Qué ganas tengo de
vivir en un país normal. Un país normal donde acontecimientos normales –aunque
importantes- se desarrollen de forma normal. Pero no, aquí de todo tenemos que
hacer una tragedia griega. No me imagino yo a los monárquicos franceses –que
hay muchos- pidiendo un referendo cada vez que un presidente termina su
mandato, ni los republicanos holandeses –que hay muchos, no en vano la República
se inventó en Holanda- pidieron un referendo tras la abdicación de la reina
Beatriz. Pero cada día estoy más convencido de que aquí tenemos un déficit
racional situado a nivel genético profundo. Aún así, quiero pensar –más bien
estoy seguro- que los grupos que promueven ese referendo son conscientes de que
no se va a celebrar y que sólo están realizando movimientos tácticos de cara a
las próximas elecciones, comportándose de forma racional en suma. Sólo así se explica
que se pida ahora, y no hace diez años -pues en tanto modelo de Estado la situación es la misma- cuando, con la
economía viento en popa y toda la población con su chalet, su coche nuevo y su
televisor de cincuenta pulgadas, plantear una transición republicana hubiera
sido un suicidio político. De la misma forma están tomando posiciones el PP y
el PSOE; y atentos al PSOE: si Juan Carlos tuvo su político, que fue Suárez,
Felipe tiene el suyo que es Eduardo Madina.
Pero vamos a suponer que, a pesar de
todo, dicho referendo se lleva a cabo, lo cual, en puridad, no sería sino una
muestra de normalidad democrática –eso que nos falta- y no algo extraordinario.
De los dos escenarios posibles –pues excluyo aquel en el cual la diferencia
fuera tan irrelevante que condujera directamente al enfrentamiento civil- el
que cuenta con un número mayor –mucho mayor- de probabilidades es aquél en el
cual la opción republicana resulte derrotada –y hace falta no tener ni idea de
cuál es la realidad sociológica de este país para pensar lo contrario-. En este
caso la bofetada que se daría la izquierda –pues es la izquierda la que
promueve la república: ni la derecha ni la izquierda moderada, ambas por
razones estratégicas- sería de las que hacen época y los réditos electorales de
la derecha serían casi ilimitados, con lo cual la situación social que provoca
este referéndum, y que es sobre la que hay que actuar, saldría reforzada.
Tendríamos derecha y recortes sociales por mucho tiempo. El referendo sería en
este sentido una bomba que estallaría en la cara a sus promotores. Pero hay
algo más. Las masas que siguen a aquellos que piden un referendo dan por hecho que
éste no es más que un trámite previo a la instauración de la República. Ni siquiera
consideran su resultado. En su imaginario identifican los dos acontecimientos:
referendo es ya República. La conclusión necesaria de este proceso sería la aparición
de grupúsculos que no aceptarían el resultado y que, por transición lógica, se constituirían
en grupos de resistencia armada y el
terrorismo -con los beneficios electorales que le produce a la derecha-
volvería al escenario político.
Pero supongamos que, contra todo
pronóstico, se da el segundo escenario posible y el resultado del referendo es
favorable a la República. Habría entonces que determinar cuál es el modelo de República
que se desea, y aquí los promotores del referendo, que con cierta razón se
considerarían los vencedores del proceso, impondrían su república –porque que nadie se engañe: aquí no se pide una
república en general, se pode una república muy concreta-. No quiero recordar
aquí las alabanzas a los sistemas venezolano y cubano que salen constantemente
de sus filas, pero sí que en estas tesituras los nacionalismos se considerarían
legitimados para iniciar un proceso de descomposición del Estado –algo que no
sería la primera vez que pasa-, mientras que los capitales saldrían disparados
del país, y los mercados, que buscan por encima de todo la estabilidad, apretarían
hasta la asfixia el dogal. La situación social se deterioraría a marchas
forzadas –al menos eso he de pensar mientras no se me aclaren cuáles son los
mecanismos con los que se paliarían estas circunstancias- y todo quedaría
dispuesto para una intervención del Ejército –y quien piense que eso es
imposible es que vive en el país de las hadas-, legitimada, además, por el cumplimiento
de su misión de defensa de la Constitución. La III República, así, duraría
menos que la I y acabaría peor que la II.
Plantear un cambio en el modelo de
Estado cuando la situación social es un desastre –y, sobre todo, cuando este
desastre no ha sido causado por el modelo de Estado y, por lo tanto, no se va a
solucionar con el cambio de modelo de Estado- es una muy mala idea. Y yo, que
soy republicano, sé que es una muy mala idea. Los cambios profundos en la
estructura del Estado cuando las cosas van mal sólo hacen que vayan peor –y hay
innumerables ejemplos en la historia, el último el de Egipto-. Hay que hacerlos
cuando las cosas van bien, pero cuando las cosas van bien no hay interés, por
parte de nadie, en hacerlo. España tiene en la actualidad problemas mucho más
graves que quién ocupa una jefatura del Estado que, en el fondo, no deja de ser
una institución simbólica y la izquierda tiene problema mucho más graves que
resolver después de la derrota en las elecciones europeas. A la persona que espera
en el pasillo atestado de las urgencias de un hospital público a que le
atiendan –yo también se ponerme populista- le importa un rábano si su
representación internacional la asume un rey o un presidente.
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