La última tendencia política consiste en encargar a
expertos –sujetos con un prestigio científico- la elaboración de los programas
de las organizaciones políticas. Así, vemos como las propuestas económicas de
los diferentes partidos son firmadas por prestigiosos –y no tan prestigiosos a
veces- economistas. Lo cual estaría muy bien si no significara concederles una
patente de certeza que en ningún momento poseen. Y no la poseen precisamente
porque se supone que son científicas, o al menos eso es por lo que se elaboran y lo
que se vende de dichas propuestas. O, dicho de otro modo, aquellos que,
sonrientes, presentan estas propuestas como pilar de la racionalidad y la
seriedad de su proyecto y, sobre todo, aquellos que las aplauden y sacan pecho pavoneándose
de lo racional y seria que es su organización, o más bien, la organización a la
que van a entregar su voto –porque suya, lo que se dice suya, no es- no caen en
la cuenta de algo tan simple como que los prestigiosos, y no tan prestigiosos,
economistas que las han elaborado pueden estar equivocados. Que las teorías económicas
que postulan y que materializan en un programa político pueden ser erróneas. Y
ello, precisamente, porque son científicas. Fue Popper el que dijo que una teoría,
para ser científica, tenía que poder ser falsada, tenía que poder admitir la
posibilidad de que parecieran pruebas en su contra que demostraran su falsedad:
una teoría, para ser científica, tiene que poder estar equivocada. Aunque la
enuncie un premio nobel, porque hay otros premios nobel que mantienen lo
contrario, y no por ello dejan de ser premios nobel. Todos no pueden estar en
lo cierto, pero si pueden estar todos equivocados.
¿Por qué
no se admite esta posibilidad de equivocación?. ¿Por qué se considera que una teoría
económica es verdadera a ultranza?. Porque postula aquello que los que la
consideran cierta en todos sus respectos quieren escuchar. Y eso, y no otra
cosa, es lo que la convierte en verdad. Lo paradójico es que esto niega su
carácter científico, la transforma en un dogma y, por tanto, deja de cumplir la
función que se le había asignado originalmente –la de ser obra de expertos-.
Para postular una teoría económica que no se puede refutar, o que no se quiera
refutar, no hace falta ser un economista: basta con ser un sacerdote. Porque la
religión es dogma irrefutable, no es ciencia; es, de hecho, lo opuesto a la
ciencia. Cuando no se considera que el programa político elaborado por
prestigiosos economistas pueda estar equivocado se lo ha convertido en
religión. Y ello porque la organización política que ha comprado y vendido ese
programa político como ciencia necesita que se convierta en religión, porque
sólo así se consigue que las masas se adhieran a él incondicionalmente. Nadie
nunca ha hecho una revolución con las consignas de los ciclos de Kondratiev o
la ley de los rendimientos decrecientes, pero si que se han hecho en nombre de
dogmas económicos –da igual cuáles- que se consideran ciertos por siempre y para
siempre. El Che Guevara fue ministro de Economía con Fidel Castro, cuentan,
porque donde Castro dijo “economista” él entendió “comunista”.
Lo mismo ocurre con la ciencia
política. La ciencia política ha de poder ser falsable –puede estar
equivocada-, para ser ciencia pero cuando se convierte en política real pierde
la posibilidad de falsabilidad y su carácter científico. No es más que un conjunto
de consignas vacías.
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