Antaño
existían unas tarjetas denominadas “postales”. Consistían estas tarjetas
postales en alguna fotografía de algún lugar emblemático de la ciudad, o de la
comarca, de alguna curiosidad intrínseca al lugar donde uno se encontraba.
Estas tarjetas llevaban por detrás un espacio para escribir un mensaje
generalmente corto, del tipo “estamos bien, espero que al recibo de la presente
estéis también todos bien”, y otro espacio al lado para escribir la dirección
del destinatario que recibía la tarjeta por correo, de ahí la calificación de
“postal”.
Sirva lo anterior como introducción
a la segunda de las cuestiones que había quedado pendiente en el escrito
precedente: la referente al hecho de qué es lo que se busca cuando se visita
una ciudad. Hoy ya no se venden apenas postales, excepto para algún
coleccionista, porque son los propios turistas los que fabrican las suyas con
las cámaras integradas en sus teléfonos móviles. Lo único que interesa del
lugar que se visita es fotografiarlo, no disfrutar de él, y no se cae en la
cuenta de que fotografiarlo es matarlo y que las vivencias que despierta en
nosotros un paisaje o una catedral no pueden ser captadas por una cámara. A lo
sumo, durante el tiempo que perdemos en hacer fotos, nos perdemos también esas
vivencias. Nos hemos convertido, en realidad, en cámaras fotográficas andantes
y vivientes, y si fuera verdad la creencia de algunos pueblos primitivos de que
las fotografías roban el alma, hace ya mucho tiempo que se habría desalmado a
toda la población, tanto divina como humana.
El llevar la cámara fotográfica
integrada supone una ventaja añadida sobre las postales, y es que se puede
instantáneamente mostrar las fotografías realizadas en las redes sociales. Las instantáneas de antes se han convertido realmente en instantáneas,
y cualquiera de nuestros conocidos, y de los que no lo son tanto, puede saber
al segundo en qué lugar del mundo nos encontramos. Yo, personalmente, no le veo
ninguna ventaja a esto, aunque supongo que los que lo hacen, entre otras cosas,
generarán la envidia de los que les siguen.
Y llegamos así al centro de la
cuestión: la obligatoriedad de visitar aquellas ciudades que otros visitan y
muestran en las redes sociales. Por supuesto, lo que en cada ciudad hay que
visitar es lo que aparece en dichas redes o en las guías turísticas. La ciudad
en sí misma resulta indiferente, da igual que se esté visitando París o Río de
Janeiro. De lo que se trata es de hacerse la foto en el mismo lugar en que se
la ha hecho nuestro vecino o el amigo de Facebook. Se convierten así los viajes
turísticos en una especie de safaris fotográficos, donde lo único que se busca
es esa foto que esperamos que sea la envidia de nuestras amistades. Da igual si
en dicha foto aparecen trescientas personas que no conocemos de nada y que
estaban también haciéndose la foto de rigor, mientras que al fondo se atisba la
Torre Eiffel o la Puerta de Brandemburgo.
Recuerdo que cuando visité Lisboa
había un ascensor que subía a uno de los barrios más típicos de la ciudad.
Había una cola kilométrica para tomar dicho ascensor, mientras que se podía
perfectamente subir al mismo barrio -y tener las mismas vistas- por una
escalera o callejeando por la ciudad. No se trataba, pues, para los que
pacientemente esperaban su turno en el ascensor, de conocer Lisboa, sino que
montar en el artilugio. Y es que las ciudades solo se conocen viviéndolas,
sintiéndolas, andándolas y oliéndolas. Una ciudad es algo vivo en lo que hay
que penetrar. Hay que fundirse con ella. Una ciudad es como la vida: se puede
estar en ella o se puede pasar por ella. Hay gente que está de paso por la
vida, como está de paso por las ciudades que visita. Y hay gente que vive las
ciudades como vive su vida. Una ciudad no se vive en una tarde al bajar de un
crucero, no se siente en una semana. Hace falta tiempo y una mente dispuesta para
penetrar en el espíritu de una ciudad. Si no, estamos haciendo fotos de algunos
sitios. Estamos comprando postales para ponerlas en el álbum como quien caza
mariposas para clavarlas en un cartón. Habremos pasado por muchos sitios, pero
no habremos estado en la ciudad.
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