Si
la libertad interna o libertad de la voluntad era problemática en su análisis,
mucho más lo es la libertad externa o libertad de acción –la libertad política
o civil-, desde el momento en que se encuentra sujeta a determinaciones que no
dependen exclusivamente del sujeto, sino que tienen lugar en la relación de
éste con los demás individuos o, lo que viene a ser lo mismo, en el propio entorno social.
La libertad de acción suele tomar
dos caracterizaciones distintas: la llamada libertad negativa, o “libertad de”
y la libertad positiva o “libertad para”. La libertad negativa se define como
la ausencia de constricciones para la acción, mientras que la libertad positiva
es la posibilidad efectiva de poder actuar. La libertad negativa, así, es la
base o el fundamento de la libertad positiva, aunque puede considerarse que la auténtica
libertad política es la libertad positiva.
Como ya se ha dicho, la libertad
negativa es la ausencia de factores que impidan llevar a cabo libremente una
acción. Esta conceptualización de la libertad no supone que la acción se lleve
a cabo, sino tan sólo que esté permitida o que exista la posibilidad de su realización.
No se trata de hacer, sino de poder hacer o, más bien, de que no existan
obstáculos para poder hacer. En principio, y como parece obvio, el hecho de
poder hacer no implica necesariamente hacer. La libertad negativa supone no
obligar –de ahí su adjetivación “negativa”- a un individuo a hacer algo, pero
no supone necesariamente que éste haga lo contrario.
Este tipo de libertad ha sido el que
tradicionalmente ha defendido el liberalismo político y también el que, con más
o menos matices adoptó el liberalismo económico clásico. La libertad negativa
surge como una defensa frente al absolutismo político en los siglos XVIII y
XIX. Los liberales de esta época exigen al Estado que no intervenga en sus
decisiones personales, es decir, que no se les obligue a hacer cosas que no
desean o que no quieren hacer, sin que esto suponga un intento de intervención
directa en la dirección de dicho Estado -esto supondría ya una libertad
positiva, una libertad de acción. Es esta concepción la que recoge el liberalismo
económico y de esta manera exige a la organización estatal que no intervenga,
no ya en la acción individual, sino en el desarrollo del mercado, entendido
este como una relación entre sujetos particulares. Es la idea del laissez
faire, del dejar hacer, aplicada al desarrollo económico. El mercado se
regula gracias a una “mano invisible” –según la conocida aserción de Adam
Smith- y cualquier intento d intervención en éste supondría un freno, una traba
para su desarrollo y, consecuentemente un retraso económico y la consiguiente
ruina, no sólo de los sujetos que participan en el mercado, sino de la propia
nación.
Curiosamente, el llamado
neoliberalismo no asume, en la práctica, ninguna de estas concepciones. No
asume la concepción económica –al menos no en su totalidad- cuando exige al
Estado que intervenga, bien para defender al mercado local frente al comercio
foráneo, bien para defender a las grandes corporaciones frente a sus
competidores, bien subvencionando las pérdidas de las estructuras financieras.
De la misma forma, no asume la concepción civil cuando interviene en la vida de
los individuos diciéndoles lo que deben o
no hacer o cuando pretende oponer una determinada moral o unas
determinadas creencias a toda la población. En cualquier caso, la libertad
negativa, entendida como libertad de expresión, de pensamiento y de conciencia,
es la base de cualquier sistema de libertades y la ausencia de ésta es el
fundamento de cualquier sistema totalitario.
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