viernes, 27 de mayo de 2022

Comprender la Historia

 

Uno de los grandes problemas del mundo contemporáneo -no ya solo de nuestro país- es que somos incapaces de comprender la historia. Ya no digo conocerla, que tampoco, sino comprenderla. Comprender la historia es no solo conocer las causas por las que ha ocurrido lo que ha ocurrido, sino ser capaces de enmarcar esas causas en el tiempo histórico en el que han ocurrido, es decir, ser capaces de darnos cuenta de que lo que ocurrió hace cien años, por ejemplo, ocurrió porque se dieron unas circunstancias sociales, políticas, etc. -lo que es lo mismo, históricas- que permitieron que ese determinado acontecimiento se diera en ese momento. Y comprender también que esas circunstancias se dieron solo en ese momento, que la historia es un progreso y que, de la misma manera que las circunstancias no se van a repetir, loe acontecimientos no se van a repetir, al menos de la misma manera. Como Marx decía, la historia siempre se repite dos veces, sí, pero una como tragedia y otra como farsa.

            Si se entiende lo dicho más arriba, se entenderá que comprender la historia significa comprender que los hechos y los acontecimientos históricos hay que mensurarlos siempre en vistas al tiempo y las circunstancias históricas en los que se produjeron, y que de ninguna manera podemos juzgarlos desde nuestra propia perspectiva histórica. Es decir, comprender la historia significa comprender que existe un relativismo histórico a la hora de valorar los acontecimientos y que éstos solo pueden ser valorados desde su propio tiempo histórico, y no desde el nuestro. Otra coas es que podamos situarnos en ese tiempo histórico, algo que, por ejemplo para Ortega, era imposible, puesto que cada generación posee su propia sensibilidad vital e histórica. Y es que, en realidad, para poder juzgar desde el presente acontecimientos pasados, no solo sería necesario inventar una máquina del tiempo que nos transportara a bese pasado, sino que deberíamos de empaparnos de las circunstancias vitales de ese pasado. Es decir, deberíamos vivir allí.

            Desde este punto de vista, es fácil comprender por qué afirmo que la época actual no comprende la historia. Cuando pretendemos juzgar desde nuestro propio tiempo histórico las obras del Renacimiento, el pensamiento medieval, la conquista de América o, simplemente, las canciones de hace cuarenta años, no nos estamos enterando de nada. Es por ello que nos da por decir que los griegos, ¡los griegos! eran unos inmorales porque tenían esclavos y marginaban a sus mujeres, lo que nos lleva a quitar estatuas de Colón porque consideramos que la conquista de América fue inmoral, o lo que nos pide censurar esas canciones de hace cuarenta años porque atentan contra la dignidad de la mujer. Esto, ya digo, es no enterarse de nada, porque si no fuera por los griegos no tendríamos concepto de moral, si no fuera por Colón los nativos americanos aún andarían comiéndose unos a otros y si no fuera por las canciones de hace cuarenta años estaríamos todavía cantando jotas. Pero aparte de este componente de progreso evidente, repito, no podemos juzgar los hechos pasados desde perspectivas presentes, porque el tiempo histórico no es el mismo. Así de simple.

            Pero lo más curioso del caso, porque esto no acaba aquí, es que los que niegan la posibilidad del relativismo histórico aceptan, sin embargo, sin mayor problema el relativismo cultural, el hecho de que debemos aceptar cualquier costumbre por bárbara que sea, porque desde nuestra cultura y costumbres no podemos juzgar las de los demás. Así aquellos que atacan a los griegos por marginar a las mujeres, defienden que las mujeres musulmanas lleven velo porque es una característica de su cultura. Pero resulta que la cultura es solo una y depende, como todo, del tiempo histórico. La cultura es lo que hace progresar al ser humano, y ese progreso, lógicamente, depende del tiempo histórico en el que nos situemos. Con los cual resulta que el pensamiento griego es cultura, aunque margine a la mujer, y el velo islámico no lo es, precisamente porque margina a la mujer.

viernes, 20 de mayo de 2022

Dioses y verdades

 

Es la verdad, y lo ha sido siempre, un concepto escurridizo. Tan escurridiza es la verdad que la actividad intelectual del ser humano comienza precisamente con su búsqueda. Cierto es que los primeros griegos que se ponen como locos a buscar la verdad eran aquellos que no tenían otra cosa que hacer, los ociosos, que se dedicaban a especular mientras que los esclavos trabajaban por ellos. Pero vamos, tampoco eran tan tontos como para ponerse a buscar una cosa que se les viniera ya dada en la mano. Si buscaban la verdad era porque no la veían, y, como según Aristóteles el ser humano es curioso por naturaleza, su propia naturaleza los llevaba a buscarla. Pero entiéndase bien que lo que hacen estos primeros buscadores de la verdad, es justamente eso, buscarla, en ningún momento encontrarla. Es por ello que se consideran a sí mismos como filósofos -amantes, buscadores de la sabiduría- y no como sófós, sabios. Sócrates, el padre de la filosofía, ya decía que ésta consiste en buscar la verdad, pero no encontrarla nunca, pues el que posee la verdad, o cree que la posee, no la va a buscar, no será un filósofo sino, a lo sumo, un sofista. De ahí que el filósofo tenga que partir, en su búsqueda de la verdad, de su propia ignorancia -del “solo se que no se nada”- pues solo el que reconoce que no sabe va a buscar el saber, y solo el que reconoce que no conoce la verdad va a buscarla.

            Los que nos hemos hecho filósofos, o intentamos serlo, por lo tanto, partimos de esta premisa básica, no conocemos la verdad, y por eso la buscamos. Y claro, para ello hemos tenido que renunciar a todas aquellas verdades que nos han enseñado a lo largo de nuestra vida. Resulta que a los que, aparte de ser filósofos, ya tenemos una edad, la primera verdad que nos enseñaron fue la de la religión, así que es a esa a la primera que hemos tenido que renunciar.

            Si tenemos en cuenta lo que hemos dicho más arriba, resulta entonces que la religión es lo más antifilosófico que existe, pero no solo eso. Si solo hubiera una verdad aceptada por todas las religiones, uno se podría plantear el hecho de que, efectivamente, la religión ha alcanzado esa verdad eternamente buscada, y que no merece la pena buscarla ya. Así que lo único que nos quedaría sería dejar de ser filósofos y meternos a monjes o irnos a cultivar tomates. Pero resulta que no, que una religión, que se dice portadora de la verdad absoluta, está en enfrentamiento continuo con otras religiones que también se dicen portadoras de la verdad absoluta. Y es así que esta consideración de la verdad, que para los griegos es lo que nos hace ser seres humanos, es la que ha causado más muertes de seres humanos en toda la historia de la humanidad. Porque claro, la verdad, y más si es absoluta, es solo una. Y si la poseo yo, que soy por ejemplo, la religión A, no la puedes poseer también y a la vez tú, que eres la religión B. Así que la única forma que nos queda de dirimir quien tiene la auténtica verdad es liarnos a palos. Pero como la verdad no se encuentra a palos -en todo caso a martillazos como decía Nietzsche- nos pasamos toda la vida decidiendo quien posee la verdad, lo que para un filósofo, que tan solo la busca, es prueba más que suficiente para reconocer que ninguno de los dos la posee. Todo esto, claro, es consecuencia de apelar a una verdad que no se ve. Si estuviéramos hablando de una verdad que puede ser comprobada, como el color del cielo o los principios de la Física, nada de esto pasaría. Nunca nadie se ha liado a palos por defender la verdad de la Ley de Gravitación Universal o la Segunda Ley de la Termodinámica. Claro que si la verdad de la religión se pudiera comprobar como la verdad de la Física, entonces no sería religión, sería Física. Así que la religión, por su propia definición, tiene que pensarse en posesión de la verdad absoluta

            Pero que nadie se llame a engaño. La idea central de la religión de que está en posesión de la verdad absoluta no solo es propia de la religión. Cualquier movimiento social o político que arguya verdades indemostrables y que, por lo tanto, tenga que imponerlas a aquellos que no las comparten está en las mismas tesituras y será, por definición, una religión.

miércoles, 6 de abril de 2022

De patatas y personas

 

Educar es cultivar. Un campo inculto es aquel que no está cultivado, de la misma forma que una persona inculta es aquella que no está cultivada, que no está educada, que no tiene cultura. Existe una agricultura, una cultura del agro, que consiste en labrar y sembrar la tierra. El agricultor, el labrador cincela el campo para sembrar en él, de la misma manera que el educador labra, cincela al educando para luego poder sembrar en él la semilla de la cultura. El educador es, en este sentido, un labrador de hombres

            Hay, empero, una diferencia importante entre el agricultor y el educador. El agricultor cultiva patatas, el educador cultiva personas. Alguien podría pensar que en realidad hay poca diferencia entre una cosa y otra. Cuando el agricultor cultiva patatas lo que busca es obtener las mejores patatas posibles igual que cuando el educador cultiva personas lo que busca es cultivar las mejores personas posibles. Y aquí, como quien no quiere la cosa, ya nos hemos metido en un problema de envergadura. Pues tendríamos que responder al menos a tres preguntas. La primera, qué es lo que hace buena a una patata y, por ende, a una persona. La segunda, quién determina lo que hace buena a una persona y la tercera, y fundamental, si realmente el educador debe cultivar buenas personas o simplemente personas, o si una persona ya es buena solo por el hecho de ser persona -de tal manera que las malas personas no serían personas- con lo cual llegaríamos a una pregunta radical a la que ahora no es el momento no el lugar para responder y que sería qué es una persona.

            Obviamente, todo agricultor que cultive patatas quiere cultivar las mejores patatas. Sobre todo porque obtendrá un mayor beneficio por ellas. Las mejores patatas no solo son aquellas que mejor se corresponden con la esencia de patata, pues si no el agricultor estaría cultivando zanahorias o cebollinos. La mejor patata es la que lleva a su excelencia la esencia de patata, es decir, aquella que, siendo por supuesto una patata, destaca sobre las demás, por tamaño, sabor o calidad. Las mejores patatas, así, son las que destacan sobre el resto de las patatas, las que no son iguales a las demás.

            Ahora bien, ¿qué es lo que hace buena a una persona? Si nos atenemos a lo que han dicho los filósofos, los teólogos y los educadores más prominentes, resulta que lo que hace buena a una persona no es ser mejor que las demás sino, más bien, ser igual que las demás. La buena persona es la que quiere que su norma de conducta sea ley universal, decía Kant, es decir la que quiere que todos se comporten como ella, la que siente empatía con el resto de las personas solamente por ser personas. Y esto, en principio, se me dirá que es lo correcto. Por eso las personas son personas y no patatas.

            Pero si se recuerda, de lo que hablábamos al principio de este escrito es de educar. Si nos ceñimos a lo dicho en el párrafo anterior, entonces educar es cultivar buenas personas, buenos ciudadanos. Y un buen ciudadano es aquel que cumple las normas, que hace lo que le dicen y no se plantea por qué se lo dicen o, si se lo plantea, en todo caso acaba aceptándolo. Educar buenos ciudadanos, o buenas personas, es decir a las personas como deben ser, marcar una línea de normalidad en la que se sitúan todas ellas, de tal forma que ninguna destaque sobre otra. Educar, entonces, es formar el rebaño y cultivar personas no consiste en formar a las mejores personas, aquellas que destaquen, sino a aquellas que el educador quiere que sean.

            El educador, entonces, es el que determina lo qué es una buena persona y lo qué es mejor para las personas. Ahora bien, el educador fundamental, como ya dejó dicho Platón, es el Estado. Es por lo tanto el Estado el que decide lo que es un buen ciudadano. Y un buen ciudadano no puede ser aquél que se ponga por encima de los demás ni, por supuesto, por encima del Estado que es la suma de todos los ciudadanos. Es buen ciudadano, así, no es una patata. Es más bien un borrego.

miércoles, 30 de marzo de 2022

El yo y los demás

 

Dicen los que entienden que la característica definitoria del pensamiento posmoderno es la fragmentación del yo, signifique esto lo que signifique. Yo no se si será por esa fragmentación del yo, pero sí que me he dado cuenta de que la gente -ese término que tan de moda está últimamente- tiene la tendencia a renunciar a su vida por las de los demás. Tendencia suicida, por otra parte, que supone renunciar a lo que se es o a lo que se puede llegar a ser por lo que los demás dicen que uno es o puede llegar a ser. Renuncia a la individualidad, y por tanto al desarrollo personal y a la propia libertad, en aras del grupo o la opinión ajena.

            Como se acaba de apuntar, uno puede renunciar a su vida por dos razones. Bien por propia cobardía o comodidad, bien por seguir lo que otros consideran que debe ser la vida de uno. Nos encontramos ante dos opciones vitales diferentes, aunque las dos con el mismo resultado: el abandono del propio proyecto vital. Estas dos opciones serían la disolución del yo en el grupo o el seguidismo de aquél que se considera superior. Como digo, las dos suponen los mismo: que uno no tiene vida, que renuncia a ella para vivir la vida de los demás, o para que los demás vivan por uno.

            La primera de las opciones es la predominante en el pensamiento -y el sentimiento- totalitarios. El sujeto solo es lo que su identidad de grupo dice que es. Así, alguien se define por su pertenencia a uno o varios grupos, ya sea el de la nacionalidad, el género o el equipo de fútbol. En todo caso, si lo que define es la pertenencia al grupo, la identidad con el grupo no define la propia individualidad como persona. Esto de la identidad está muy en boga últimamente. De hecho, el totalitarismo y el pensamiento único están muy en boga últimamente. La identificación con el grupo, eso sí, supone una actitud cobarde ante la vida. Significa que uno renuncia a lo que es para refugiarse en la manada, donde se siente seguro y arropado. Y si algo ofende a la manada también le ofende a él, aunque él como individuo esté libre de la ofensa. Así, vemos como cualquier comentario acerca de un grupo determinado automáticamente es contestado por un coro de ofendidos, aunque el comentario no tenga nada que ver con su subjetividad ni vaya dirigido a ellos como particulares. Es el que se identifica con el grupo el que tiene el problema, no el que hace el comentario jocoso o piensa de manera distinta. En todo caso, como decía, el que tiene miedo de vivir su vida, vive la vida del grupo.

            La segunda de las opciones tenía que ver con el hecho de seguir las opiniones de los demás. De vivir lo mismo que otros quieren que se viva. De renunciar al control de la propia vida y dejar que sean los otros los que decidan por uno. Téngase muy en cuenta que uno de los síntomas de multitud de trastornos mentales es la sensación de falta de control sobre la propia vida, con lo cual ya nos podemos imaginar el porqué del aumento de esos trastornos mentales. Antiguamente los individuos seguían las opiniones de algún líder carismático, con lo cual se podía suponer que, en mayor o menor medida, se ponían del lado de alguien al que se le podía suponer al menos cierta inteligencia. Hoy, pro el contrario, la gente sigue las opiniones y consejos de esa nueva profesión que es la de “influencer”, que supongo que se traducirá como “influenciador” o algo así, y que no tengo muy claro en que Universidad se estudia y si existe algún tipo de carnet profesional que habilite para ejercer como tal -más o menos lo mismo que a profesión de famoso-. Sea lo que sea un “influencer” son los que dictan actualmente lo que hay que vestir, que escuchar, que ver, que leer o que comer, de tal manera que mucha gente, con solo seguir al o la “influencer” de turno, tiene ya su vida hecha. No tiene que tomar ninguna decisión, porque ya la toman otros por él y solo tiene que sentarse en el sofá a dejar pasar una vida que no es la suya.

            Como decía al principio, yo no sé lo que es la fragmentación del yo, pero sí que sé que estas reflexiones pueden explicar las miradas muertas de los pasajeros del metro.

jueves, 17 de marzo de 2022

De rebaños y ovejas

 

Decía Aristóteles que el ser humano es un animal social, que lleva inscrita dentro de su naturaleza la tendencia a unirse con otros, porque solo así puede desarrollar plenamente sus facultades humanas. Ahora bien, ser un animal social no es ser un animal gregario, como las hormigas o las abejas, que agotan su realidad individual en la única realidad del hormiguero o la colmena. Viene esto al caso de una costumbre muy extendida entre los seres humanos, al menos los de este país, que me llama bastante la atención, y me molesta también bastante, que consiste en arrogarse la representación de todo el grupo humano que no es uno mismo, en pretender que lo que uno opina o lo que a uno le gusta es lo que opina o le gusta a todos los demás y así, a fuerza de metonimia, afirmar que él son todos y todos son él.

            Escuchamos decir, “todos los españoles” para hacer referencia a los votantes de un determinado partido, o “todos los madrileños” cuando en realidad se trata de los vecinos de un determinado barrio, o “todos los vecinos” cuando se quiere decir “aquí mi amigo y yo”. De una manera u otra se tiende siempre a englobar a todo el grupo dentro de la opinión propia, sin preguntar a nadie y sin saber si los demás opinan realmente lo que el que habla supone que opinan.

            Dos razones se me ocurren para este comportamiento, dos razones que resultan en realidad contrarias. Una es que el sujeto o los sujetos en cuestión se consideren en posesión de la verdad absoluta y, desde esa dogmática postura, engloben, lógicamente, a todo el mundo en esa verdad. Es la idea de que no se puede pensar de forma distinta, porque pensar algo distinto sería un error. Sólo existe una forma correcta de pensar, que es la que el sujeto profesa, así que se da por hecho que nadie puede pensar distinto. La otra razón que se me ocurre es la contraria a esta. Que el sujeto no esté seguro de que lo que opina es cierto, y la única manera de asegurarse en su propia opinión es que los demás opinen lo mismo que él. Si la primera razón tenía que ver con la superioridad de la verdad absoluta, esta tiene que ver con la inferioridad de la falta de confianza en uno mismo y en el propio criterio. Como un millón de moscas no pueden equivocarse, si los demás opinan como uno, eso demuestra que ese uno no está equivocado. La poca consistencia de la opinión propia se sustituye por una supuesta extensión de la misma. Todos opinan igual, así que se tiene la razón.

            Esta segunda postura es la que más me llama la atención, y la que quiero tratar en estas líneas. Yo la relaciono con otras actitudes, como apiñarse todos en el mismo vagón del metro, o entrar todos por la misma puerta. De la misma manera que se busca el refugio en la opinión de los demás ante la inseguridad de la propia, se busca el refugio físico en los demás ante la misma inseguridad física. Yo creo que eso es lo que peor hemos llevado de la pandemia, que no nos hemos podido apelotonar. Si no se lo creen les propongo que hagan la prueba. Váyanse a una playa desierta y coloquen la toalla en cualquier punto de la arena. Ya verán como el próximo que llegue se pone a su lado.

            Creo que era Einstein quien decía que para ser un miembro irreprochable de un rebaño de ovejas uno debe de ser, por encima de todo, una oveja. Es por esta mentalidad de rebaño por la que hemos sustituido la sociabilidad aristotélica. Para el propio cristianismo no somos más que ovejas que necesitan un pastor. Incluso cuando uno no quiere formar parte del rebaño sigue siendo una oveja: una oveja negra. Negra si, pero oveja. Llegados a este punto es casi mejor ser un acontecimiento cualquiera antes que un ser humano. Cuando un acontecimiento se sale de la normalidad esperada se dice que estamos ante un cisne negro. Y entre ser una oveja y ser un cisne cualquiera querría ser un cisne. O eso opino yo.

viernes, 11 de marzo de 2022

Disuasión y Perogrullo

 

Al día siguiente de leer en el periódico progresista-reaccionario el artículo que fue objeto de mi escrito anterior, leí otro, supongo que de la misma colección que, si bien no demostraba que su autora fuera una imbécil peligrosa, si que venía a mostrar que cualquiera puede tener un cargo rimbombante y escribir obviedades en un periódico, seguramente cobrando por ello. Esta vez si que apunté el nombre de la autora del artículo, Shannon Bugos, y su profesión, Analista Política de la Asociación por el Control de Armas, con sede en Washington (D.C.). Aunque intenté leer dicho escrito hasta el final, más o menos a la mitad decidí que tenía muchas cosas que hacer y que no podía seguir perdiendo el tiempo con aquella sarta de perogrulladas, aunque, al igual que la vez anterior, la entradilla del mismo era más suficiente para poder saber lo que venía detrás. Decía ésta que: “El presidente ruso ha demostrado que tener armas atómicas no impide a los países que las poseen empezar guerras importantes”. Les prometo que leí dicha entradilla varias veces, convencido de que había leído mal, y si me lancé a leer el resto del artículo fue por comprobar si en dicha entradilla existía algún error de traducción, de tal forma que el cuerpo del texto desmintiera lo dicho en ella. Pero, lejos de ello, comprobé desolado que más bien lo ratificaba.

            En España solemos hablar de verdades de Perogrullo, que son verdades como puños. A lo mejor si la señora o señorita Bugos hubiera sido española habría pensado en ello antes de escribir lo que escribió. O a lo mejor es que el oficio de analista político implica confundir las cosas y no enterarse de nada. No lo se. Lo que si que se es que, no es que poseer armas atómicas impida empezar guerras sino, más bien al contrario, es el hecho de poseer armas atómicas lo que permite empezar esas guerras. Es decir, el hecho de poseer armas atómicas lleva a los países que las poseen a poder permitirse empezar guerras importantes, estando seguros de que la posesión de esas armas va a limitar la respuesta de todos aquellos que podrían responder a una agresión. Eso es lo que ha demostrado el presidente ruso, aunque en realidad no había nada que demostrar porque es de Perogrullo que el que tiene mejor armamento está más capacitado para empezar una guerra que el que no lo tiene, ya sea esta armamento ojivas nucleares o piedras y palos. Desconozco la edad de la autora del texto, pero esto es lo que en la Guerra Fría se llamaba disuasión. El hecho de poseer armas atómicas disuadía a los potenciales enemigos de un país de lanzar un ataque contra éste, y si Ucrania hubiera poseído este tipo de armas, seguramente el presidente ruso se lo habría pensado dos veces antes de atacar. Así que el presidente ruso, a pesar de Bugos, no ha demostrado nada sino lo que ya se sabía y que desde luego no es lo que Bugos pretende.

            Enlazo esto dicho hasta ahora con un cartel que vi el otro día en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, en el cual una asociación estudiantil, supongo que de izquierda por la estética del cartel, pedía de salida de Ucrania de las tropas de Moscú y de la OTAN. A mi me hubiera gustado preguntarles a estos muchachos dónde hay tropas de la OTAN en Ucrania. Porque, volviendo a hilo conductor de este escrito, la prueba de que no las hay es que hay tropas de Moscú, y si hubiera tropas de la OTAN no habría tropas de Moscú. Otra vez el viejo concepto de disuasión. Si Putin ha atacado Ucrania es porque sabía que la OTAN no iba a responder, y si la OTAN se hubiera adelantado y hubiera estacionado tropas en Ucrania, seguramente Rusia no hubiera atacado.

            Termino este escrito como terminé el anterior. Es desesperante ver como no aprendemos nada de la Historia. Que Europa aún no haya aprendido que la única manera de detener a un matón es usar sus mismas armas. Y espero que, como la otra vez, cuando Europa se quiera dar cuenta de ello no sea demasiado tarde.

jueves, 3 de marzo de 2022

Imbéciles peligrosos

 

Andaba yo ayer buscando algo que decir acerca de la guerra que fuera más allá de las obviedades y las ñoñerías, cuando acerté a fijarme en un artículo que aparecía en el que fuera uno de los periódicos progresistas más significativos de esta país, y que como todo lo progresista en esta época, emite hoy un tufillo más bien reaccionario. Este artículo, que supongo escrito por alguna analista, o articulista o periodista -no me fijé bien en el nombre- o simplemente experta en algunos de los múltiples campos en los que se divide hoy en día la realidad mediática -o, por qué no, en todos- decía en su entradilla más o menos lo siguiente. “Esta es una guerra de hombres blancos por sus intereses patriarcales”. He de reconocer que no leí el resto del artículo, aunque dudo mucho que contradijera a dicha entradilla y, más bien sería una reafirmación y justificación de lo dicho.

            Vamos a ver. Uno o una puede ser un imbécil, y no pasa nada por serlo. El problema es que ser un imbécil en determinadas circunstancias puede ser peligroso, además de inmoral. Está muy bien, y es muy bonito, y hasta divertido, inventarse palabras o cambiar el lenguaje incluso, cuando se está calentito y calentita en casa y se tiene el riñón bien cubierto. A mi todo esto me trae al pairo, porque, total, yo voy a seguir hablando, y pensando, como me salga de las narices, que es lo que hecho siempre. Ahora bien, cuando hay gente por medio que está muriendo estas sandeces lo único que hacen es beneficiar al que los está matando y hacerle el juego al agresor, así que, como tales sandeces, deberían permanecer escondiditas en el caletre de quien las piensa o malpiensa.

            Sinceramente, no creo yo que a las mujeres ucranianas -ni a los niños, ni a los ancianos ni a los hombres- que está huyendo de su país o muriendo en sus ciudades les interesen un carajo los valores patriarcales. Y mucho menos creo que estén dispuestos a aceptar que esta en una guerra de hombres blancos. Esta es una agresión de una nación contra otra y todas las demás consideraciones están muy bien para el café del domingo, pero poco más. Como decía, andar hablando de valores patriarcales en estas circunstancias es ocultar lo que está pasando, es hacerle el juego al agresor, y el imbécil que lo escriba se convierte en un imbécil peligroso. Dígale usted desde su cómodo sillón a una familia de Kiev que ha perdido todo lo que tiene que esta es una guerra de hombres blancos, y que por lo tanto ellos son tan responsables como los rusos y verá lo que le contestan. Lo dicho, uno tiene todo el derecho de mundo a ser un imbécil, pero cuando hay muertos de por medio decir determinadas imbecilidades resulta inmoral.

            En realidad, esta crítica es extensible a toda la izquierda, o al menos a aquella parte de la izquierda que se considera a sí misma más de izquierda y que, como antes decía, es cada vez más reaccionaria. Está muy bien ser pacifista y cantar por la paz y llevar flores en el pelo y cosas así. Pero cuando las cosas se ponen serias hay también que ponerse serio. Y cuando, como es el caso, nos encontramos ante una agresión directa, ilegal e injustificada de una potencia a una nación más pequeña, independientemente de las razones, reales o ficticias, que el agresor pueda supuestamente tener, lo progresista -y lo moral y lo decente- es defender al agredido. El ”No a la guerra” está muy bien cuando la guerra es una entelequia, pero no cuando es real. No toda guerra es injusta y cuando se trata de defender a personas inocentes que están siendo asesinadas en masa, las dudas o las disquisiciones morales resultan inmorales. A la postura que está tomando determinada izquierda en mi me pueblo se la llama “cogérsela con papel de fumar”. Y a estos señores y señoras a los que tanto les gusta la historia -aunque solo sea la suya- yo les recomendaría que repasaran la historia del último siglo en Europa. A ver si de una vez se enteran de algo.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Regeneración

 

Un tema recurrente en la historia del pensamiento español ha sido el intento, fallido siempre, de regenerar la nación. De regenerarla no solo a nivel político, que también, sino sobre todo a nivel moral. La idea, que está presente tanto en la obra de los krausistas, como en la de los autores del 98 o los regeneracionistas del 14, es hacer que la nación española, y entiéndase por nación el conjunto de los que forman eso que llamamos España, progrese moral e intelectualmente. Este intento de progreso de la nación ha fracasado repetidamente. Los españoles seguimos siendo los mismos que en el siglo XVII y es muy posible que este país ya no tenga remedio.

            Decía Ortega, uno de los que con más denuedo buscó esa regeneración de la nación de la que hablaba más arriba, que el gran problema de España era que carecía de minorías egregias, de una elite intelectual y moral que fuera capaz de vertebrar -de ahí lo de España Invertebrada- los impulsos y anhelos de la masa del pueblo en un proyecto común. Eso, téngase muy en cuenta, lo decía Ortega a principios del siglo XX, y teniendo a la vista a los políticos y dirigentes españoles de los siglos XVIII y XIX. Imagínense ustedes lo que diría ahora a la vista de la clase política que nos ha tocado, o más bien que hemos encumbrado, que constituye todo un dechado de estulticia y mediocridad. Porque si nos ponemos a comparar a los Mauras, a los Sagastas, a los Cánovas o a los Salmerones con lo que se sienta, y además habla, en nuestro Parlamento, yo creo que el propio Ortega rescribiría su obra para alabar la política de su tiempo.

            Que los políticos españoles, desde el primero hasta el último, constituyen la prueba más palpable de lo atrevida que puede ser la ignorancia y que ser intelectualmente disminuido es la mejor recomendación para medrar en la cosa pública, es algo que para mí está fuera de toda duda. Lo que sería digno de investigar, aunque yo no voy a hacerlo ahora, es como han llegado hasta donde están, cómo han conseguido que los ciudadanos les voten porque de lo que tampoco me cabe ninguna duda es que un país entero no puede ser imbécil.

            Como un país entero no puede ser imbécil, habrá que empezar a plantearse que si estos señores y señoras y señoros están donde están es porque han conseguido agitar los sentimientos más oscuros y ocultos de los españoles, entre los que destacan la envidia y el cainismo. Ese sentimiento que nos dice que lo mejor que podemos hacer con el vecino es darle un palo y que si aquél dice sí, yo digo no, tan magistralmente reflejado por Goya, otro que intentó regenerar el país, en su pintura “Duelo a garrotazos”. De donde se desprende también que si queremos sacar a la nación de su marasmo intelectual y moral habrá que dejar de confiar en los políticos, no hacerles ni caso, y empezar a hacerlo cada uno desde la pequeña parcela de su vida.




viernes, 11 de febrero de 2022

Turismo II. Las ciudades

 

Antaño existían unas tarjetas denominadas “postales”. Consistían estas tarjetas postales en alguna fotografía de algún lugar emblemático de la ciudad, o de la comarca, de alguna curiosidad intrínseca al lugar donde uno se encontraba. Estas tarjetas llevaban por detrás un espacio para escribir un mensaje generalmente corto, del tipo “estamos bien, espero que al recibo de la presente estéis también todos bien”, y otro espacio al lado para escribir la dirección del destinatario que recibía la tarjeta por correo, de ahí la calificación de “postal”.

            Sirva lo anterior como introducción a la segunda de las cuestiones que había quedado pendiente en el escrito precedente: la referente al hecho de qué es lo que se busca cuando se visita una ciudad. Hoy ya no se venden apenas postales, excepto para algún coleccionista, porque son los propios turistas los que fabrican las suyas con las cámaras integradas en sus teléfonos móviles. Lo único que interesa del lugar que se visita es fotografiarlo, no disfrutar de él, y no se cae en la cuenta de que fotografiarlo es matarlo y que las vivencias que despierta en nosotros un paisaje o una catedral no pueden ser captadas por una cámara. A lo sumo, durante el tiempo que perdemos en hacer fotos, nos perdemos también esas vivencias. Nos hemos convertido, en realidad, en cámaras fotográficas andantes y vivientes, y si fuera verdad la creencia de algunos pueblos primitivos de que las fotografías roban el alma, hace ya mucho tiempo que se habría desalmado a toda la población, tanto divina como humana.

            El llevar la cámara fotográfica integrada supone una ventaja añadida sobre las postales, y es que se puede instantáneamente mostrar las fotografías realizadas en las redes sociales. Las instantáneas de antes se han convertido realmente en instantáneas, y cualquiera de nuestros conocidos, y de los que no lo son tanto, puede saber al segundo en qué lugar del mundo nos encontramos. Yo, personalmente, no le veo ninguna ventaja a esto, aunque supongo que los que lo hacen, entre otras cosas, generarán la envidia de los que les siguen.

            Y llegamos así al centro de la cuestión: la obligatoriedad de visitar aquellas ciudades que otros visitan y muestran en las redes sociales. Por supuesto, lo que en cada ciudad hay que visitar es lo que aparece en dichas redes o en las guías turísticas. La ciudad en sí misma resulta indiferente, da igual que se esté visitando París o Río de Janeiro. De lo que se trata es de hacerse la foto en el mismo lugar en que se la ha hecho nuestro vecino o el amigo de Facebook. Se convierten así los viajes turísticos en una especie de safaris fotográficos, donde lo único que se busca es esa foto que esperamos que sea la envidia de nuestras amistades. Da igual si en dicha foto aparecen trescientas personas que no conocemos de nada y que estaban también haciéndose la foto de rigor, mientras que al fondo se atisba la Torre Eiffel o la Puerta de Brandemburgo.

            Recuerdo que cuando visité Lisboa había un ascensor que subía a uno de los barrios más típicos de la ciudad. Había una cola kilométrica para tomar dicho ascensor, mientras que se podía perfectamente subir al mismo barrio -y tener las mismas vistas- por una escalera o callejeando por la ciudad. No se trataba, pues, para los que pacientemente esperaban su turno en el ascensor, de conocer Lisboa, sino que montar en el artilugio. Y es que las ciudades solo se conocen viviéndolas, sintiéndolas, andándolas y oliéndolas. Una ciudad es algo vivo en lo que hay que penetrar. Hay que fundirse con ella. Una ciudad es como la vida: se puede estar en ella o se puede pasar por ella. Hay gente que está de paso por la vida, como está de paso por las ciudades que visita. Y hay gente que vive las ciudades como vive su vida. Una ciudad no se vive en una tarde al bajar de un crucero, no se siente en una semana. Hace falta tiempo y una mente dispuesta para penetrar en el espíritu de una ciudad. Si no, estamos haciendo fotos de algunos sitios. Estamos comprando postales para ponerlas en el álbum como quien caza mariposas para clavarlas en un cartón. Habremos pasado por muchos sitios, pero no habremos estado en la ciudad.

miércoles, 2 de febrero de 2022

Turismo I: Las personas

Dos notas caracterizan hoy a las ciudades. Una, son algo que debe ser visitado; dos, son unas cuantas páginas en una guía turística.

            El turismo, como actividad necesaria para conocer otras culturas y otros pueblos, es casi tan antiguo como la humanidad. Los antiguos griegos ya visitaban a las culturas vecinas: persas, fenicios o egipcios, para empaparse de sus costumbres y aprender lo que estas culturas les pudieran enseñar. Y de allí sacaron los conocimientos matemáticos, científicos y filosóficos que luego constituyeron la gran cultura griega. Los romanos, dando un paso más alá, inventaron lo que más tarde se conocería como “veraneo” y construyeron villas en las orillas del Mediterráneo o del Adriático, o en islas paradisíacas, para pasar los estiajes. A partir del siglo XVII el viajar a otros países se convirtió en algo casi obligado para los hijos de las familias acomodadas como elemento fundamental para su formación, actividad que alcanzó su auge en el siglo XIX, cuando los vástagos de la alta burguesía occidental pasaba, al acabar sus estudios y antes de incorporarse a los negocios familiares, recorriendo el mundo y completando su educación.

            Nótese bien que estas originales actividades turísticas se caracterizan por dos cosas: primera, son llevadas a cabo solo por aquellos que económicamente ocupan un lugar elevado en la sociedad y, segundo, tienen como objetivo fundamental la adquisición de unos conocimientos que no podían ser adquiridos de otra forma -aunque Kant ya puso en duda que el viajar pudiera dar algún tipo de conocimiento nuevo al que no pudiera llegar por la razón y la lectura, y de hecho nunca salió de su localidad natal.

            Centremos ahora nuestra vista en el turismo actual. En primer lugar, se ha convertido en una actividad que cualquier miembro de la sociedad puede realizar. Incluso aquellos que disponen de menos recursos económicos como los jóvenes, pueden coger un avión por unos cuantos euros para viajar a cualquier parte del mundo, de tal forma que si uno visita cualquier rincón perdido del Punjab, por ejemplo, probablemente encuentre más estadounidenses, franceses, británicos, alemanes, italianos o españoles que nativos de la zona. En segundo lugar, en un mundo globalizado ya no se viaja para conocer nuevas culturas, porque ya solo existe una cultura, que es la cultura humana que impuso la Ilustración y el capitalismo. No es una cuestión de aculturación: es que ante existían múltiples mundos en este mundo y hoy solo existe uno. De hecho, este mundo se ha quedado ya tan pequeño que se está empezando a implementar el turismo espacial.

            Como decía, hoy en día ya no tiene sentido decir que uno viaja para conocer otros pueblos y el que lo diga es tonto. Las costumbres son las mismas en Zaragoza que en Tombuctú, más allá de unos cuantos caracteres secundarios como la comida o el vestido, que cada vez se van uniformizando más. Porque usted podrá comer Pollo al Chilindrón en Zaragoza y lo que sea que se coma en Tombuctú, pero seguro que en los dos sitios se puede comer una hamburguesa. Hoy en día, gracias a Internet, cualquiera puede hacer una visita virtual por París o por el Hermitage de San Petersburgo sin salir de su casa y, sobre todo, sin montar en un avión atestado de gente que a lo que más se parece es a un vagón de tercera de un ferrocarril de hace un siglo. Hoy, cualquier patán o patana que no sabe hacer la “o” con un canuto puede visitar y de hecho visita Roma, Florencia o Atenas y luego presume de ello delante de sus vecinos, aunque no se haya enterado de nada de lo que ha visto y lo único que pueda decir de ello es que es todo “muy bonito”.

            Viajar, así, se ha convertido, casi más que en una obligación, en una necesidad social, creada por la industria del Turismo que ha descubierto un filón en todos aquellos seres humanos a los que se puede convencer de que deben de hacer turismo, que es una actividad de ricos que ahora está a su alcance. Y así, esta misma industria del turismo ha descubierto que su mejor producto no es lo que venden, sino quien lo compra.

            Ahora bien, ¿qué es lo que visitan los que visitan? Eso, que es la segunda característica de la que hablaba al principio, se tratará en otra ocasión. 

miércoles, 26 de enero de 2022

Estatuas

         Siempre me he preguntado que mirarán las estatuas que habitan multitud de rincones de Madrid. Hay estatuas de reyes y generales, montadas en briosos caballos estatuarios que parecen contemplar la Historia desde sus monturas. Hay estatuas de políticos y gobernantes, que miran al horizonte como si miraran al futuro, donde tal vez pusieron sus miras cuando estaban vivos. Hay estatuas de dioses y diosas, que imitan un tiempo en el cual aún tenían algo que decir en la vida de los hombres. Y hay estatuas más pequeñas, más humildes y discretas, a veces solo un busto o una pequeña figura. Estatuas de escritores, poetas o músicos, estatuas de artistas que aún, desde su actualidad de estatuas, parece que se embeben de la belleza de la vida que pasa por su lado.

            Una de estas estatuas, no se si se habrán parado a verla o se habrán fijado en ella, es la de Pío Baroja en la entrada -o en la salida, según se mire o según se suba o se baje la cuesta- de la calle de Claudio Moyano. Aquellos que sean de Madrid -pero de Madrid, Madrid, que no solo hayan nacido aquí sino que además sientan esta ciudad como suya- sabrán que en la susodicha calle -en la cuesta de Moyano- se asientan una casetas de venta de libros antiguos y de ocasión, que son las que han dado fama a la citada vía. Se sitúan esta casetas a la izquierda según se sube la cuesta desde Atocha, a la derecha según se baja dese la calle de Alfonso XII y también a la derecha de la estatua de Pío Baroja. Uno esperaría que la estatua de un novelista como Baroja estuviera mirando las casetas de venta de libros, intención que debió ser la del prócer municipal que la colocó allí, sin embargo no es así. Tampoco extiende su mirada hacia la Glorieta de Carlos V y el comienzo del Paseo del Prado. Ya he dicho que la estatuas que contemplan el horizonte son las de los políticos, como hace la de Claudio Moyano en el otro extremo de la calle. No, la estatua de Pío Baroja mira hacia su izquierda, hacia la verja del Palacio de Fomento sede del Ministerio de Agricultura y, técnicamente, hacia ningún sitio.

Parece como, si en su plácida postura, con las manos cruzadas sobre su vientre, su sempiterna boina y un viento intangible moviendo los faldones de su abrigo, el propio escritor se hubiera girado para no ver lo que hay a su alrededor. Para permanecer para siempre en sus pensamientos y obviar la fauna humana que pulula en torno. Multitudes que parecen más un rebaño que un grupo humano, que se agolpan  ante las casetas de libros, no porque les interesen los libros, sino porque aparecen en las guías turísticas como algo que se debe visitar cuando se viene a Madrid -es curioso como las ciudades se han convertido en una guía turística-.jovencitos, y no tan jovencitos, en patinete y en bicicleta esquivando transeúntes, o multitudes que se dirigen a disfrutar de la mañana de la tarde en el Parque de El Retiro, un trozo de Naturaleza en la ciudad, y otro gran desconocido más allá del estanque y las barcas que salen en las mismas guías turísticas de más arriba. Nadie, probablemente se fija en la estatua de Pío Baroja, y es por esto por lo que es probable que el insigne haya decidido dar la espalda a todos ellos, mirar a la nada y no fijarse en las, al fin y al cabo, miles de estatuas que pasan por su lado. Estatuas que dejan pasar su vida sin vivirla, entre guías turísticas y series de televisión, entre partidos de fútbol y series de televisión, entre una existencia vacía y series de televisión. Estatuas metálicas, como la del Jardín Botánico, que, por cierto, se sitúa a la derecha de Pío Baroja, entre los puestos de venta de libros.

En línea recta con la estatua de Pío Baroja, ya dentro del Parque de El Retiro y situada en un plano superior a ésta, se encuentra la que para mí es la estatua más emblemática de Madrid, la estatua del Ángel Caído, una estatua de Lucifer. También está en las guías turísticas y todo el que pasa por allí fotografía la caída y el sufrimiento del que fue el ángel favorito de Dios. El ángel que cae a tierra y se encuentra con Pío Baroja en el centro de Madrid.

miércoles, 19 de enero de 2022

Justicia social y cochina envidia

     La ventaja de ir cumpliendo años, si además de años se tienen ojos en la cara y un par de neuronas en el cerebro, es que se gana experiencia. Y la experiencia permite juzgar desde una perspectiva distinta a cuando se es más joven. De hecho, la experiencia abre perspectivas que antaño no se creían posibles. La verdad es cosa de jóvenes y los que ya tienen una edad, quizás de tanto buscarla, saben que es demasiado escurridiza. Una de esas verdades absolutas que uno posee cuando es joven y que se va desgastando con los años es la que hace referencia a la así llamada “justicia social”.

            Creo que fue Raymond Aron el que dijo aquello de que quien no es comunista a los veinte años no tiene corazón, y quien sigue siendo comunista a los cuarenta no tiene cabeza. Yo no se si dicho adagio es cierto o no o, como decía Ortega, es una bellaquería que tiene razón una vez extirpada la previa bellaquería. Lo que sí que se es que a los veinte años, el motor de todo el mundo que orbita alrededor del veinteañero es la idea de justicia, la convicción de que el mundo es injusto, de que hay algunos que tienen mucho y muchos que tienen muy poco y que eso es culpa y responsabilidad exclusiva de los que tienen mucho y que él concreto merece algo distinto, y mejor, de lo que tiene.

            Esta perspectiva cambia, y a lo mejor es aquí donde tiene razón Aron, cuando uno se hace mayor y va obteniendo logros en su vida, se la va construyendo en vista a los proyectos, y también los sueños y las esperanzas, que tenía cuando era joven. Habrá quien realice toda su vida de acuerdo con sus proyectos y los vea cumplidos, y entonces empiece a considerar que el mundo es justo y que, aunque hay injusticia, ésta queda como algo abstracto y lejano de su vida concreta. Y no nos engañemos: nadie es malo por ello. No hay psiquis humana que soporte la idea perpetua de que el mundo es una basura y que no se puede hacer nada para arreglarlo, que es a la conclusión a la que se llega después de mucho intentarlo. Quien piensa así acaba tirándose por el balcón.

            También hay gente, la gran mayoría en realidad, que a los cuarenta no ha conseguido realizar sus sueños, a veces, no lo voy a negar, por falta de suerte o por alguna intrínseca injusticia, pero las más de las veces porque esos sueños no han sido acompañados de un proyecto de vida coherente con ellos, y de una realización vital que permitiera lograrlos. Así, vemos cajeras o reponedores de supermercado que hubieran querido ser médicas o abogados, pero que han pasado por la vida, por su vida, durmiendo la siesta. Son estas y estos los que con cuarenta años reclaman justicia social. Pero esa justicia no es una justicia meramente distributiva, dar a cada uno lo que se merece, puesto que entonces quizás tengan lo que merecen. Así que se introduce un pequeño matiz y se empieza a hablar de dar a cada uno lo que le corresponde. Y claro, lo que a uno le corresponde es lo mismo que lo que le corresponde a otro, pues al fin y al cabo todos somos seres humanos y somos iguales por ello, independientemente de que uno haya pasado su infancia, su juventud y gran parte de su madurez preparándose y trabajando para realizar su proyecto y otro haya dejado pasar la vida como quien deja pasar las horas. Y así, el segundo, que ve lo que el primero tiene, exige para sí lo mismo, reclamándolo como de justicia, Y si él no lo consigue lo que resulta de justicia es que se lo quiten al primero, porque todos somos iguales, da lo mismo que uno sea un premio nobel o un asesino en serie. Así que cuando uno crece, como decía, se empieza a plantear si es que llaman justicia social no será, en el fondo, más que envidia cochina.

miércoles, 12 de enero de 2022

Voltaire

Hace unos días vi en una serie que emite RTVE a la hora de la siesta algo que me dio que pensar. En la susodicha serie, uno de los personajes principales, una jovencita comprometida con todos los problemas sociales habidos y por haber y representante egregia del más actual pensamiento único políticamente correcto, hablando con otro de los personajes, un policía de color -de color negro, se entiende- al que una banda de neonazis había propinado una paliza, soltó las siguientes dos lindezas -no ella, lógicamente, que no es más que un personaje, sino los guionistas que escriben el libreto-. En primer lugar, y para abrir boca, expresó su convencimiento de que el problema no era que un grupo de descerebrados anduvieran propinando palizas, sino las ideas que los llevaban a hacerlo. Cuando me estaba reponiendo de lo que acababa de escuchar, los citados guionistas tuvieron a bien poner en la boca del personaje -o personaja- en cuestión lo que sigue, una vez se le ha comunicado que los responsables de la paliza han sido encarcelados: “eso les hará darse cuenta de que tener determinadas ideologías tiene sus consecuencias”. Nótese bien que lo que tiene consecuencias, según los ínclitos guionistas de la ficción, no son los actos, sino las ideologías. Y que el problema no es que un grupo de vándalos dedique su tiempo libre a dar palizas a los que no son como ellos, sino las ideas que profesan. Si el problema no son los actos, sino las ideas, entonces la policía no tiene que perseguir los primeros, sino las segundas. Lo que viene siendo una policía del pensamiento. Y si tener determinadas ideologías tiene consecuencias eso significa que hay ideologías correctas y otras incorrectas. Lógicamente, la ideología correcta es aquella que profesa el personaje y todos sus amigos -léase los guionistas- y, por extensión, los responsables de la cadena que emite dicha serie. Yo no se si estos guionistas habrán caído en la cuenta de que, si lo que tiene consecuencias son las ideas y no los actos, entonces también habría que exigir responsabilidades a aquel que piensa que hay que matar a todos los negros -o a todos los guionistas- pero no al que de forma efectiva los mata.

            Frente a semejante despropósito me vinieron a la mente las palabras de Voltaire “no estoy de acuerdo con tus ideas, pero daré mi vida para defender tu derecho a expresarlas”. Y es aquí donde está en quid de la cuestión que la nueva inquisición no termina de entender. Cada uno puede tener las ideas que le de la gana, y puede expresarlas cuando le de la gana. Eso es lo que se llama libertad de pensamiento y libertad de expresión. No son las ideas ni las palabras las que golpean o matan, sino los puños y las pistolas. Lo que más me entristeció, aunque ya está uno acostumbrado, es comprobar que la ausencia de Ilustración no es una característica propia y exclusiva de la derecha de este país, sino que también la izquierda es anti-ilustrada. Y es que al fin y al cabo salimos todos de la misma madre.