Los
cinco salieron a la vez de su casa aquel sábado por la mañana. Ninguno de ellos
llegaría a su destino. El primero se dirigió al metro como hacía todas las mañanas.
Al legar a la primera esquina, unas calles antes de la boca de metro, se encontró con un amigo que venía de pasar la noche del viernes en alegre
francachela. Entre risas y saludos entraron en el bar que les venía más a mano,
él a tomar un café, su amigo a seguir con el güisqui. Entablaron una conversación
tan animada que decidió no acudir a la
cita que le había surgido ese sábado por la mañana y continuó con su recién encontrado
amigo hasta bien entrada la madrugada del día siguiente.
La segunda recibió una llamada en su
teléfono móvil nada más pisar la calle. Su hermana, enferma dese hacía tiempo
acababa de ingresar en las urgencias del hospital aquejada de no sabía muy bien
qué, pues su sobrino, que era quién la había llamado, no había sabido explicárselo.
Tomó rápidamente un taxi y se dirigió al hospital, mientras telefoneaba al supermercado
donde trabajaba de cajera y les comunicaba que no podría ir a trabajar ese día,
o al menos que no llegaría tiempo de empezar su turno. El encargado que recibió
la llamada le advirtió muy seriamente sobre el riesgo que aquella actitud tenía
sobre su puesto de trabajo, pero ella ya había interrumpido la llamada.
El tercero salió con su perro como
todos los sábados por la mañana, a pasear por el parque que quedaba cerca de su
domicilio para, una vez que el animal hubiera hecho lo que los perros suelen
hacer en los parques, dirigirse al bar donde desayunaba los días en los que no
trabajaba y recrearse en los churros con chocolate mientras leía el periódico.
Quizás porque iba más pendiente de los churros que de otra cosa no vio la cáscara
de naranja a la que aproximó su pie, de
tal manera que no pudo evitar el fatal resbalón. Fatal resbalón no en el
sentido de que causara su muerte, sino en que tuvo la mala suerte de caer en
un charco que se había formado por las recientes lluvias, de tal manera que no le quedó más remedio que volver a su casa a cambiarse de ropa a la vez que
lamentaba que los churros y el chocolate deberían esperar para mejor ocasión.
La cuarta y el quinto salieron
deprisa porque no llegaban a la celebración familiar a la que les habían
invitado hacía meses. Como siempre que salían deprisa -lo cual solía ser lo
habitual los sábados por la mañana- iban discutiendo sobre quién era el
culpable de la tardanza. La discusión fue subiendo de tono con el paso de los
taxis ocupados y el transcurrir de los minutos, y empezaron, como no podía ser
de otra manera, a lanzarse reproches más graves, concernientes a la ocupación
de los sábados por la mañana, ya fuera por la familia de ella -es que no hay un
sábado que nos podamos quedar en casa- como por la familia de él- mejor quedar
con mi familia que con la tuya, que hace meses que ni te llaman por teléfono-.
Según iba subiendo el tono de la discusión iban descendiendo las ganas de
seguir adelante tanto de una como de otro. A final él se paró en seco y se negó
a continuar. Ella le miró con cara de odio y le dijo que allí se quedaba;
él contestó que si se iba mejor que no volviera. Se miraron uno a otra con mirada
amenazante. Acabaron abrazados y volvieron a su casa a hacer el amor.
Esa mañana una sexta persona había
salido de su casa. Al llegar a un cruce de caminos le asaltaron para robarle lo
que llevaba. Se resistió y recibió una puñalada en el estómago. Mientras se
desangraba en el suelo esperaba que alguien acudiera para socorrerle, pero
ninguna de las cinco personas que ese sábado por la mañana debía hacer pasado a
esa misma hora por ese cruce llegó a su destino.
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