Una tarde cayó en la cuenta de que él
no era él, sino lo que habían tratado de hacer de él. No fue una revelación
mística, ni siquiera una toma de conciencia de algo que hubiera estado rondando
por su mente desde hacía tiempo, inquietándole y desasosegándole por la noche.
Fue más bien algo que pasó, una irrelevancia como otra cualquiera, como el que
se da cuenta de que ya ha caído el sol o el que de pronto descubre que tiene
una mancha en el jersey. Lo peor de todo, sin embargo, no fue ese darse cuenta
de algo que podía compararse con una mala higiene personal, sino el pensar que,
si no era él, tenía que buscarse tal y como era. La sensación, de nuevo, no fue
de angustia, ni de desesperación, sino de pereza: pereza vital que tenia que
ver con las pocas ganas que tenía, a su edad, de empezar a buscarse a sí mismo,
cuando creía que ya había mucho tiempo que se había encontrado. Y sobre todo pereza
intelectual de tener que romper con todos sus moldes, de tener que enfrentarse
a todo lo que le había constituido, a todo lo que había sido y borrarlo de su
vida; pereza de tener que acudir al oráculo de Delfos y, sobre todo, pereza de
tener que enfrentarse a todos los que le habían conocido tal y como ahora él y
solo él sabía que no era. De tener que dar explicaciones de porqué a partir de
ese momento iba a ser de otra manera, por qué iba a dejar de creer en lo que
creía, iba a dejar de sentir lo que sentía e iba a dejar de pensar lo que
pensaba. No le apetecía nada tener que explicar que todo lo que habían conocido
de él no era más que una farsa montada para poder vivir en un mundo que le exigía
vivir en la farsa, una ficción para poder sobrevivir en un teatro donde solo
contaba la ficción. Y eso le abrió los ojos: si todo era una farsa, entonces su
farsa solo podía ser tomada como tal, como una farsa mayor, como una meta-farsa
que, por necesidad, acabaría convirtiéndose en lo auténtico. Si todo era
mentira al fin y al cabo, la verdad de lo que él era seguiría oculta a los ojos
de todas las marionetas que bailaban a su alrededor. Solo que el saber que
vivía en un guiñol le permitiría manejar los hilos. O al menos cortar los que
le ataban. En el peor de los casos, podía dar un tirón de vez en cuando. Se
sacudió la pereza y pensó en pensar.
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