Se
levantó por la mañana con un extraño sabor en la boca. Era el sabor amargo de
lo que siempre había querido ser mezclado con el ácido de la bilis que no le
dejaba serlo. Sabía que un día más tendría que cumplir con el ritual absurdo
que marcaba su vida, con el ritual que otros habían decidido para él desde el principio de los tiempos. Se
preguntó, como se preguntaba todas las mañanas, dónde estaba la realidad de
aquella existencia que no era existencia, sino un mero pasar el tiempo mientras
contemplaba la vida de los demás, igual que la suya, aunque a cada uno le
pareciera distinta. Mientras se lavaba los dientes intentando expulsar de su
boca aquel regusto a fracaso y hundimiento se miró en el cristal del espejo del
baño esperando ver, como cada día, la misma cara enmarcada por el mismo fondo:
los mismos baldosines de la misma estancia de siempre; el mismo armario del
fondo con los mismos frascos de perfume y las mismas cremas hidratantes y el
mismo tipo con ojeras y cara cargada de
sueño que le miraba a él desde el otro lado, desde un lado igual que el suyo
pero sin embargo no el mismo. Esperaba verlo todo como todas las mañanas pero
no lo vio. Es decir vio lo mismo pero no era igual. Algo en la mirada que le
devolvía el reflejo del otro lado del espejo le hizo ver que en realidad todo había
cambiado aunque siguiera siendo lo mismo. Era una mirada alegre, una mirada
plena a la vez que perversa. Una mirada que le invitaba a romper las barreras,
a traspasar la línea que le separaba, ahora se empezaba a dar cuenta, de la
vida que siempre había querido vivir y que ahora se le ofrecía desde el otro
lado del cristal. Es algo demasiado obvio -pensó- que el otro lado del espejo
nos devuelva nuestro yo oculto, nuestro yo encerrado o la otra cara de nuestro
yo. Algo demasiadas veces dicho, demasiadas veces escrito, demasiadas veces oído.
Todo está al otro lado del espejo, pensó, pero a éste nunca hay nada. No hay
más que atravesar el cristal, pensó, y llegaré a donde legó Alicia, al final de
mi camino, al otro lado de la madriguera del conejo.
Pero
no se trataba de eso y pronto lo vio claro. No se trataba de lo que había el otro
lado del espejo, porque al otro lado del espejo no hay nada, como todo el mundo
sabe, tan solo una falsa apariencia de profundidad que más bien depende de la
habilidad del maestro cristalero. Se trataba de lo que en realidad veía en el
espejo, de lo que el espejo le devolvía. Se trataba de su reflejo, de su
reflejo invertido, que le devolvía su mirada invertida, subvertida. Las viejas
normas morales eran nuevas en el reflejo del cristal. La vida monótona se giraba,
se retorcía en el espejo y se convertía en algo nunca vivido, en algo nuevo. De
hecho, pronto cayó en la cuenta de que él era el autentico reflejo de quien se
miraba desde el otro lado. Que él era el lado equivocado de una vida feliz. Se
dio cuenta de que, al fin y al cabo, el otro lado del espejo seguía sin existir
y de que él no era más que el reflejo de otra vida que no era suya y que ahora
sabía que nunca lo sería.
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