lunes, 27 de abril de 2020

El muro

El muro siempre había estado allí. Los habitantes de aquellas tierras no recordaban cuando había sido construido y las historias de los ancianos incluían al mismo como un elemento más del paisaje. Había teorías, incluso, que afirmaban que cuando los primeros pobladores de aquel territorio llegaron desde el sur el muro ya existía, y que fue lo que los detuvo en su migración, lo que dio pábulo a todo tipo de historias acerca de su posible origen extraterrestre. Más de estas leyendas, los arqueólogos, historiadores y científicos de toda condición habían llegado a la conclusión de que el muro debía de ser un vestigio de una antigua civilización ya extinta, de la que la única huella que quedaba era, precisamente, el muro
            Sea como fuera, aquella preocupación por el origen del muro había quedado reducida a ser objeto de disquisiciones eruditas, mientras el resto de los mortales había asimilado el muro en sus vidas y no se preocupaban por él más allá de lo estrictamente razonable, por ejemplo, cuando los perros y los borrachos orinaban contra él, impregnando con su olor las proximidades. Por otro lado, como decimos, el muro formaba ya parte de la vida de los ciudadanos. Allí se hacían grafitis o se pegaban carteles  que anunciaban la próxima rave o animaban a votar a uno u otro partido en época de elecciones. Allí se reunían las familias los fines de semana con sus tortillas y sus filetes empanados, pues, a los pies del muro se extendía una pradera y se habían instalado unas mesas con sus respectivos bancos de piedra, del mismo material que el muro, eso si, para que no desentonaran. Allí, cuando caía la noche, las parejas de todos los sexos se magreaban a sus pies. O hacían algo más que magrearse apoyados contra el muro. Allí se montaban todos los domingos un mercadillo donde artesanos y campesinos de toda la comarca y de las adyacentes vendían sus productos. Allí, en fin, se había organizado un microcosmos que tenía como su centro el muro.
            Como era de esperar, y todos sabían que tarde o temprano ocurriría, llegó un momento en que un cierto clamor popular empezó a expresar su curiosidad por lo que había al otro lado del muro. Porque si bien es cierto que una buena parte de la vida de aquella gente giraba alrededor del muro, nunca nadie se había planteado mirar más allá de él, por respeto, pero sobre todo por miedo a lo que podría haber más allá. Se formó una comisión para recoger ideas acerca de cual era la forma más adecuada de escalar el muro, que aunque no fuera excesivamente alto -unos quince metros se le podían calcular así, a ojo- no tenía salientes en los que apoyar los pies y las manos  para poder trepar por él y tampoco se observaban puntales en su parte más alta donde poder enganchar una cuerda. Finalmente se optó por construir una escalera lo suficientemente alta como para poder llegar a lo más alto de la pared y lo suficientemente fuerte como para que no se rompiera cuando se subiera por ella. Una vez construida, cuatro ciudadanos elegidos por sorteo subieron por ella, acompañados por dos bomberos y un pelotón de soldados por si hubiera algún problema y un notario del reino para dar fe de lo que hubiera al otro lado.
            Cuando esta compañía llegó arriba y extendió su vista al otro lado del muro comprobó, no sin cierta sorpresa, que lo allí se veía era una pradera con árboles y mesas con bancos de piedra, un mercadillo donde los productores locales ofrecían sus productos, parejas de todos los sexos de se magreaban a los pies del muro. Vieron que el muro, por su otra cara, tenía grafitis y carteles que anunciaban la próxima rave o animaban a votar a algún partido político. Y vieron también, más a su izquierda, como un grupo de ciudadanos, dos bomberos, un pelotón de soldados y un señor que parecía un notario subían por una escalera apoyada en el muro para ver lo que había al otro lado.

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