miércoles, 26 de enero de 2022

Estatuas

         Siempre me he preguntado que mirarán las estatuas que habitan multitud de rincones de Madrid. Hay estatuas de reyes y generales, montadas en briosos caballos estatuarios que parecen contemplar la Historia desde sus monturas. Hay estatuas de políticos y gobernantes, que miran al horizonte como si miraran al futuro, donde tal vez pusieron sus miras cuando estaban vivos. Hay estatuas de dioses y diosas, que imitan un tiempo en el cual aún tenían algo que decir en la vida de los hombres. Y hay estatuas más pequeñas, más humildes y discretas, a veces solo un busto o una pequeña figura. Estatuas de escritores, poetas o músicos, estatuas de artistas que aún, desde su actualidad de estatuas, parece que se embeben de la belleza de la vida que pasa por su lado.

            Una de estas estatuas, no se si se habrán parado a verla o se habrán fijado en ella, es la de Pío Baroja en la entrada -o en la salida, según se mire o según se suba o se baje la cuesta- de la calle de Claudio Moyano. Aquellos que sean de Madrid -pero de Madrid, Madrid, que no solo hayan nacido aquí sino que además sientan esta ciudad como suya- sabrán que en la susodicha calle -en la cuesta de Moyano- se asientan una casetas de venta de libros antiguos y de ocasión, que son las que han dado fama a la citada vía. Se sitúan esta casetas a la izquierda según se sube la cuesta desde Atocha, a la derecha según se baja dese la calle de Alfonso XII y también a la derecha de la estatua de Pío Baroja. Uno esperaría que la estatua de un novelista como Baroja estuviera mirando las casetas de venta de libros, intención que debió ser la del prócer municipal que la colocó allí, sin embargo no es así. Tampoco extiende su mirada hacia la Glorieta de Carlos V y el comienzo del Paseo del Prado. Ya he dicho que la estatuas que contemplan el horizonte son las de los políticos, como hace la de Claudio Moyano en el otro extremo de la calle. No, la estatua de Pío Baroja mira hacia su izquierda, hacia la verja del Palacio de Fomento sede del Ministerio de Agricultura y, técnicamente, hacia ningún sitio.

Parece como, si en su plácida postura, con las manos cruzadas sobre su vientre, su sempiterna boina y un viento intangible moviendo los faldones de su abrigo, el propio escritor se hubiera girado para no ver lo que hay a su alrededor. Para permanecer para siempre en sus pensamientos y obviar la fauna humana que pulula en torno. Multitudes que parecen más un rebaño que un grupo humano, que se agolpan  ante las casetas de libros, no porque les interesen los libros, sino porque aparecen en las guías turísticas como algo que se debe visitar cuando se viene a Madrid -es curioso como las ciudades se han convertido en una guía turística-.jovencitos, y no tan jovencitos, en patinete y en bicicleta esquivando transeúntes, o multitudes que se dirigen a disfrutar de la mañana de la tarde en el Parque de El Retiro, un trozo de Naturaleza en la ciudad, y otro gran desconocido más allá del estanque y las barcas que salen en las mismas guías turísticas de más arriba. Nadie, probablemente se fija en la estatua de Pío Baroja, y es por esto por lo que es probable que el insigne haya decidido dar la espalda a todos ellos, mirar a la nada y no fijarse en las, al fin y al cabo, miles de estatuas que pasan por su lado. Estatuas que dejan pasar su vida sin vivirla, entre guías turísticas y series de televisión, entre partidos de fútbol y series de televisión, entre una existencia vacía y series de televisión. Estatuas metálicas, como la del Jardín Botánico, que, por cierto, se sitúa a la derecha de Pío Baroja, entre los puestos de venta de libros.

En línea recta con la estatua de Pío Baroja, ya dentro del Parque de El Retiro y situada en un plano superior a ésta, se encuentra la que para mí es la estatua más emblemática de Madrid, la estatua del Ángel Caído, una estatua de Lucifer. También está en las guías turísticas y todo el que pasa por allí fotografía la caída y el sufrimiento del que fue el ángel favorito de Dios. El ángel que cae a tierra y se encuentra con Pío Baroja en el centro de Madrid.

miércoles, 19 de enero de 2022

Justicia social y cochina envidia

     La ventaja de ir cumpliendo años, si además de años se tienen ojos en la cara y un par de neuronas en el cerebro, es que se gana experiencia. Y la experiencia permite juzgar desde una perspectiva distinta a cuando se es más joven. De hecho, la experiencia abre perspectivas que antaño no se creían posibles. La verdad es cosa de jóvenes y los que ya tienen una edad, quizás de tanto buscarla, saben que es demasiado escurridiza. Una de esas verdades absolutas que uno posee cuando es joven y que se va desgastando con los años es la que hace referencia a la así llamada “justicia social”.

            Creo que fue Raymond Aron el que dijo aquello de que quien no es comunista a los veinte años no tiene corazón, y quien sigue siendo comunista a los cuarenta no tiene cabeza. Yo no se si dicho adagio es cierto o no o, como decía Ortega, es una bellaquería que tiene razón una vez extirpada la previa bellaquería. Lo que sí que se es que a los veinte años, el motor de todo el mundo que orbita alrededor del veinteañero es la idea de justicia, la convicción de que el mundo es injusto, de que hay algunos que tienen mucho y muchos que tienen muy poco y que eso es culpa y responsabilidad exclusiva de los que tienen mucho y que él concreto merece algo distinto, y mejor, de lo que tiene.

            Esta perspectiva cambia, y a lo mejor es aquí donde tiene razón Aron, cuando uno se hace mayor y va obteniendo logros en su vida, se la va construyendo en vista a los proyectos, y también los sueños y las esperanzas, que tenía cuando era joven. Habrá quien realice toda su vida de acuerdo con sus proyectos y los vea cumplidos, y entonces empiece a considerar que el mundo es justo y que, aunque hay injusticia, ésta queda como algo abstracto y lejano de su vida concreta. Y no nos engañemos: nadie es malo por ello. No hay psiquis humana que soporte la idea perpetua de que el mundo es una basura y que no se puede hacer nada para arreglarlo, que es a la conclusión a la que se llega después de mucho intentarlo. Quien piensa así acaba tirándose por el balcón.

            También hay gente, la gran mayoría en realidad, que a los cuarenta no ha conseguido realizar sus sueños, a veces, no lo voy a negar, por falta de suerte o por alguna intrínseca injusticia, pero las más de las veces porque esos sueños no han sido acompañados de un proyecto de vida coherente con ellos, y de una realización vital que permitiera lograrlos. Así, vemos cajeras o reponedores de supermercado que hubieran querido ser médicas o abogados, pero que han pasado por la vida, por su vida, durmiendo la siesta. Son estas y estos los que con cuarenta años reclaman justicia social. Pero esa justicia no es una justicia meramente distributiva, dar a cada uno lo que se merece, puesto que entonces quizás tengan lo que merecen. Así que se introduce un pequeño matiz y se empieza a hablar de dar a cada uno lo que le corresponde. Y claro, lo que a uno le corresponde es lo mismo que lo que le corresponde a otro, pues al fin y al cabo todos somos seres humanos y somos iguales por ello, independientemente de que uno haya pasado su infancia, su juventud y gran parte de su madurez preparándose y trabajando para realizar su proyecto y otro haya dejado pasar la vida como quien deja pasar las horas. Y así, el segundo, que ve lo que el primero tiene, exige para sí lo mismo, reclamándolo como de justicia, Y si él no lo consigue lo que resulta de justicia es que se lo quiten al primero, porque todos somos iguales, da lo mismo que uno sea un premio nobel o un asesino en serie. Así que cuando uno crece, como decía, se empieza a plantear si es que llaman justicia social no será, en el fondo, más que envidia cochina.

miércoles, 12 de enero de 2022

Voltaire

Hace unos días vi en una serie que emite RTVE a la hora de la siesta algo que me dio que pensar. En la susodicha serie, uno de los personajes principales, una jovencita comprometida con todos los problemas sociales habidos y por haber y representante egregia del más actual pensamiento único políticamente correcto, hablando con otro de los personajes, un policía de color -de color negro, se entiende- al que una banda de neonazis había propinado una paliza, soltó las siguientes dos lindezas -no ella, lógicamente, que no es más que un personaje, sino los guionistas que escriben el libreto-. En primer lugar, y para abrir boca, expresó su convencimiento de que el problema no era que un grupo de descerebrados anduvieran propinando palizas, sino las ideas que los llevaban a hacerlo. Cuando me estaba reponiendo de lo que acababa de escuchar, los citados guionistas tuvieron a bien poner en la boca del personaje -o personaja- en cuestión lo que sigue, una vez se le ha comunicado que los responsables de la paliza han sido encarcelados: “eso les hará darse cuenta de que tener determinadas ideologías tiene sus consecuencias”. Nótese bien que lo que tiene consecuencias, según los ínclitos guionistas de la ficción, no son los actos, sino las ideologías. Y que el problema no es que un grupo de vándalos dedique su tiempo libre a dar palizas a los que no son como ellos, sino las ideas que profesan. Si el problema no son los actos, sino las ideas, entonces la policía no tiene que perseguir los primeros, sino las segundas. Lo que viene siendo una policía del pensamiento. Y si tener determinadas ideologías tiene consecuencias eso significa que hay ideologías correctas y otras incorrectas. Lógicamente, la ideología correcta es aquella que profesa el personaje y todos sus amigos -léase los guionistas- y, por extensión, los responsables de la cadena que emite dicha serie. Yo no se si estos guionistas habrán caído en la cuenta de que, si lo que tiene consecuencias son las ideas y no los actos, entonces también habría que exigir responsabilidades a aquel que piensa que hay que matar a todos los negros -o a todos los guionistas- pero no al que de forma efectiva los mata.

            Frente a semejante despropósito me vinieron a la mente las palabras de Voltaire “no estoy de acuerdo con tus ideas, pero daré mi vida para defender tu derecho a expresarlas”. Y es aquí donde está en quid de la cuestión que la nueva inquisición no termina de entender. Cada uno puede tener las ideas que le de la gana, y puede expresarlas cuando le de la gana. Eso es lo que se llama libertad de pensamiento y libertad de expresión. No son las ideas ni las palabras las que golpean o matan, sino los puños y las pistolas. Lo que más me entristeció, aunque ya está uno acostumbrado, es comprobar que la ausencia de Ilustración no es una característica propia y exclusiva de la derecha de este país, sino que también la izquierda es anti-ilustrada. Y es que al fin y al cabo salimos todos de la misma madre.