como lo primero que se diluye es su yo. Quizás esta sea la única
razón razonable del patriotismo que se pueda considerar. Y, de la misma manera,
la conciencia es lingüística. Yo soy yo no solo porque tenga una determinada
lengua materna, sino sobre todo porque tengo un nombre con el que me
identifico. Yo soy Emilio, y si fuera Pedro o Juan no sería yo: sería otra
persona, otro yo.
Todas estas determinaciones de la
conciencia que acabo de enumerar son, en realidad, producto del azar. Uno no
elige ni el tiempo, ni la familia ni el idioma donde nace. Según esto lo que
somos, nuestra conciencia, sería pura suerte. Pero hay otra determinación de la
conciencia que no es azarosa y es, probablemente, lo que más nos determina. Yo
soy lo que elijo ser. Y eso que elijo es lo que se aparece a mi conciencia, lo
que la configura. Yo no sería yo si hubiera decidido ser otra cosa de que lo
que he decidido ser. Ese componente de libertad irrenunciable, porque sin ella
no seríamos lo que somos, es, en suma, lo que nos hace ser humanos.
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