martes, 14 de julio de 2015

Totalitarismo y masa



   El totalitarismo necesita de la masa, de la misma forma que la masa se conforma como tal en los sistemas totalitarios; la masa también necesita el totalitarismo. La masa no está formada por individuos, pese a lo que pueda parecer: la masa es la negación del individuo. El individuo se anula la masa. El individuo es por definición autónomo y responsable, en tanto que individuo. La masa no es autónoma, depende de aquel o aquellos que la han conformado y que la dirigen. Por eso la masa es la negación de la autonomía individual, de la libertad y de la responsabilidad. La responsabilidad recae en la masa, pero la masa es informe, indeterminada, amorfa, y asi la responsabilidad se queda en nada. De ahí que el enemigo del totalitarismo sea el individuo autónomo, aquel que piensa por sí mismo y es capaz de denunciar las intenciones totalitarias. Por eso el totalitarismo intenta eliminar a los individuos, o bien convirtiéndolos en masa, o bien eliminándolos físicamente. Hay varias formas de convertir al individuo en masa, que en el fondo terminan siendo sólo una. Posiblemente la más eficaz sea incluirle –hacer que el mismo se auto incluya- en una entidad superior y trascendente, ya sea esta la patria, el pueblo u otras, en la cual el individuo se anula. Lógicamente, esta entidad tiene que ofrecerle algo al individuo, pues éste no renunciaría sin más a lo que le constituye como persona, y ese algo es, por un lado la posibilidad de sentirse partícipe de algo más grande, algo importante que le supera y que en realidad no puede comprender en su totalidad: no es lo mismo ser un sujeto particular con nombre y apellidos que formar parte de un destino universal en compañía de otros, aparte de la comodidad que supone el formar parte de una masa en la que es la propia masa la que decide por uno. Por otro lado, la masa promete al sujeto aquello que sabe que el sujeto desea, ya sean bienes materiales, ya sea justicia, libertad o dignidad. En última instancia la masa promete al individuo poder, o más bien maximizar su poder, hacer que el poder de cada sujeto se multiplique en el poder de la masa para lo cual, obviamente, precisamente el sujeto ha de entregar su parcela de poder a la masa, desprendiéndose de él, o más bien a aquel que maneja la masa desde afuera. De esta forma los individuos educados son los primeros enemigos del totalitarismo, pues un individuo educado, consciente de su poder, jamás va a aceptar entregar éste a la masa, formar parte de ella. Un individuo educado piensa por sí mismo, reflexiona, se forma su propia visión de la sociedad y su relaciones de forma autónoma. La masa es ciega excepto para lo que le hacen ver (que es lo que quiere ver); es sorda excepto para lo que le hacen oír (que es lo que quiere oír) y es muda excepto para vociferar consignas aprendidas. Quizás por ello determinadas tendencias nuevas en política que tienen más que un tufillo totalitario no haya abierto aún la boca acerca de la educación.

   En 1930 no se poseían ni las herramientas ni el vocabulario político que permitieran atisbar, y mucho menos evitar, la formación de masas que condujo al enfrentamiento mundial. Después de 1945 esas herramientas ya se poseen, ya sabemos cuáles son. No hay más que echar un vistazo a la historia para saber que ciertas pautas de formación de masas se está repitiendo paso por paso. Y esta vez no valdrá decir que no se estaba avisado, o que no se poseían los instrumentos para prever y evitar la destrucción del individuo y su devenir en masa. Recomiendo la lectura de una obra tremendamente esclarecedora a este respecto: Historia de un alemán de Sebastián Haffner, donde se relata de forma magistral el proceso histórico social, real, de formación de la masa. Aunque haya muchas formas de organizar económicamente una sociedad (tampoco tantas en realidad) sólo hay dos maneras de hacerlo políticamente: o se respeta la autonomía de los individuos y entonces estamos ante un sistema democrático (liberal, sí) o no se respeta y hay masa. Y eso es totalitarismo.

martes, 7 de julio de 2015

Masa y lenguaje



  Originariamente el grupo se forma como mecanismo de defensa frente a los depredadores y el medio. Cuanto mayor número de individuos formen el grupo mayor es la posibilidad de supervivencia, no ya solo del grupo, sino de cada uno de los individuos que lo forman. Las agrupaciones, así, constituyen un mecanismo adaptativo, superior al que desarrolla o puede desarrollar el individuo aislado. Como mecanismo adaptativo, la función del grupo se perfeccionará y maximizará más cuantas más estrategias de defensa o adaptativas desarrolle. Estas estrategias adaptativas solo pueden darse gracias a la comunicación entre los miembros del grupo, ya sean estrategias de caza como las que desarrollan los leones, ya sean estrategias de ataque y defensa como las que desarrollan los grupos de bonobos, que comunican por medio de gritos y otros sonidos a aparición de potenciales enemigos o grupos rivales. Así las cosas, cuanto más sofisticado sea el sistema de comunicación mayor capacidad adaptativa tendrá el grupo, lo que, de hecho, convierte al sistema de comunicación en la fundamental herramienta adaptativa. El sistema más sofisticado de comunicación conocido hasta la fecha entre organismos biológicos es el lenguaje simbólico utilizado por los seres humanos, lenguaje simbólico que implica un pensamiento abstracto y la capacidad no solo de emitir sonidos sino también de descifrarlos, lo que supone que los conjuntos simbólicos deben ser conocidos al menos por todos los miembros del grupo que hablan el mismo lenguaje. Esta sofisticación del lenguaje simbólico y lo que supone –el hecho de tener que compartir los registros simbólicos- hace que el grupo humano no sea tan solo un grupo animal, una manada o un rebaño, sino que se convierta en un grupo social. En términos adaptativos el grupo social va un paso más alá que los grupos animales, puesto que no solo permite la adaptación al medio sino también su transformación. Así, se puede considerar que el , máximo recurso adaptativo del ser humano, aquél que convierte el grupo en grupo social, es el lenguaje.
  
  Precisamente el lenguaje, como medio de comunicación dentro del grupo social, es lo que está periclitando. Así, o bien el lenguaje se utiliza como arma arrojadiza, olvidando su función comunicativa, de tal modo que se emiten palabras, se conforman símbolos, pero no se escucha, es decir, no se traducen los símbolos que emiten los demás, con lo cual el lenguaje deja de ser un instrumento comunicativo y por lo tanto un instrumento de cohesión social, o bien el lenguaje se simplifica tanto, los símbolos se empobrecen y se empequeñecen tanto, que acaba convirtiéndose en una mera emisión de sonidos, una simple continuidad de signos, de letras que ya no tienen ningún significado, excepto para aquél que las enuncia. El lenguaje deja de ser un modo de comunicación y pasa más bien a convertirse en un medio de afirmación personal dentro del grupo, en un intento de hacerse ver o, más bien, de hacerse oír. Ahora bien, si el lenguaje simbólico interpretado a través del pensamiento abstracto es la herramienta de cohesión y desarrollo del grupo social su desaparición supone también la desaparición de éste. Es por ello que el lenguaje, como aquello que amalgama a los individuos, se ve necesariamente sustituido por otros métodos de unión, lo que cambia también el modelo social. Así, es la empatía –entendida como la solidaridad cristiana o una especie de unión mística con el otro- o el sentimiento en sus múltiples formas –sentimiento nacional, sentimiento grupal, sentimiento de especie o sentimiento de clase- lo que constituye el grupo. Un grupo que ha dejado de ser social, pues ha olvidado su mecanismo adaptativo fundamental, y que se ha convertido en masa desde el momento en que el pensamiento, como aquello que permite interpretar los símbolos, ha dejado su lugar al sentimiento.

lunes, 29 de junio de 2015

Izquierda, Derecha



  En la era del fin de las ideologías –y del triunfo de la Ideología- aún es posible establecer una diferenciación, o varias, entra lo que tradicionalmente se ha llamado izquierda y derecha –políticas, se entiende- . Quizás esta diferenciación no se pueda sustentar en un conjunto extendido de ideas –para tener ideas primero hay que pensar y eso es algo que no abunda demasiado- , pero si que, al menos a un nivel teórico o de conceptualización de la izquierda y la derecha, esta distinción es posible. Cosa distinta será que sea aplicable a la sociedad contemporánea o, más bien, a la mentalidad social contemporánea o que sea rastreable en los proyectos políticos más actuales. La afirmación de que ya no es posible establecer una distinción entre izquierda y derecha es una afirmación interesada de aquellos que solo tienen como objetivo la conquista del poder a toda costa y que, desde este objetivo, distorsionan y retuercen las ideas hasta hacerlas irreconocibles.

  La distinción entre izquierda y derecha que se va a intentar aquí, aunque creemos que clásica, no es económica. El desarrollo del sistema capitalista ha diluido la diferencia económica: si se entiende que la derecha es la defensa y el mantenimiento del sistema económico y la izquierda su transformación –que no su reforma- hoy en día no hay izquierda, sino tan solo derecha, y quien se empeñe en lo contrario o bien está engañando a la población o bien se está engañando a si mismo. De la misma manera, si no hay izquierda y derecha económica tampoco hay propiamente izquierda y derecha política al menos mientras la política siga siendo una actividad superestructural que se fundamente en la economía –que es, por otra parte, el deseo de la derecha económica-. La distinción que aquí se propone es una distinción social y, en tanto que social, puede consistir, y de hecho lo hace, la base de una diferenciación Política entre derecha e izquierda.

  La distinción que aquí se propone se basa en la aceptación o no de las pautas de la naturaleza como fundamento de los hechos y las relaciones sociales. O, lo que es lo mismo, en la consideración de que la naturaleza es en sí misma buena y sabia y la sociedad, por tanto, o bien es una continuación de ella o bien, si no lo es, debería de serlo, y por tanto hay que hacer todo lo posible para que así ocurra –y en eso se fundamente la acción política-. O bien, por el contrario, en considerar que la naturaleza no es buena ni sabia; en considerar que la naturaleza es tan solo naturaleza, no puede ser antropomorfizada y, por tanto, la función de la acción política debe ser corregir a nivel social aquello que naturalmente no funciona, o funciona mal. La primera postura, que será conservadora, se correspondería con la derecha, que tiende a perpetuar las desigualdades apoyándose en el hecho de que son naturales, y por tanto la sociedad no puede o no debe corregir aquello que la naturaleza ha hecho, lo que implica, dicho sea de paso, un fuerte contenido cristiano –o religioso en general- dando pie a una identificación –no spinoziana, por cierto- entre Dios, Naturaleza y orden social. Así, al naturalizar la sociedad, las desigualdades quedan legitimadas por la Naturaleza, se considera que no son desigualdades sociales, sino naturaleza, pues la sociedad imita a la naturaleza, que deben ser conservadas.

  La segunda postura se correspondería con la izquierda. La sociedad debe corregir las desigualdades, ya que no es una continuación de la naturaleza sino una construcción humana. De esta forma la izquierda no aboga por la conservación de las desigualdades, sino por su eliminación a partir de la más estricta igualdad de oportunidades. Lo cual no significa que todos los miembros de la sociedad deban ser iguales, puesto que, de hecho existen diferencias naturales. Lo que significa es que las diferencias naturales no pueden ser legitimadas socialmente, que no deben convertirse en obstáculos sociales, y que todos, sean cuales sean sus diferencias, deben partir de las mismas oportunidades sociales. A partir de aquí, el resto es cuestión de la responsabilidad y de la capacidad de los sujetos.

lunes, 22 de junio de 2015

Mi amo me manda



  La ventaja de ser un borrego es no tener que elegir. La ventaja de obedecer es no tener que pensar si lo que se elige es bueno o malo. La ventaja de contar con un referente moral absoluto es uno se ahorra el arduo proceso de decidir. De la misma forma que resulta muy conveniente en algunas ocasiones renunciar a ser un individuo para descargar la responsabilidad en la sociedad –y olvidarse que la sociedad no es más que una reunión de individuos- resulta también muy conveniente acudir a un referente moral que marque cuál deberá ser nuestro comportamiento en determinadas ocasiones. Se quita así uno de encima el engorroso problema de pensar, reflexionar, analizar e inclinarse por una opción. Mejor si nos lo dicen.

  Es sobre esta consideración de las ventajas de no tomar decisiones sobre la que se fundamentan todas las religiones. Desde el momento en que la curia de turno se autoproclama como intercesora de la divinidad ante los hombres e interpreta su voluntad, se convierte en la que decide lo que es bueno o malo, lo que hay que hacer o no hacer, pues es la voluntad del dios la que así lo ha decidido. El creyente no tiene más que seguir los dictados de la voluntad divina, acomodar su voluntad a la voluntad de dios –lo que en el fondo no es difícil, pues su propia voluntad comparte la esencia de la voluntad divina al haber sido creada por ella- y ceder así su capacidad de decisión a los portavoces de la divinidad. Con lo cual, de paso, se ahorran un esfuerzo. Las religiones, sobre todo el cristianismo –o especialmente el cristianismo- son al menos honestas en este aspecto. El creyente es una oveja y el conjunto de los creyentes es un rebaño que debe dejarse guiar por su pastor, que es el que sabe lo que le conviene a cada una de sus ovejas. Y las ovejas, los creyentes, aceptan alegremente esta situación, se autoconsideran ovejas de un rebaño y siguen las indicaciones de su pastor. 

  Sin embargo, la situación descrita no es propiedad exclusiva de la religión, sino que también se manifiesta a nivel social y, por tanto, a nivel político. Se postula así una noción absoluta de lo bueno, no como el objetivo metafísico último del comportamiento moral, sino como aquello que debemos hacer en nuestra vida cotidiana, en nuestras relaciones sociales, es decir, una noción de lo que es bueno como guía de acción que nos evita tener que elegir socialmente. Si el poder político marca el camino a seguir, decide lo que se debe exigir y esperar y hace crecer en los individuos la ilusión de pertenecer a un grupo superior de elegidos –lógicamente, en este caso, no autodenominado rebaño- en el cual todos siguen las mismas metas, la decisión individual queda abolida. Es más, queda incluso proscrita como peligrosa para la cohesión del grupo. Lo que debe primar son los ideales del grupo, no las ideas del individuo, que no debe tener otras que no sean las del grupo. Esto tampoco supone mayor problema para los miembros de ese grupo, a los que resulta más fácil seguir los ideales colectivos que fabricarse unos propios. Pensar supone no solo un esfuerzo, sino también una singularización, un destacarse, o desviarse del camino establecido, de tal manera que el aceptar el objetivo moral determinado por la élite política permite la identificación con los demás y evita el riesgo de ser considerado, o considerarse a uno mismo, diferente. Eso si, los ideales políticos determinados por los dirigentes serán defendidos por sus seguidores y partidarios como si fueran los suyos propios, que lo son, utilizando los mismos argumentos y las mismas consignas que el grupo dirigente ha desplegado para desarrollarlos. Habrá, pues, una apariencia de pensamiento, pero será el pensamiento de otro.

lunes, 15 de junio de 2015

Respeto y Ridículo




  Parece ser que lo único respetable son las creencias religiosas. O al menos es por lo único que se exige respeto. Quizás sea porque la incapacidad de demostrar su verdad –y una cierta mala conciencia del creyente, que sabe que no puede demostrar su verdad- deje la exigencia de respeto como la única salida posible de aquello que no tiene ninguna base intelectual o racional. Es curioso como una superstición -léase creencia religiosa- debe ser respetable, se exige su respetabilidad aun cuando no resulta determinable su verdad, y no se exige el mismo respeto por las verdades científicas. El creyente puede despreciar tranquilamente la verdad científica cuando no encaja con su creencia, pero exige respeto por su creencia cuando no encaja con la verdad científica. Con lo que el propio creyente se desenmascara. Aquello que es comprobable no necesita ser respetado, precisamente porque es comprobable. Solo puede exigir respetabilidad aquello que no puede comprobar. En ese caso tan respetable es creer que alguien ha muerto y resucitado como creer en hombrecitos minúsculos habitando en el interior de las paredes , tan respetable es creer en un ser superior que lo ha creado todo como creer en una serpiente emplumada que rige nuestros destinos. O como creer que la Tierra es plana. En realidad, cualquier cosa puede ser creída pero no cualquier cosa puede ser sabida. Puesto a respetar podríamos exigir respeto por todo, hasta por la más suprema estupidez, siempre y cuando tuviera el estatus de creencia religiosa. Por todo, excepto por las verdades científicas, aquellas que cualquiera puede declarar tranquilamente como falsas desde sus respetables creencias.
  Y es que, como se ha repetido hasta la saciedad, lo respetable no son las creencias, sino las personas. La insistencia en el respeto a las creencias religiosas no deja de ser una especie de mecanismo de defensa psicológica de aquel que considera que no aceptar su creencia significa no aceptarle a él, porque psicológicamente él mismo se ha anulado y se ha identificado con su creencia. Confunde el ámbito de lo privado con el ámbito de lo público, que es lo que tiende a hacer la religión. Yo no creo que la Tierra sea redonda o que exista la evolución: lo se. El ámbito del conocimiento es público –y no puede ser de otra manera si quiere ser conocimiento-, está abierto a todos, mientas que él ámbito de la fe, de la creencia, es privado. De ahí, tal vez, la exigencia de respeto. La desnudez, los sentimientos, cuando salen del campo de lo privado y se muestran públicamente resultan ridículo. O son arte. El arte es la superación de lo ridículo en la exposición pública de lo privado. Las creencias privadas, la religión, cuando se exponen públicamente resultan igualmente ridículas. A no ser que sean arte. Pero el arte religioso primero es arte y después religioso de la misma forma que la desnudez que se transforma en arte es primero arte y después desnudez. Una persona orando en público es ridícula, si el resto del público no ora, lógicamente. En un templo lo que prima es el campo privado de la religión, de la misma forma que una procesión pública es ridícula, además de una manifestación –pública- de la superstición. De ahí la necesidad de exigir respeto, de exigir a los demás que no se rían del ridículo. Y de ahí también la confusión interesada, la necesidad de confundir la ciencia con la creencia, lo público con lo privado: la conciencia del ridículo o, más bien, la necesidad de superar esa conciencia del ridículo negando a lo público, al conocimiento, a la ciencia, su propia posición. No respetándola.

lunes, 8 de junio de 2015

Ya no hay clase obrera



  Ya no hay “clase obrera”. Hay obreros, eso sí, individuos que, desde el momento en que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario entran en la rueda de la explotación y la alienación. Independientemente de la cuantía del salario, idea sobre la que insistiremos en un momento. Ahora bien, que esos individuos sean conscientes de su situación de explotación, que tangan conciencia de que constituyen una clase social dominada tanto en la infraestructura como en la superestructura: que posean, en última instancia, conciencia de clase, es otra cuestión. lo que constituye a la clase obrera, o más bien lo que constituye a los obreros como clase, es la conciencia de clase, frente a la burguesía que, como clase dominante exportadora de ideología no puede alcanzar dicha conciencia. Así, desde el momento en que no hay conciencia de clase, podemos afirmar que hay obreros –pues sin obreros no se sustentaría el sistema- pero no hay clase obrera.

  Que no hay conciencia de clase es algo fácil de comprobar cuando sea tiende a las reivindicaciones y exigencias de los obreros –reivindicaciones y exigencias justas en su mayoría, todo hay que decirlo-. Esas reclamaciones no inciden sobre la situación de explotación sistémica, sino que más bien van en la línea de recuperar un modo de vida y un estatus económico que tiene más que ver con el desarrollo del sistema y, por lo tano, que aquello que mantiene la explotación de los individuos. Es decir, no hay conciencia de clase porque los obreros lo que exigen es aquello que les mantiene en una situación de alienación y explotación, lo que los convierte en una clase dominada por una clase dominante. Así, se exigen subidas de salarios, trabajos dignos de acuerdo a la formación, acceso a los bienes de consumo y aumento del bienestar social y, en última instancia, el regreso a una situación económica en la que lo que primaban eran los derechos, valores y bienes burgueses, todo lo cual debería de darse, pero no acabará con la situación de explotación. Todos somos burgueses, no hay que avergonzarse de reconocerlo, pero, si todos lo somos, entonces no hay clase obrera.

  Los requerimientos que hacen algunas organizaciones de la nueva política en nombre de la clase obrera, pues, son falaces, puesto que la clase obrera no existe. . Son, o bien reivindicaciones burguesas de una pequeña burguesía arrollada por el desarrollo del sistema capitalista –pue eso es en lo que en definitiva ha devenido la clase obrera : todos somos pequeñoburgueses- o bien en exigencias para lo que tradicionalmente se ha denominado lumpen proletariado: aquellos sujetos que se sitúan en los ,márgenes del sistema, que no participan de él aunque, en cierta medida, se vean explotados por él: el sistema explota a todos-. Reivindicaciones estas ultimas que tienen que ver con alguna forma de parasitismo social –vivir del Estado- , aunque ese parasitismo haya sido fomentado por el propio estado. Y son esas reivindicaciones que tienen como objetos a esos grupos parásitos las que, o bien no se explican –pues hacerlo sería hacer ver al resto de los sujetos, que ya no son clase obrera, que han de ser sufragadas por el estado, es decir, por sus impuestos –o bien se justifican desde el sentimiento, que es algo que queda muy bien, pero que casa muy mal con la racionalidad política y la realidad social.

jueves, 21 de mayo de 2015

Sociedad de llorones



  Las lágrimas no ablandan a los verdugos, ni cambian la sociedad. Llorar no es un acto revolucionario y apelar a las lágrimas, a los sentimientos, en suma, como referente último de la acción política no es un acto político. Y no es un acto político porque no tiene incidencia en las relaciones sociales, tan solo afecta al individuo aislado o, mas bien, al sentimentalismo de los individuos aislados. Las relaciones humanas se establecen sobre la empatía (sea ello lo que sea), las relaciones sociales lo hacen sobre la razón. Las relaciones humanas son la base de la sociedad, pero no son la sociedad: hay que socializar las relaciones humanas normativizándolas, institucionalizándolas. Por eso el cambio social es el cambio de las normas e instituciones –de las relaciones sociales que constituyen a y se constituyen en las normas e instituciones- y no el cambio en la empatía o en la relación meramente humana. De hecho, las relaciones humanas pueden darse fuera de la sociedad -algunos, como Rousseau, pensaron que solo pueden darse fuera de la sociedad-. No se puede, entonces, apelar a los sentimientos individuales como pauta del cambio social. Los sentimientos individuales son religión, igual que las creencias individuales. Una acción política que se fundamente en el sentimiento, que se fundamente en los lloros, en las lágrimas, en los lloriqueos, en la apelación a los instintos de piedad o compasión, es una acción cristiana, pero no política. Al fin y al cabo el cristianismo siempre ha tenido una aspiración política que ha pretendido implementar entre las masas agitando los mismos sentimientos. Llorar, en realidad es muy fácil –el que no llora no mama, se suele decir-. Lo difícil es pensar.

  Que la acción política se está guiando cada vez más por el sentimiento y menos por la razón es algo comprobable cuando se observa que uno de los indicadores del desarrollo social es el grado de felicidad alcanzado por los miembros del grupo. La felicidad: el objetivo último de la moral cristiana frente, por ejemplo, al deber kantiano. La felicidad que en última instancia consiste en el conformismo. Cualquiera puede ser feliz si se conforma con lo que tiene o si tiene pensamientos positivos –el pensamiento es pensamiento, ni positivo ni negativo: el pensamiento positivo es ya sentimiento-. Así que la felicidad, en el fondo, no deja de ser un obstáculo para el desarrollo social, para el desarrollo de los individuos y sus relaciones sociales. Se insta a ser feliz, no libre, autónomo o responsable. Así, se insta a renunciar a aquello que nos hace infelices. Porque en el fondo se llora por lo perdido: por las vacaciones, el chalet o el último modelo de automóvil: lo que antes nos hacía felices ahora nos hace llorar. Y queremos recuperar nuestra felicidad. La nueva política nos llama a recuperar nuestra felicidad recuperando lo perdido o conformándonos, cristianamente, con lo que tenemos. No es de extrañar que se haya instituido un día internacional de la felicidad, pero no exista un día internacional de la Razón.

  ¿Qué acción política se puede basar en el sentimiento? Una acción dirigida por los puros deseos, sin atender racionalmente a si son conseguibles o no. Una acción política que no atiende a las condiciones objetivas reales sobre los que deben cumplimentarse esos deseos. Una acción política que invita a desear, pero no explicita las circunstancias que harán que esos deseos se satisfagan. Una acción política que, al huir de la racionalidad, huye también de la realidad. Así, la política fundada en el deseo es una política irreal. Una política evanescente que se impregna de la volatilidad del sentimiento. No es de extrañar, entonces, que sea una política de llorones, para una sociedad de llorones.

lunes, 18 de mayo de 2015

Masa social y responsabilidad individual



  Es bueno ser pueblo. Es bueno ser “El Pueblo”. Es bueno diluir la individualidad en la confusión de la masa, o ceder las notas definitorias y constitutivas del ser humano a una entelequia sin carga ontológica, a una hipostatización ideal. Y es bueno porque al dejar de ser individuo y devenir en “Pueblo”, la responsabilidad individual que exige de forma necesaria la consideración de uno mismo como sujeto libre y autónomo se diluye también. Es bueno ser pueblo porque es cómodo. Es cómodo que las acciones que uno realiza no sean suyas, producto de su libertad de elección, sino que estén marcadas y dirigidas, determinadas, por esa pertenencia substancial a una entidad trascendente y suprapersonal. Es el “Pueblo” el que actúa, no el individuo. Es más, es el “pueblo” el que marca las acciones del sujeto: el sujeto actúa como “Pueblo” y solo actúa en tanto en cuanto es “Pueblo”. Así, las consecuencias de las acciones individuales son atribuibles y atribuidas a una entidad superior. El Pueblo es el responsable, no el sujeto, que se difumina, se confunde y se desindividualiza en el “Pueblo”. Ni siquiera se puede decir “Yo soy el Pueblo” o que el Pueblo está formado por Yoes, porque no hay Yo. Sólo hay Pueblo.

  Ahora bien, cuando el sujeto cede su Yo al pueblo ocurren dos cosas, dos cosas que le niegan como ser humano. En primer lugar el sujeto, que ya es “Pueblo” deja de ser sujeto. Deja de ser un ente autónomo para pasar a formar parte del engranaje de la máquina: se convierte –voluntariamente, y eso es lo trágico- en una partícula de una masa, junto al resto de partículas de una masa. Así, es el propio sujeto el que propicia el surgimiento y el mantenimiento del totalitarismo: cuando el sujeto renuncia a su responsabilidad en aras del “Pueblo” está negando su autonomía, su libertad. Es el “miedo a la libertad” del que hablaba Fromm el que se pone en juego.

  En segundo lugar, cuando el sujeto renuncia a su responsabilidad, y a la libertad que lleva implícita, no puede por menos que renunciar también a su dignidad. Excepto en casos muy extremos –genocidios o esclavismo- no es el estado el que arrebata la dignidad a los sujetos, sino el sujeto el que se la entrega voluntariamente. El individuo es digno porque es responsable y es responsable porque es libre. Si uno renuncia a su responsabilidad -en un acto de lo que Sartre llamaba “mala fe”- está renunciando a su libertad. Un individuo que no se considera a sí mismo como individuo, sino que solo se reconoce como tal en tanto en cuanto forma parte de una masa ha perdido su dignidad. Porque la dignidad es la propia consideración, la propia conciencia de uno mismo como sujeto libre y autónomo, responsable de sus actos y, por lo tanto, digno. No tiene sentido, por tanto, exigir al estado dignidad desde la transformación en masa, porque no es el estado, sino esa masa en la que el sujeto ha devenido la que niega su dignidad. En las ejecuciones púbicas había más dignidad -en muchas ocasiones- en el acusado que en la masa que asistía al espectáculo. Sócrates al tomar la cicuta constituye el paradigma de la dignidad frente al estado ateniense, a la masa demagógica que lo ha condenado. Si, como decíamos al principio, es bueno ser Pueblo, es cómodo convertirse en masa, renunciar a la responsabilidad. Pero eso supone dejar de ser digno. Y acusar a otros de esa pérdida de dignidad lo único que supone es seguir renegando de la propia responsabilidad y, por ende, ser cada vez menos digno.

lunes, 11 de mayo de 2015

Saber pensar



  Resultan curiosos los esfuerzos que hace la nueva política por negar lo evidente: que se fundamenta en el sentimiento y no en la reflexión racional, que su éxito –bastante efímero, me temo- es debido a que moviliza más bien los instintos y los sentimientos más primarios de los individuos y no apela a su pensamiento. Basta comprobar el ruido que constantemente hacen para darse cuenta de ello. El ruido tiende a no dejar pensar, así que estar constantemente hablando –o gritando- sin parar es un obstáculo patente para el desarrollo de un pensamiento reflexivo. Y lo saben. Aún así, insisten en que sus posturas se fundamentan en la reflexión y la meditación.

  Pensar es una actividad natural humana. Descartes ya decía que su método se cimentaba en dos facultades naturales de la razón, la inducción y la deducción. Todo ser humano, por el solo hecho de serlo, piensa, o es capaz de pensar, al menos. Así que la política, la actividad humana por excelencia, necesariamente ha de estar guiada por el pensamiento: el ser humano es un ser social y racional. No hay que sorprenderse, pues, -pero tampoco presentarlo como un valor añadido- que la nueva política utilice argumentos racionales, o que apele a la razón de sus seguidores en particular y de la masa social en general. Así que habría que aceptar sin más que la nueva política y los nuevos políticos piensan si no fuera porque, cuando se analizan sus declaraciones y actuaciones, cuando se piensa –se induce y se deduce- sobre lo que hacen y lo que dicen se cae en la cuenta de que su supuesto pensamiento tiene como base la violación de las leyes básicas de ese mismo pensamiento. Es decir, si como seres humanos haciendo política que son hay que sobreentender que los nuevos políticos piensan, sus modos de actuación demuestran que no saben, o no quieren saber, pensar.

  Tres son los principios lógicos del pensamiento que continuamente viola el nuevo razonamiento político: el principio de no contradicción, el principio de identidad y el principio de tercero excluido, o “tertio excluso”. Se viola el principio de no contradicción cuando se piensa algo a la vez como existente y no existente o cuando se afirma y se niega a la vez la misma cosa, por ejemplo, cuando alguien dice que es y no es de izquierda. Se viola el principio de identidad cuando instancias, hechos o entidades idénticas se piensan como desiguales o cuando instancias, hechos o entidades diferentes se piensan como idénticas, por ejemplo, cuando se afirma que se violan los derechos humanos en España pero no en Venezuela, en el primer caso, o cuando se afirma que la situación de Europa en 2015 es igual a la de 1950 en el segundo. Podríamos multiplicar los ejemplos de violación del principio de identidad hasta el infinito, porque parece ser uno de los que más les cuesta asumir a la nueva política, lo cual resulta comprensible si se tiene en cuenta que su seña de identidad, o más bien el proyecto que quieren vender, es que son algo diferente de la vieja política. De ahí su empeño en negar la identidad de lo idéntico y en afirmar la identidad de lo no idéntico.

  Por último, el principio de tercero excluido se viola cuando se introduce un tercer término en un par de términos contrarios que se excluyen mutuamente (lo que se llama una disyunción excluyente) y que, por tanto, no admiten la posibilidad de un tercero, por ejemplo, cuando se afirma que no se es de izquierdas ni de derechas. Sino todo lo contrario.

jueves, 7 de mayo de 2015

Podemos o "Manolete si no sabes torear pa que te metes"



  Podemos ha empezado su andadura parlamentaria en territorio español alineándose con el PP para bloquear un gobierno de PSOE en Andalucía. Ahora me llamaran demagogo, pero es la pura verdad, o más bien el puro hecho. Si, claro , se me responderá, pero también Ciudadanos e IU lo han hecho y no se dice nada de ellos. De Ciudadanos es esperable, dentro de las premisas podemianas, pues es un partido de derechas más peligroso si cabe que el PP –no se han debido de dar cuenta, o lo han hecho pero prefieren no mentarlo demasiado, que Syriza ha pactado en Grecia con un partido de la derecha nacionalista (que viene a ser lo mismo que la ultraderecha)- e IU ya tiene experiencia en permitir gobiernos del PP, aunque en Extremadura fueron al menos más inteligentes y se abstuvieron: en Andalucía votan directamente no. Deben de pensar que con esta postura de fuerza y honestidad política sin par se va a olvidar que han sido socios de gobierno del PSOE, y que todos los escándalos de corrupción de la Junta de Andalucía son igualmente imputables a ellos, que formaban parte de ella. Pero Pablo Iglesias se ha hartado de decir –y yo me he hartado de escuchar -que su enemigo es el PP, porque ellos son los únicos que pueden plantarle cara, lo cual no casa muy bien con que, a la primera oportunidad, voten junto a ellos. También se puede aducir que el PSOE andaluz no acepta los 215 puntos de “sentido común” –nada menos- para las elecciones autonómicas con los que la dirección de Podemos nos ha regalado, aún teniendo en cuenta que las elecciones andaluzas fueron el 22 de marzo, lo cual supondría que Podemos concurrió a esos comicios sin programa. O quizás es que quieren reeditar la pinza que Julio Anguita –uno de sus últimos héroes y referentes (antes lo fue Jorge Verstrynge)- estableció con José María Aznar frente al gobierno de Felipe González -que ahora se ha convertido en el malo malísimo por intentar defender a un preso político venezolano: a quien se le ocurre, que lo fusilen, a él y al preso político- olvidando, o quizás no sabiendo, que todo es posible, que ese gallardo gesto costó a IU no volver a recuperar la posición política que había ocupado hasta entonces y quedar convertida en una fuerza marginal. Y hablando de IU, a lo mejor lo que pretende Podemos es emular su único éxito hasta ahora, que ha sido dinamitar a IU de Madrid y de paso a toda la organización nacional –que ahí sigue, con el infiltrado Garzón al frente (y quién piense que no es un infiltrado que se acuerde de la amiga Tania Sánchez) –dinamitando también al PSOE.

  Yo lo que pienso, en realidad, es que hay mucha diferencia entre ser profesor de Ciencia Política y ser un político, que la política es mucho más que la teoría política y que Podemos, simplemente, no sabe lo que está haciendo. No sabe que bloquear la gobernabilidad de Andalucía puede suponer unas nuevas elecciones y que unas nuevas elecciones es lo que está esperando el PP –de ahí que el señor Moreno Bonilla no pare de pedirlas una y otra vez-. Porque el repetir una elecciones es signo de inestabilidad política, y los ciudadanos, ante esa sensación, van a votar a aquellos que en el imaginario colectivo dan la impresión de ofrecer estabilidad y orden. Y esos, son el PP. Esto ya pasó en su momento en Madrid. Parece que toda la inteligencia que desplegaron los líderes de Podemos y que tanto les han alabado los medios para saber ocupar un espacio político –un espacio político que ya estaba ocupado, por cierto, y que ellos despejaron a codazos- les ha faltado cuando han tendido que enfrentarse a la política real y no a la de las aulas de la Universidad. Aunque yo, la verdad, nunca les he vista la inteligencia por ningún sitio –sí la capacidad de manipulación- como, por otro lado, tampoco se la he visto a ese otro gran genio político que parece ser Esperanza Aguirre. En fin, y para terminar, si que me gustaría saber si en una situación similar a la de Andalucía, un PSOE ganador pero con un margen estrecho, en Madrid o en Valencia, Podemos tomaría la misma postura, se alienaría con el PP e impediría el gobierno de un partido distinto a este último. Y es que cuando uno sale al ruedo de la política real hay que mojarse el culo, y además saber mojárselo. Y si no se sabe torear lo mejor es no meterse.

lunes, 4 de mayo de 2015

Nosotros, los otros y la gente



  El individuo se construye como tal en contraposición con los otros. El sujeto solo se reconoce a sí mismo como sujeto, como él mismo, cuando toma conciencia de que es algo distinto de los otros, de que está separado de ellos, de que es independiente de los demás. El Yo es un yo que no es un tú, que no es el otro, y eso es lo que le hace ser yo. Esta distancia con respecto del otro, esta configuración del sujeto como algo distinto de aquello que no es él, lejos de ser un elemento desocializador es, por el contrario, lo que le hace ser social. Aquello que individualiza al sujeto es, al mismo tiempo, lo que le acerca a los otros. Porque si el sujeto es sujeto en tanto que no es objeto, si es yo en tanto que no es el otro, eso supone que necesita al otro para ser yo. Si el sujeto toma conciencia de su distanciamiento del otro, es la existencia del otro, y la relación que supone la toma de conciencia de ese distanciamiento, lo que le hace ser sujeto. Eso, y no otra cosa, es la sociedad. Un conjunto de individuos que se constituyen como tales en su relación con los demás, que solo son sujetos en tanto en cuanto se relacionan con aquellos que no son ellos. De esta forma, si se anula al sujeto, si se elimina el elemento individualizador, si se identifica al sujeto con los demás que no son él, si no existe la diferencia, la conciencia de no ser el otro, si se eliminan, por tanto, las relaciones que se fundan en la autonomía de los sujetos, la sociedad deja de existir. Si no hay sujeto y no hay otros no hay sociedad, hay tan solo masa. 

  Esta anulación del individuo, esta fusión de todos los individuos en uno solo tiene varias maneras de presentarse. Tendemos a pensar que la forma de liquidar la individualidad del otro es despersonalizarle, deshumanizarle, convertirlo en algo que ya no es sujeto,, que ya no es individuo, en algo que es prescindible. Tendemos a pensar que el sujeto solo se elimina en el “ellos”. Sin embargo, la forma más corriente de desindividualizar –y por tanto de desocializar- es el “nosotros”. No identificar a los demás como una masa distinta de nosotros, sino en considerarnos a nosotros mismos como parte de una masa distinta de los demás. El sujeto, más que en el “ellos” , se anula en el nosotros. Cuando el individuo se identifica con un grupo, cuando voluntariamente forma parte de una masa en la que se diluye, de una masa de la que ya no se diferencia, deja de ser un sujeto. Declina voluntariamente de su diferenciación con respecto a los otros y por lo tanto de su propia individualidad, de su propio yo, de su propia responsabilidad como individuo y como persona. Deja de ser él mismo, deja de ser sujeto. Y destruye así sus relaciones sociales: destruye, en su propia autodestrucción como sujeto, a la sociedad de la que supuestamente ha pasado a formar parte al renegar de su yo. El sujeto que es un nosotros pierde su dignidad como persona porque la dignidad es individual, y solo como una dignidad que se enfrenta a otras dignidades es como se construye una sociedad: la sociedad es un enfrentamiento entre dignidades. No existe, así, la Dignidad.

  La Gente es lo contrario del individuo: la Gente es el individuo que ha decidido dejar de serlo y ha renunciado así a su relación social. La mejor forma de destruir la libertad del sujeto es convertirlo en Gente, en intercambiar su libertad individual (y su responsabilidad y su dignidad) por la libertad (y la responsabilidad y la dignidad) de la Gente. Yo no soy Gente, yo no soy Pueblo. Yo soy un yo enfrentado a un tú, a un nosotros y en ese enfrentamiento me desarrollo como yo, a la vez que el tú se desarrolla como tú. Y en ese movimiento se configura la sociedad.

lunes, 27 de abril de 2015

Política sin polis



  La última novedad consiste en hacer política en Internet. Y las nuevas formaciones lanzan esta idea como la base de la enésima revolución, como aquello que cambiará radicalmente la estructura social y permitirá un nuevo contrato, una nueva asamblea original bajo el paraguas de la red. Internet asegura la participación plena -que no la formación- de toda la ciudadanía en el quehacer político, lo cual dará a la democracia toda su significación. Las viejas críticas sobre el sistema asambleario, su falta de sentido práctico, la imposibilidad de llevarlo a cabo en grupos sociales excesivamente amplios, su incapacidad para resolver problemas en sociedades cada vez más complejas, desaparecen ante la sombra omniabarcante de la conexión telemática. Internet asegura la comunicación, la conexión entre todos los individuos y permite su participación en la asamblea sin moverse de casa. Como dijo un ilustre representante de la nueva política, “una mujer podrá votar mientras está con sus hijos en el parque” –nunca entenderé por qué no un hombre, dicho sea de paso: el machismo no entiende de novedades-. En suma, la política a través de la red será capaz de eliminar las diferencias sociales y situará a todos los ciudadanos en un plano de igualdad. 

  Permítaseme opinar que considero esta última afirmación –y por ende todas las anteriores- como radicalmente falsa. La política a través de Internet lo único que puede hacer es generar una nueva élite, no eliminar las ya existentes. Por dos razones muy simples, que supongo que a los demagogos de las nuevas tecnologías no les interesa airear: en primer lugar, no todo el mundo tiene acceso a la red; en segundo lugar, no todo el mundo está tecnológicamente preparado para manejarla. Estas dos razones son tan obvias que no necesitan explicación ni desarrollo ulterior, pero demuestran bien a las claras que solo aquéllos que tengan medios –medios económicos, por supuesto- para poder acceder a Internet, y solo aquéllos que, además, sepan como utilizar las plataformas de debate y votación –dando por hecho que ya saben navegar por la red- podrán participar en la nueva política. Una nueva clase que aventura, más que una revolución, la jerarquización de la sociedad no ya en clases sociales, sino en clases digitales. Una nueva vanguardia del proletariado tecnificada.

  Pero, además, esta nueva política se hará fuera de la polis: será una política sin polis, es decir, no será política. Y es que la polis no es otra cosa que las relaciones que se establecen entre los ciudadanos: la polis está formada por ciudadanos que se constituyen como tales en tanto en cuanto entran en relación con otros ciudadanos. Quizás para saber esto haya que haber leído más a los griegos y menos a Foucault. No se pueden establecer relaciones entre ciudadanos cuando no hay ciudadanos. La gran falla de la política por Internet no es que no establezca relaciones, sino que estas relaciones no son sociales, porque no se dan entre individuos. Se dan entre algoritmos, entre alias, entre máquinas, pero no entre sujetos. Basta conocer que casi el 93% de la información que un individuo transmite es lenguaje no verbal para comprender la verdad de esta afirmación. Pero se puede argüir otra razón, más fundamentante. El sujeto es la conciencia de la propia existencia frente a otro. Es el otro el que convierte a uno en sujeto –la vieja dialéctica hegeliana-. Si no hay otro no hay sujeto. Y en el hecho de debatir frente a una pantalla de ordenador no hay otro, hay tan sólo un sí mismo que lanza impulsos electromagnéticos a través de un teclado. Hay un mensaje escrito que, como el mensaje en una botella, no es mensaje si el otro no lo lee. El otro no es el otro porque no está frente a uno mismo, oponiéndosele y configurándole como sujeto, sino atrincherado tras su pantalla. No está en ningún lado –es u-tópico-. La polis ha dejado de ser polis. Será polis virtual o post-polis, que suena muy post-moderno. Y desde la polis virtual solo se puede hacer política virtual.

jueves, 16 de abril de 2015

Política neobarroca



  El arte barroco surgió a finales del siglo XVI y principios del XVII como una reacción frente a la Reforma protestante. Se trataba de atraer a la gente a las iglesias católicas, de retener a los fieles en el culto romano y alejarles de los templos protestantes. Ideológicamente, y de ahí la necesidad de retener a la plebe, el protestantismo resultaba mucho más atractivo para el pueblo llano, con su condena de la riqueza y su idea de que todo individuo está predestinado a salvarse o condenarse independientemente de su clase social o de su fortuna personal. En un siglo de guerras y de la consiguiente miseria que éstas acarrean, en una época de hambrunas y pobreza era lógico que el mensaje protestante calara muy hondo entre los más desfavorecidos. La solución papista consistió en adornar al máximo los templos, en convertirlos en espectáculos de forma y de color que dejaran epatados a los que los contemplaban. La gentes se acercarían a los templos, no ya con el miedo con el que lo hacían a las catedrales góticas –con su distribución del espacio socialmente configurada- , sino con la ilusión y el deseo del que asistía a una representación artística. El mensaje era lo de menos, de lo que se trataba era de exponer la forma, de tal manera que el arte barroco, bien ofrece grandes ornamentaciones vacías de contenido, bien introduce por los ojos la antigua doctrina romana, esa doctrina que los pastores protestantes se empeñaban en desacreditar con sus sermones acerca del temor de Dios y la certeza e inevitabilidad de la muerte. El protestantismo resulta feo, oscuro, agobiante y es ahí donde el barroco da la batalla ofreciendo belleza, luz espectáculo, aunque el mensaje sea exiguo o inexistente.

  Frente a los voceros de un nuevo fin del mundo, frente a los agoreros del nuevo Armagedón, la política actual se presenta como un Baroco renacido, como un impulso neobarroco por arrimar el ascua a la sardina del afán de poder de cada uno. Así, surge la política como espectáculo de masas, asambleas que tienen como objetivo convencer y adoctrinar, generar nuevos creyentes que eleven al predicador de turno a los altares del poder. El discurso neobarroco es puro ornamento, puro alambique, sin contenido real. No tiene como objetivo exportar o extender una ideología política, quizás porque, como se afirma sin rubor, ya no hay ideologías políticas. Su único objetivo es crear prosélitos, masas que sigan a los nuevos apóstoles sin plantearse siquiera el camino por el que transitan. Porque realmente no siguen ninguno. No hay camino porque no hay meta, no hay contenido, solo hay adornos en un discurso vacío. O quizás si que haya una meta como la había para los obispos del XVII: la mera y simple ocupación del poder por aquellos que lanzan el discurso neobarroco, sin tener nada con lo que llenar ese poder, excepto sus propios cuerpos físicos. De ahí que, como en el arte barroco, la política neobarroca apele a los sentimientos, a la capacidad de asombro de los sujetos, manipule su visión del mundo, su punto de vista de la realidad, su capacidad de empatizar con los demás, como hacían las geometrías imposibles de Escher –ese gran barroco tardío- o los trampantojos de los pintores del XVII. Sujetos manipulados por un discurso vacío que convierte a los que lo enuncian en nuevos Jesucristos, nuevos Mesías a los que seguir ciegamente, aunque no sepan dónde van.

lunes, 13 de abril de 2015

La historia como ideología



“La Historia la escriben los vencedores”. Una frase muy bonita pero, como casi todas las frases bonitas, también falsa o, al menos, no del todo verdadera. En realidad, la historia la escriben los historiadores o, más bien, los historiadores narran los hechos de la Historia: a esta narración de los hechos de la Historia es a lo que se llama historia. Así, la Historia se escribe ella misma. La Historia es el desarrollo, la sucesión de los acontecimientos que constituyen la construcción, social y cultural, de los seres humanos. La Historia es ajena al historiador, no a los sujetos que la protagonizan, y por tanto no se puede falsear. Se puede falsear la historia, se puede ofrecer una narración falsa de la Historia. Pero también se puede dar una narración verdadera, que se contraponga a la falsa, si es que se es capaz de determinar cuál es la Historia si el único elemento que tenemos para determinarlo es la historia. Es así como la Historia, y no la historia, se convierte en ideología –la historia lo es desde siempre, en realidad-. Deviene, de puro fluir de los acontecimientos en interpretación de esos acontecimientos, interpretación determinada por intereses ideológicos o políticos. La Historia convertida en historia, confundida, transmutada o transformada en historia es lo que la convierte en ideológica. Pero, precisamente por ello, deja de ser Historia. Es en este sentido en el que se puede afirmar que la historia la escriben los vencedores. Cuando los vencedores consideran que la Historia es su historia, cuando metamorfosean el devenir histórico en su propia interpretación de ese devenir. Claro que en ese caso los perdedores no tienen historia, porque esa transubstanciación que realizan los vencedores les deja fuera de la Historia. La Historia la escriben los vencedores porque los perdedores no pertenecen a la Historia y, en ese sentido, la bonita frase tampoco resulta verdadera. Solo hay una Historia: la de los vencedores.

Hay dos formas de entender la Historia desde los propios intereses, de ideologizarla. Y las dos parten de la misma perversión histórica: no considerar, o no querer considerar a la Historia como lo que es: un devenir continuo, una sucesión de acontecimientos que no se repite y que, ni justifica el presente ni actualiza el pasado. La primera de estas formas consiste en bloquear la Historia, en convertir a los sujetos históricos en sujetos trascendentes y considerar que un momento histórico tiene valor absoluto en cualquier otro momento de la Historia. Así, un sujeto histórico se ve condenado por su pasado a repetirlo eternamente, a cumplir siempre el mismo papel en la Historia. Se puede justificar así el ataque presente o futuro a ese sujeto por el papel histórico que jugó en el pasado. Lo que se demuestra aquí es una carencia de sentido histórico, de conciencia histórica. Se niega el devenir para afirmar un momento concreto desgajado de su desarrollo.

La otra consiste en traer momentos del pasado histórico al presente, de trasladarlos forzando el ritmo histórico del pasado al presente y, así, justificar con ellos el presente. En este caso se olvida que la Historia es Historia, que los momentos pasados son por ello pasados y que, si bien es posible que la base de algunos acontecimientos se repita, el acontecimiento mismo es irrepetible. Que es posible que la Historia se repita siempre dos veces, si, pero una como tragedia y otra como comedia –que es lo que suele olvidar del aforismo de Marx- y que el presente histórico solo se justifica por sí mismo, por su contenido histórico, es decir, por la carga de transformación que contenga. Y que si se vuelve al pasado una y otra vez esa carga de transformación se anula en una contemplación inútil de la Historia.

jueves, 9 de abril de 2015

Dudas



  Admiraría a todos aquellos que no albergan ninguna duda en su mente y que dirigen su acción con el paso firme que les permite esta ausencia de duda si no fuera porque ello supondría admirar a más del 90 por ciento de la población, algo que supera con mucho mi capacidad de admiración. De hecho, no creo que se pueda admirar a más de dos o tres persona en una vida. Digo que admiraría a estas personas porque yo, cada vez más, me encuentro sumido en un mar de dudas. Dudas que provienen, quizás, de mi formación intelectual, de mis lecturas de Descartes, Hume o Kant, que nos vienen a decir que es conveniente mantener un moderado escepticismo con respecto a la realidad que se sitúa fuera del sujeto porque, realmente, no poseemos ningún dato fuera de nuestra conciencia que nos permita afirmar que conocemos esa realidad tal y como es, no podemos asegurar que nuestras representaciones de la realidad se correspondan exactamente con una supuesta realidad existente más allá de ellas. Esto me lleva a pensar que el que no duda de esa realidad externa a él- y que, en tanto en cuanto somos seres humanos, seres sociales, es también realidad social- es porque posee algún mecanismo que le permite afirmar que la realidad es tal y como él la piensa o, más bien, tal y como la piensan aquéllos que han hecho nacer en él sus pensamientos acerca de lo real. Desconozco cuál pueda ser ese mecanismo y de ahí mi duda creciente.

  Por otro lado, también es posible que mis dudas surjan del ruido mediático con el que cada vez más me encuentro, o nos encontramos. Ruido mediático que se ve amplificado por las redes sociales y las tecnologías de la información. Reconozco mi incapacidad para discernir cuál de todos los mensajes contradictorios que me bombardean desde una multitud de canales es el que se corresponde con la verdad y cuáles los que no y admiro, como decía al principio, la capacidad de mis conciudadanos para efectuar de una vez y para siempre esa determinación. Yo solo cuento con mi capacidad de análisis y de reflexión para intentar desvelar la verdad oculta en cada uno de los mensajes. Supongo que será el uso y el abuso de esta capacidad –la “funesta manía de pensar”- lo que me llena de dudas.

  Un niño pequeño no duda, porque lo ignora todo. Un adolescente tampoco duda, porque cree que lo sabe todo –todos hemos sido adolescentes- aunque en realidad lo ignore casi todo. Quizás lo que ocurra es que la sociedad esté psicológicamente infantilizada, adolescentizada, y de ahí su ausencia de dudas –y otras cosas como los lloriqueos cuando no todo sale como esperan- y cree que sabe más de lo que realmente sabe. Uno puede pensar, y es lo que tienden a pensar los adolescentes, que la realidad es maleable y se puede adaptar a sus deseos y aspiraciones o, más bien, que se debe de adaptar a sus deseos y aspiraciones. Eso si, en el momento en que se ha conseguido que se adapte entonces ha de ser fijada, secada, convertida en realidad inamovible e identificada con la verdad. Tal vez el que no duda no lo hace porque ha decidido escuchar tan sólo lo que quiere oír, y desprecia como falso aquello que no se adapta a su visión del mundo. Lo sabe así todo sobre su mundo, y no le caben dudas. Se construye una realidad a su medida, apoyada en la selección de mensajes que la constituyen y rechaza cualquier reflexión posterior. No es necesario, puesto que ya conoce toda la realidad –no una representación de ella- y no le caben dudas con respecto, no a su conocimiento, sino a la realidad en sí. Pero, aunque la duda de Descartes fuera tramposa, implicaba una verdad –algo sobre lo que no dudo-. La duda es pensamiento. El que duda piensa y el que no duda, para su desgracia, tampoco piensa demasiado.

lunes, 6 de abril de 2015

Solo hay individuos



  Alemania son los alemanes. Y Grecia, Portugal o España son los griegos, los portugueses o los españoles. Alemania no existe, tan solo existen los alemanes, de la misma forma que solo existen los griegos, los portugueses o los españoles. Es más, Alemania o Grecia o Portugal o España no son más que nombres que se utilizan para designar un territorio –histórico, por lo demás; que puede variar y de hecho ha variado a lo largo del tiempo- que engloba a todos los que habitan en él, tengan o no tengan una cédula de nacionalidad. Eso no quiere decir que no haya alemanes, o griegos, o portugueses o españoles: quiere decir que la designación del nombre del territorio no tiene necesariamente que coincidir con los que poseen la nacionalidad homóloga. El porqué se utiliza el nombre del territorio para designar a sus habitantes, el porqué se hipostatiza a éstos, se les desindividualiza en aras de una entidad superior, que cobra vida sobre ellos y, muchas veces, a pesar de ellos es la pregunta que habría que responder para entender, quizás, mucho mejor muchas de las cosas que ocurren. Situar el nombre por encima del individuo sirve para particularizar al enemigo, al otro, a aquel que hay que estigmatizar. Qué duda cabe que resulta mucho más fácil señalar a una sola entidad –los judíos. Alemania- que a una multitud de individuos concretos, incluso históricos. Cuando se dice “Alemania”, no se dice “todos los alemanes”, mucho menos “todos los que habitan en el territorio designado por el nombre Alemania”: se dice una entidad supraindividual y suprahistórica, en la que se engloban todos los alemanes de todos los tiempos. Alemania es la culpable, Grecia es la irresponsable. No los alemanes o los griegos, porque se sabe que en el fondo ni unos son culpables ni otros responsables.

  Pero la hipostatización también sirve al nacionalismo, a la consideración de un espíritu nacional que se identifica con el nombre del territorio. Se consigue así diluir la responsabilidad individual: nadie es culpable, nadie es responsable de sus propios actos, porque la responsable es Alemania –o Grecia, o Portugal, o España-. O, también, nadie es responsable de sus actos porque la responsable es la sociedad –otra hipostatización-. Pero como todos somos miembros de la sociedad, todos reclamamos los derechos que nos corresponden por serlo –los derechos son individuales- aunque los deberes, o la responsabilidad, corresponda a la sociedad -los deberes son sociales, la responsabilidad es colectiva-. La sociedad –o Alemania- se convierte así en el chivo expiatorio sobre el que cargar todas las culpas, para luego ser sacrificado en el altar del derecho individual, falso sacrificio y falso altar porque el nombre, siempre, al final, reclama su precio y es el individuo, los individuos, los que acaban sacrificados en aras de la Patria –otro nombre, al fin y al cabo-. 

  Y es que, a la postre, solo hay individuos. Individuos a los que la hipostatización desindividualizadora no ha eliminado, al contrario, ha agudizado su egoísmo. Individuos que, cuando es su propio bienestar, su propio beneficio lo que se ve amenazado van a reclamarlo aunque eso perjudique al resto de los individuos, que también van a mirar por sí mismos. Cuando nos tocan la moral –en su más amplio sentido- ya no somos alemanes, o griegos, o portugueses o españoles, sino sujetos individuales que vamos a reivindicarnos a nosotros mismos por encima de todo, sin importarnos los demás ni las consecuencias que nuestros actos tienen sobre ellos. Y es que, tal vez, de tanto hablar de Sociedad se nos ha olvidado, si es que alguna vez lo supimos, lo que es la sociedad

jueves, 2 de abril de 2015

La política como parloteo



La política ha devenido en puro parloteo, puro hablar sin decir nada. Tanto dentro como fuera de los Parlamentos –donde se “parla”, se habla, se utiliza la palabra para hacer política- el lenguaje político es un mero articular sonidos vacíos de contenido. Parloteo, pues, como el de los programas del corazón, donde ahora tienen también cabida los políticos, que van allí a parlotear. O como los programas de supuesto debate político, donde en vez de debatir se parlotea, y por ello se parecen cada vez más a los programas del corazón. Parloteo que ya resulta aburrido: cháchara insustancial. Un parloteo que entre los lideres políticos, entre los jefes de las organizaciones degenera en un diálogo de sordos, donde cada uno se complace en escucharse a sí mismo, en escuchar su parloteo, y en no escuchar a los demás, la base del diálogo y de la política desde Platón. Y un parloteo que entre los seguidores de los líderes, entre los militantes y simpatizantes –que cada vez se asemejan más a los miembros de una secta- se convierte en el parloteo de los loros, en un repetir y repetir consignas hasta el hastío sin entenderlas, sin buscar en ellas nada más allá de la cacofonía, o de la seguridad que da el coro que repite un mantra vacuo. Un parloteo, por tanto, que no va más allá del propio lenguaje, que no tiene una traslación directa a la realidad en la que supuestamente se sustenta, porque ha perdido toda relación con esa realidad, si es que alguna vez la tuvo. Destrucción de la política como discurso, como lenguaje transformador de la realidad, como praxis que se determina en un mundo ahora ya totalmente ajeno al lenguaje.

Parloteo que se recubre de un aura de trascendencia, de majestuosidad, cuando recurre a palabras grandilocuentes, palabras supuestamente cargadas de contenido, pero que en el fondo no son más que significantes vacíos, o más bien el discurso en el que incardinan no es más que parloteo porque siempre han sido significantes vacíos. Palabras como “Pueblo”, como “Patria”. ¿Qué es el “pueblo”?. El “pueblo” no es nada, el “Pueblo” no existe. No es más que una palabra que se sustenta sobre el “Espíritu del Pueblo” –el Volkgeist- que a su vez no es más que otro referente del parloteo. Unidad popular, alianza popular, partido popular: todo es popular, así que nada es popular. La esencia de la popularidad no está en ella, sino en lo que lleva delante: la unidad, la alianza, el partido, es decir, en el parloteo. El pueblo es la gente, se dirá. ¿Y qué es la gente?. Es masa indiferenciada. La masa que asiste extasiada al espectáculo del parloteo. Los sujetos, los individuos, no son gente. El sujeto es una conciencia propia y, por eso mismo, dueño de un lenguaje con contenido, de un lenguaje que no es parloteo porque tiene una referencia en él mismo y en la realidad que construye a su alrededor. Un lenguaje que comunica con otros sujetos y mediante el que se comunica con otros sujetos. Eso es la política: el diálogo entre los individuos que constituyen la polis, el lenguaje que fundamenta las relaciones sociales y que significa y da sentido a esas relaciones sociales. El lenguaje que constituye la sociedad y la transforma, poniendo en relación, en comunicación, a los individuos, constituyendo una red de sujetos autónomos que no es pueblo, ni gente, ni masa, porque cada uno tiene conciencia de sí mismo y de su lenguaje. Ese es el lenguaje de la política, y no el parloteo.

lunes, 30 de marzo de 2015

Información y comunicación / y 2



  En el texto anterior se expuso la idea de que internet e información no tienen por qué ser necesariamente términos sinónimos. La pregunta que consecuentemente surge es por qué en internet se produce ese vacío de información cuando, uno de los objetivos de la red es la transmisión global de información: las autopistas de la información.

  Para responder a esta cuestión se me ocurren al menos dos hipótesis, las cuales no tienen por que ser necesariamente excluyentes. La primera es que internet es –o se ha convertido- en un medio de comunicación de masas. En este sentido podríamos aplicarle la crítica que Adorno y otros pensadores de la Escuela de Frankfurt realizan a la cultura de masas. En tanto en cuanto la cultura ya no sirve como instrumento de humanización, sino que deviene en vehículo para el entretenimiento de las masas, en algo con lo que ocupar su ocio, deja de cumplir con su función, deja de ser cultura. Por eso, la cultura de masas no humaniza, sino que barbariza: es una manifestación de la barbarie. Una crítica similar, decíamos, puede servir como respuesta a la pregunta de por qué internet ha dejado de ser un canal de información. Desde el momento en que se convierte en una herramienta para el entretenimiento de las masas deja de cumplir con su función originaria de información. Internet hoy es desde un gran almacén donde se puede comprar de todo hasta una plataforma donde cualquiera puede volcar sus frustraciones, su rabia, sus sentimientos más o menos cursis o sus insultos, oculto en el anonimato de la red. Internet son las redes sociales –o este blog-. Así, deja de ser instrumento de información pues ésta queda aplastada por todo aquello que no es información.

  La segunda hipótesis es que exista un interés desde ciertos estamentos para que internet no ofrezca información. El conocimiento, la información, es poder, y resulta mucho más inteligente sobresaturar la red, llenarla de ruido, ocultar la información, que censurarla. El contenido masivo de internet –y es en este sentido en el que las dos hipótesis consideradas están relacionadas- hace que la información relevante se diluya. Es muy difícil determinar qué unidades de información son ciertas cuando existe una multitud de ellas que se contradice. Así, la manera de obtener información relevante en la red se sitúa fuera de la red: depende o bien de elementos ajenos a ésta que el usuario pueda utilizar como modelos de unificación y contrastación de la información que recibe o bien de los conocimientos previos del propio sujeto. De esta forma, si el sujeto no posee un modelo de verificación externa, o los conocimientos previos necesarios, internet se convierte más bien en un canal de desinformación, puesto que va a generar en el individuo conocimientos confusos en el mejor de los casos y equivocados en el peor que, posteriormente, serán utilizados como instrumento de contrastación de nuevas informaciones recibidas por el mismo medio. El resultado será una confusión cada vez mayor y sujetos cada vez más desinformados. Ya se han hecho comunes los bulos en internet. Cuando la única forma de contrarrestarlos sea acudir al propio internet, donde esos bulos se habrán vuelto virales, acabarán pasando por informaciones verdaderas. Y si, como se decía, el conocimiento es poder, los individuos desinformados son el ideal inofensivo que el poder demanda.

viernes, 27 de marzo de 2015

Información y comunicación / 1



  Recientemente ha visto la luz un estudio que asegura que tan solo el 2% de los adolescentes de 13 años es capaz de distinguir la información importante en internet. Lo primero que se viene a la mente es la tentación de cargar la responsabilidad, bien sobre los adolescentes –que algo de responsabilidad tienen-, bien sobre sus mentores –que algo de responsabilidad tienen-, pero a nadie, en principio, se le ocurre cargar la responsabilidad sobre Internet. Es una herramienta neutra, se dirá; es tan solo un instrumento que hay que saber utilizar, se argumentará; la información está ahí, solo hay que saber buscarla, se espetará. ¿Son acertadas estas respuestas?. En mi opinión, no -como tampoco es acertado decir, como demuestra el informe aludido, que las nuevas generaciones, nativos digitales, están mejor preparadas que las antiguas en el uso y comprensión de las nuevas tecnologías: un nuevo mito que ha caído-. Quizás si los adolescentes de 13 años de 21 países son incapaces de encontrar información relevante en internet sea porque en internet cada vez hay menos información relevante. No me parece muy descabellada esta afirmación cuando medio mundo está intentando averiguar si un vestido es blanco y dorado o azul y negro. Quizás si en vez de mirar embobados el vestido de marras hicieran una simple búsqueda sobre las Leyes de la Percepción, o sobre la forma en que el ojo humano capta y el cerebro procesa las longitudes de onda el problema estaría solucionado. O no. Puede ocurrir que los primeros cien resultados de la búsqueda sean imágenes del dichoso vestido y uno tenga que dejarse los ojos ante la pantalla para encontrar una información relevante. Lo que parece que este y otros ejemplos indican es que internet se ha convertido, y cada vez más, en algo trivial. En un juego –o más bien un juguete- de niños. Parece ser que la información hay que buscarla cada día más en los rincones escondidos de la web. O tampoco. Los múltiples canales de información que pueblan internet, escritos por supuestos periodistas –o por diletantes aficionados- carecen de la misma falta de credibilidad –si no mayor- que los medios tradicionales. ¿Quién es capaz de asegurar que lo que dice un medio digital es cierto y no está determinado por los mismos intereses que un medio tradicional, cuando no por la paranoia, o la “conspiranoia”, de su autor?. Entiendo que acudir a medios informativos que se sitúan en los márgenes del sistema y que utilizan medios telemáticos que les rodean de un aura de democratismo que no tienen los medios tradicionales considerados elitistas –también la imprenta, en su momento, supuso una universalización del conocimiento del mismo tipo- puede resultar atractivo. Pero eso no asegura su veracidad.

  La información independiente no existe, ni dentro ni fuera de internet y, en caso de existir, lo haría tanto dentro como fuera de internet, si la independencia de esa información supone que ésta está libre de interferencias ajenas a la propia información que se quiere transmitir. Es más, posiblemente estas interferencias puedan resultar mayores en los medios digitales que en los tradicionales, pues si bien a éstos los pueden determinar las cifras de ventas o los intereses económicos de los conglomerados empresariales que los editan, el señor o señores que lanzan un medio informativo digital pueden estar movidos –si dejamos aparte los obvios intereses ideológicos- por algo tan humano como el afán de notoriedad, los ingresos económicos provenientes de la publicidad inserta en ellos o el tener muchos seguidores en las redes sociales.

martes, 24 de marzo de 2015

Proyectos políticos




  Es de suponer que una organización política debe contar con un proyecto político que determine cuáles son sus señas de identidad políticas. Un proyecto político no es un programa electoral, aunque lo que las organizaciones suelen dar a conocer es su programa electoral, o más bien un resumen mínimo del mismo. Más bien, el programa electoral se sustenta o debería de sustentarse sobre el proyecto político, aunque también hay grupos políticos que elaboran sus programas al margen o incluso de espaldas a sus proyectos, bien porque son conscientes de que no se ajustan a los deseos y creencias de la sociedad en una determinadas circunstancias histórico-sociales –y son esos deseos y creencias los que les van a dar los votos, los que les van a otorgar cotas de poder que, en última instancia, son el objetivo de cualquier organización política-, bien porque reniegan simple y llanamente de él, porque consideran que el proyecto es un estorbo –al fin y al cabo no deja de ser una declaración de principios políticos- y resulta más conveniente adaptar ese proyecto a los vaivenes de la sociedad: en el primer caso se intenta adecuar la sociedad al proyecto político, en el segundo se adecúa el proyecto político a la sociedad. En cualquier caso un proyecto político es la forma de entender las relaciones sociales que se dan entre los individuos, es decir, la forma de y la teoría sobre cómo se deberían estructurar esas relaciones sociales.
  
  En este sentido existen multitud de proyectos políticos. Lógicamente, no todo el mundo está de acuerdo con todos, ni todos serían implementables a la vez. Precisamente en eso consiste la democracia: en poner en juego la multiplicidad de proyectos –liberal, socialista, socialdemócrata, incluso anarquista- y respetar tanto su contenido como su continente, tanto a quienes los representan como a quienes los eligen y, en la medida de lo posible, encontrar lo mejor de cada uno a través del debate y el diálogo.
  
  Ahora bien, cuando no se tiene un proyecto político entonces lo que se hace no es actuar –o intentar actuar- sobre las estructuras sociales o sobre las relaciones que determinan esas estructuras sociales, sino incidir directamente sobre los hechos sociales. Pero sobre los hechos sociales tomados aisladamente, olvidando así que forman parte de estructuras sociales –y que son hechos precisamente porque forman parte de esas estructuras-, que los hechos sociales vienen determinados por estructuras sociales o, dicho de otra manera, que lo que convierte a cualquier hecho en un hecho social es la forma y manera en la que se imbrica en una estructura social. De esta forma, si la racionalidad de una sociedad se fundamenta en sus estructuras y en las relaciones que las conforman, el atender exclusivamente a los hechos es una manera irracional de entender la sociedad y de actuar sobre ella, es decir, de hacer política, porque un hecho es incomprensible como hecho fuera de una estructura. Así, aquellas posturas políticas organizadas que solo atienden a los hechos hipostasiados, desgajados de las relaciones que los conforman como hechos, lo hacen –porque no puede ser de otra manera- desde la irracionalidad, lo hacen desde el sentimiento, pues el sentimiento es inmediato: atiende al hecho y no permite la reflexión sobre la estructura que lo sustenta y, así, acaban no enterándose de nada.

jueves, 19 de marzo de 2015

Confundirlo todo


La confusión sobre objetos que tradicionalmente han estado nítidamente delimitados ha llegado a un punto que altera su propia esencia. Con mayores o menores matices, con mayor o menor carga de dogmatismo, o de escepticismo, con mayores o menores determinaciones ideológicas todo el mundo, -o al menos todos los que se dedicaban a su investigación- tenía claro qué era la moral y qué era la historia. Pero sobre todo tenían claro cuáles eran las notas que las definían, cuáles eran las características esenciales que permitían que se pudiera afirmar que nos encontrábamos ante un mandato moral o ante un hecho histórico. Hoy en día esa claridad definitoria, esas seguridades cognoscitivas acerca de su esencia ha periclitado, bien sea por la renuncia a la razón, bien sea por oscuros intereses ideológicos. Asó, lo que antes pertenecía al ámbito de la moral ahora se considera histórico, mientras que los hechos históricos se caracterizan como guías o normativizaciones morales.
¿Qué es lo que define tradicionalmente a la moral?. La absolutización de su discurso, la exigencia de universalización. Si bien es cierto que esta universalización se podría situar entre los más o menos estrechos márgenes de la relativización cultural, histórica o incluso individual, lo que es cierto es que una norma moral, para ser moral, debe de poder ser imputable a todos los individuos. Ahora, lo moral no es absoluto. El discurso moral varía según los contenidos políticos y lo que es exigible al rival, al enemigo, es disculpable en uno mismo. Es cierto que siempre ha existido esta doble moral pero, precisamente por ser doble todo el mundo era consciente de que no era moral. Eso es lo que ha cambiado: hoy se considera moral a lo que es relativo, relativo incluso a esa falsa conciencia política. Lo moral, así, se convierte en histórico: lo que hoy es moral mañana no lo es y, si el tiempo histórico resulta cómplice de la ideología política, todo lo que se relativiza en él es moral. De ahí que la Historia deje también de ser histórica. Si lo que caracteriza a la Historia es precisamente su relatividad, su movimiento, su no certeza y su falta de fijeza hoy la Historia, los acontecimientos históricos -algunos acontecimientos históricos más bien- , se convierten en absolutos y son los que marcan los comportamientos  a seguir y las conductas exigibles a los sujetos: peo al hacer esto se olvida –interesadamente- que como acontecimientos históricos que son están determinados, imbricados, relacionados indisolublemente con otros acontecimientos históricos que son los que les confieren su carácter de históricos y, por lo tanto, y en tanto en cuanto históricos, su carácter de relativos. Si se olvida esto, el acontecimientos deja de ser histórico y pasa a convertirse en un hecho absoluto, que no depende de nada sino de él mismo. Se convierte en fuente de moral, pero en fuente falseada, bastarda.
En resumen, se relativiza lo absoluto –la moral- y se absolutiza lo relativo –la Historia- de tal manera que se elimina el carácter ético de lo primero y el carácter histórico de lo segundo. Por ello se construye una realidad virtual en todos los sentidos pero, sobre todo, en el político.

lunes, 16 de marzo de 2015

La nueva política

Confieso que debo ser un poco viejo, o un poco tonto, o ambas cosas, pero no llego a comprender del todo la motivaciones y actuaciones de eso que se ha dado en llamar “nueva política”. De hecho, la propia conceptualización “nueva política” me desconcierta, porque en sí misma es ya vieja. Tan viejo, al menos, y que yo sepa, como del 23 de mayo de 1914, fecha en la que Ortega y Gasset pronuncia en el teatro de la Comedia de Madrid su conferencia “Vieja y nueva política”. Claro que si esto resulta desconcertante mucho más lo es el hecho de que los egregios representantes de la “nueva política” recurran a términos tan naftalínicos como el de “Patria” –idea vetusta donde las haya- o remonten su fundamentación política e ideológica al levantamiento del 2 de mayo de 1808, suceso polvoriento que, de paso –y por si alguien no lo sabe- fue el que impidió la entrada de la Ilustración en España –la Ilustración es antipatriótica por definición-.
           Dentro de éste ámbito de novedades del siglo pasado, la última ha sido la recurrencia a la actuación política del gobierno del señor Obama en los Estados Unidos como referente de una política que termine con la economía de la austeridad y permita recobrar el estado del bienestar –que en eso se quedan las intenciones revolucionarias-. Sin ánimo de ser un aguafiestas, y considerando que me parece muy buena idea –y, de hecho, la ´única practicable- que yo recuerde la necesidad de utilizar la política económica del gobierno de los Estados Unidos como modelo a imitar es la tesis principal del último libro de Diego López Garrido, La Edad de Hielo (RBA, Barcelona, 2014), miembro ilustre de “la casta”, aunque esta idea no es exclusivamente suya. Eso si, mientras el egregio representante de la “nueva política” se hace fotos en el metro de Nueva York y da mítines en Queens, acusan a esos mismos Estados Unidos a los que pretenden imitar de estar detrás del terrorismo islámico y de no se sabe muy bien qué intenciones imperialistas. Un discurso tan nuevo que es idéntico al de determinados sectores de la izquierda de los años 70, con sus fotos del che y sus cantos revolucionarios. Es tan nuevo, que sólo les falta citar a Teresa de Calcuta, aunque supongo que no tendrían mucho reparo en hacerlo  teniendo en cuenta el acervo cristiano de sus planteamientos –las constantes apelaciones a la redención de y por la pobreza, la pureza de espíritu y la piedad-. Una ambigüedad moral que casa muy bien con su ambigüedad ideológica, pero mal con sus llamamientos a la honestidad, algo que, guste o no, no deja de ser un absoluto moral.
          En fin, como decía al principio, debo de ser muy viejo, muy tonto o ambas cosas, porque soy incapaz de situarme en esta especie de realidad líquida en la que se mueve la “nueva política”, realidad que se esparce en mil direcciones distintas, que resulta inaprehensible e inclasificable y en la cual alguien puede decir tranquilamente que los principios son un estorbo mientras los enarbola como bandera. Eso si, mucho me temo que cando se encuentren con la realidad de verdad, con la de toda la vida, que es bastante dura, van a terminar haciéndose daño.

lunes, 9 de marzo de 2015

Ciencia Política

La última tendencia política consiste en encargar a expertos –sujetos con un prestigio científico- la elaboración de los programas de las organizaciones políticas. Así, vemos como las propuestas económicas de los diferentes partidos son firmadas por prestigiosos –y no tan prestigiosos a veces- economistas. Lo cual estaría muy bien si no significara concederles una patente de certeza que en ningún momento poseen. Y no la poseen precisamente porque se supone que son científicas, o al menos eso es por lo que se elaboran y lo que se vende de dichas propuestas. O, dicho de otro modo, aquellos que, sonrientes, presentan estas propuestas como pilar de la racionalidad y la seriedad de su proyecto y, sobre todo, aquellos que las aplauden y sacan pecho pavoneándose de lo racional y seria que es su organización, o más bien, la organización a la que van a entregar su voto –porque suya, lo que se dice suya, no es- no caen en la cuenta de algo tan simple como que los prestigiosos, y no tan prestigiosos, economistas que las han elaborado pueden estar equivocados. Que las teorías económicas que postulan y que materializan en un programa político pueden ser erróneas. Y ello, precisamente, porque son científicas. Fue Popper el que dijo que una teoría, para ser científica, tenía que poder ser falsada, tenía que poder admitir la posibilidad de que parecieran pruebas en su contra que demostraran su falsedad: una teoría, para ser científica, tiene que poder estar equivocada. Aunque la enuncie un premio nobel, porque hay otros premios nobel que mantienen lo contrario, y no por ello dejan de ser premios nobel. Todos no pueden estar en lo cierto, pero si pueden estar todos equivocados.
            ¿Por qué no se admite esta posibilidad de equivocación?. ¿Por qué se considera que una teoría económica es verdadera a ultranza?. Porque postula aquello que los que la consideran cierta en todos sus respectos quieren escuchar. Y eso, y no otra cosa, es lo que la convierte en verdad. Lo paradójico es que esto niega su carácter científico, la transforma en un dogma y, por tanto, deja de cumplir la función que se le había asignado originalmente –la de ser obra de expertos-. Para postular una teoría económica que no se puede refutar, o que no se quiera refutar, no hace falta ser un economista: basta con ser un sacerdote. Porque la religión es dogma irrefutable, no es ciencia; es, de hecho, lo opuesto a la ciencia. Cuando no se considera que el programa político elaborado por prestigiosos economistas pueda estar equivocado se lo ha convertido en religión. Y ello porque la organización política que ha comprado y vendido ese programa político como ciencia necesita que se convierta en religión, porque sólo así se consigue que las masas se adhieran a él incondicionalmente. Nadie nunca ha hecho una revolución con las consignas de los ciclos de Kondratiev o la ley de los rendimientos decrecientes, pero si que se han hecho en nombre de dogmas económicos –da igual cuáles- que se consideran ciertos por siempre y para siempre. El Che Guevara fue ministro de Economía con Fidel Castro, cuentan, porque donde Castro dijo “economista” él entendió “comunista”.
Lo mismo ocurre con la ciencia política. La ciencia política ha de poder ser falsable –puede estar equivocada-, para ser ciencia pero cuando se convierte en política real pierde la posibilidad de falsabilidad y su carácter científico. No es más que un conjunto de consignas vacías. 

lunes, 2 de marzo de 2015

Lo sostenible insoportable

La sostenibilidad nos acecha, nos cerca como un nuevo mantra, presta a saltar sobre nosotros al doblar cualquier esquina y por eso hay cada vez  menos ámbitos sociales que resultan sostenibles. El último, la Universidad. “El Sistema Universitario no es sostenible”, como tampoco son sostenibles el sistema educativo, el sistema sanitario o el sistema de pensiones. El propio estado del bienestar no es sostenible, pero éste porque se sostenía sobre el miedo (o la prudencia) al bloque soviético. El bloque soviético que no se sostuvo –ni se sostenía- y dejó de sostener al estado del bienestar. Pero mantener la sostenibilidad de lo que ahora es insostenible es cuestión de voluntad –de buena voluntad-. Que se lo pregunten si no al pobre Sísifo que sostenía su roca –su castigo divino- gracias a su voluntad. O a Atlas que sostiene el mundo sobre sus hombros. Esperemos que Atlas nunca pierda su voluntad de sostener.
           Lo sostenible, que no tiene que ver con lo soportable, aunque tengan reminiscencias semánticas comunes. Porque lo que ahora no es sostenible antes lo era. Sus cimientos, que eran fuertes antaño, han dejado de serlo por lo que parece. O al menos eso ha decidido el gobierno que ya no quiere sostenerlo, el gobierno que no tiene voluntad de sostenerlo –como tenía el pobre Sísifo-. El gobierno que, por no sostener, se convierte en in-soportable. Si el gobierno no quiere sostener lo según él in-sostenible, entonces nosotros podemos decidir no soportarle a él, se nos convierte en insoportable, aunque en sí mismo se considere sostenible.
            Lo que sostiene es la substancia. Substancia es sub-stare, estar debajo. Es, según Aristóteles, lo que sostiene o soporta a los accidentes. Lo que no es sostenible, entonces, no tiene substancia, es in-substancial –insustancial-. Considera entonces el gobierno que el sistema universitario, el sistema educativo, el sistema sanitario o el sistema de pensiones son insustanciales, no tienen substancia, y por eso no se pueden sostener. Lo sostenible, entonces, es una sociedad analfabeta, enferma, muerta. La transubstanciación de la sociedad, el cambio substancial que tan bien comprenden sus mentes cristianas. Pero también se puede considerar que lo insoportable es insustancial, tampoco tiene substancia. El gobierno también es carne de cambio sustancial, o es puro accidente, puro devenir, puro cambio sin nada a lo que agarrarse excepto a las encuestas.
Los cimientos de lo que no es sostenible no se han corrompido o al menos no se han corrompido solos. Es la insoportabilidad del gobierno la que los ha dinamitado: la insoportabilidad que determina su insostenibilidad. Lo insostenible ha dejado de ser insoportable y lo sostenible ha dejado de ser soportable. También ellos han mutado, se han transubstancializado. Ahora, por obra y gracia metafísica del gobierno –aunque no sepa lo que es eso- lo insostenible –la educación, la salud- es lo soportable –siempre lo ha sido-, mientras que lo sostenible es lo insoportable –el gobierno-. El gobierno ha hecho estallar los pilares de lo que era sostenible, ha diluido su substancia, ha emborronado su definición, lo ha convertido en insostenible y, por ellos, ha devenido él mismo en insoportable y, por insoportable, también en insostenible.