La educación es uno de los elementos
claves en el desarrollo de cualquier sociedad. Un grupo social sólo es tal –y
no un conjunto de individuos aislados- si sus miembros comparten las mismas
normas y los mismos intereses básicos, es decir si han sido educados dentro de
esa sociedad. La educación, así tiene un componente importante de socialización.
A los individuos se les educa para vivir en sociedad, no para aislarse de ésta,
aunque esto no signifique necesariamente que la educación de los ciudadanos
tenga como objeto despersonalizarles. Al contrario, será de la educación que
los sujetos reciban como se formará una sociedad u otra –y también, la viceversa:
determinadas sociedades educarán a sus miembros de diferentes formas-. De
hecho, una sociedad democrática necesita sujetos autónomos e informados, y por
ello su estructura educativa debe dirigirse a ese fin, al menos si quiere
seguir siendo una sociedad democrática. En resumen, es la sociedad en su
conjunto la que tiene la responsabilidad de educar a sus miembros –de ahí el
famoso adaggio supuestamente africano de que “para educar a un niño hace falta
toda una tribu”-, pero, por otro lado, una sociedad democrática tiene la
necesidad de educar a sus miembros en la autonomía personal.
La idea de educación aparece por
primera vez en la antigua Grecia y estaba íntimamente relacionada con el
concepto de polis. La Paideia consistía en la formación de ciudadanos
libres que pudieran participar en la vida social y política, por eso su
objetivo último era la politeia, el gobierno
de la ciudad. De ahí que Platón desarrollara un ideal político en el cual la
educación era la piedra angular, educación que era regulada y organizada
alrededor de ese ideal social y que era impartida por la propia sociedad –los
niños, al nacer, dejaban de ser hijos de sus padres, eran separados de éstos y
pasaban a ser responsabilidad de toda la polis-.
Concepción ideal que, por cierto, se diferenciaba muy poco de la que Esparta
llevaba a cabo de forma efectiva y que era, dicho sea de paso, la que permitió
a Esparta mantener las antiguas virtudes y evitar la decadencia en la que se
había visto envuelta Atenas, lo que llevó a la primera a derrotar a la segunda
en la guerra del Peloponeso.
Esta concepción de la educación como
formación integral de los ciudadanos, entendida como la necesidad social de
formar individuos libres, autónomos e informados, es la que vuelve a tomar
fuerza en la Ilustración, concepción que se resume sobre todo en el pensamiento
de Kant (influenciado en este aspecto por Rousseau) y sus ideas del sapere aude
–atrévete a pensar- y de que el llamado Siglo de las Luces es una época de
Ilustración, pero no una época ilustrada. La deriva posterior de la Ilustración
hacia el desarrollo del capitalismo, haciendo prevalecer una visión
instrumental de la Razón frente a una concepción de la misma como razón
crítica, va a hacer que en el siglo XIX la consideración de la razón cambie de
forma radical, y frente a algunos intentos –a veces heroicos- de entender ésta
como formación de los ciudadanos –en España, por ejemplo, en la Institución
libre de Enseñanza- la educación pase a ser sinónimo de “buenas costumbres”. En
efecto, la sociedad burguesa del XIX considera educada a aquella persona que
conoce las convenciones sociales y las cumple, y no a aquella que sigue las
recomendaciones kantianas. La sociedad capitalista no necesita individuos que
piensen por sí mismos, sino sujetos que obedezcan y se integren sin rechistar
en la maquinaria de producción. Es en este sentido en el que hay que entender
todas las reformas educativas que se han venido dando en España en los últimos
veinte años.
Paradójicamente el desarrollo de la
sociedad capitalista ha hecho periclitar también esta idea de educación, de tal
forma que hoy en día han desaparecido tanto una como otra. Seguimos viviendo en
una sociedad de ilustración pero no ilustrada, como denunciaba Kant en su
momento, pero con el agravante de que ahora nadie da los buenos días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario