La ventaja de ir cumpliendo años, si además de años se tienen ojos en la cara y un par de neuronas en el cerebro, es que se gana experiencia. Y la experiencia permite juzgar desde una perspectiva distinta a cuando se es más joven. De hecho, la experiencia abre perspectivas que antaño no se creían posibles. La verdad es cosa de jóvenes y los que ya tienen una edad, quizás de tanto buscarla, saben que es demasiado escurridiza. Una de esas verdades absolutas que uno posee cuando es joven y que se va desgastando con los años es la que hace referencia a la así llamada “justicia social”.
Creo que fue Raymond Aron el que
dijo aquello de que quien no es comunista a los veinte años no tiene corazón, y
quien sigue siendo comunista a los cuarenta no tiene cabeza. Yo no se si dicho
adagio es cierto o no o, como decía Ortega, es una bellaquería que tiene razón
una vez extirpada la previa bellaquería. Lo que sí que se es que a los veinte años,
el motor de todo el mundo que orbita alrededor del veinteañero es la idea de
justicia, la convicción de que el mundo es injusto, de que hay algunos que
tienen mucho y muchos que tienen muy poco y que eso es culpa y responsabilidad
exclusiva de los que tienen mucho y que él concreto merece algo distinto, y
mejor, de lo que tiene.
Esta perspectiva cambia, y a lo
mejor es aquí donde tiene razón Aron, cuando uno se hace mayor y va obteniendo
logros en su vida, se la va construyendo en vista a los proyectos, y también
los sueños y las esperanzas, que tenía cuando era joven. Habrá quien realice
toda su vida de acuerdo con sus proyectos y los vea cumplidos, y entonces
empiece a considerar que el mundo es justo y que, aunque hay injusticia, ésta
queda como algo abstracto y lejano de su vida concreta. Y no nos engañemos:
nadie es malo por ello. No hay psiquis humana que soporte la idea perpetua de
que el mundo es una basura y que no se puede hacer nada para arreglarlo, que es
a la conclusión a la que se llega después de mucho intentarlo. Quien piensa así
acaba tirándose por el balcón.
También hay gente, la gran mayoría
en realidad, que a los cuarenta no ha conseguido realizar sus sueños, a veces,
no lo voy a negar, por falta de suerte o por alguna intrínseca injusticia, pero
las más de las veces porque esos sueños no han sido acompañados de un proyecto
de vida coherente con ellos, y de una realización vital que permitiera
lograrlos. Así, vemos cajeras o reponedores de supermercado que hubieran
querido ser médicas o abogados, pero que han pasado por la vida, por su vida,
durmiendo la siesta. Son estas y estos los que con cuarenta años reclaman
justicia social. Pero esa justicia no es una justicia meramente distributiva,
dar a cada uno lo que se merece, puesto que entonces quizás tengan lo que merecen.
Así que se introduce un pequeño matiz y se empieza a hablar de dar a cada uno
lo que le corresponde. Y claro, lo que a uno le corresponde es lo mismo que lo
que le corresponde a otro, pues al fin y al cabo todos somos seres humanos y
somos iguales por ello, independientemente de que uno haya pasado su infancia,
su juventud y gran parte de su madurez preparándose y trabajando para realizar
su proyecto y otro haya dejado pasar la vida como quien deja pasar las horas. Y
así, el segundo, que ve lo que el primero tiene, exige para sí lo mismo,
reclamándolo como de justicia, Y si él no lo consigue lo que resulta de
justicia es que se lo quiten al primero, porque todos somos iguales, da lo mismo
que uno sea un premio nobel o un asesino en serie. Así que cuando uno crece,
como decía, se empieza a plantear si es que llaman justicia social no será, en
el fondo, más que envidia cochina.
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