Decía
Aristóteles que el ser humano es un animal social, que lleva inscrita dentro de
su naturaleza la tendencia a unirse con otros, porque solo así puede
desarrollar plenamente sus facultades humanas. Ahora bien, ser un animal social
no es ser un animal gregario, como las hormigas o las abejas, que agotan su
realidad individual en la única realidad del hormiguero o la colmena. Viene esto
al caso de una costumbre muy extendida entre los seres humanos, al menos los de
este país, que me llama bastante la atención, y me molesta también bastante,
que consiste en arrogarse la representación de todo el grupo humano que no es
uno mismo, en pretender que lo que uno opina o lo que a uno le gusta es lo que
opina o le gusta a todos los demás y así, a fuerza de metonimia, afirmar que él
son todos y todos son él.
Escuchamos decir, “todos los
españoles” para hacer referencia a los votantes de un determinado partido, o “todos
los madrileños” cuando en realidad se trata de los vecinos de un determinado
barrio, o “todos los vecinos” cuando se quiere decir “aquí mi amigo y yo”. De
una manera u otra se tiende siempre a englobar a todo el grupo dentro de la
opinión propia, sin preguntar a nadie y sin saber si los demás opinan realmente
lo que el que habla supone que opinan.
Dos razones se me ocurren para este
comportamiento, dos razones que resultan en realidad contrarias. Una es que el
sujeto o los sujetos en cuestión se consideren en posesión de la verdad
absoluta y, desde esa dogmática postura, engloben, lógicamente, a todo el mundo
en esa verdad. Es la idea de que no se puede pensar de forma distinta, porque
pensar algo distinto sería un error. Sólo existe una forma correcta de pensar,
que es la que el sujeto profesa, así que se da por hecho que nadie puede pensar
distinto. La otra razón que se me ocurre es la contraria a esta. Que el sujeto
no esté seguro de que lo que opina es cierto, y la única manera de asegurarse
en su propia opinión es que los demás opinen lo mismo que él. Si la primera
razón tenía que ver con la superioridad de la verdad absoluta, esta tiene que
ver con la inferioridad de la falta de confianza en uno mismo y en el propio
criterio. Como un millón de moscas no pueden equivocarse, si los demás opinan
como uno, eso demuestra que ese uno no está equivocado. La poca consistencia de
la opinión propia se sustituye por una supuesta extensión de la misma. Todos
opinan igual, así que se tiene la razón.
Esta segunda postura es la que más
me llama la atención, y la que quiero tratar en estas líneas. Yo la relaciono
con otras actitudes, como apiñarse todos en el mismo vagón del metro, o entrar
todos por la misma puerta. De la misma manera que se busca el refugio en la opinión
de los demás ante la inseguridad de la propia, se busca el refugio físico en
los demás ante la misma inseguridad física. Yo creo que eso es lo que peor
hemos llevado de la pandemia, que no nos hemos podido apelotonar. Si no se lo
creen les propongo que hagan la prueba. Váyanse a una playa desierta y coloquen
la toalla en cualquier punto de la arena. Ya verán como el próximo que llegue
se pone a su lado.
Creo que era Einstein quien decía
que para ser un miembro irreprochable de un rebaño de ovejas uno debe de ser,
por encima de todo, una oveja. Es por esta mentalidad de rebaño por la que
hemos sustituido la sociabilidad aristotélica. Para el propio cristianismo no
somos más que ovejas que necesitan un pastor. Incluso cuando uno no quiere
formar parte del rebaño sigue siendo una oveja: una oveja negra. Negra si, pero
oveja. Llegados a este punto es casi mejor ser un acontecimiento cualquiera
antes que un ser humano. Cuando un acontecimiento se sale de la normalidad
esperada se dice que estamos ante un cisne negro. Y entre ser una oveja y ser
un cisne cualquiera querría ser un cisne. O eso opino yo.
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