viernes, 21 de marzo de 2008

La educación de los hijos y el derecho de los padres

Los padres no tienen derecho a elegir la educación de sus hijos. Este supuesto derecho de los padres es, en principio, rechazable por algo tan obvio como que unos padres, por ejemplo, fanáticos religiosos o nazis, podrían apelar a él para adoctrinar a sus hijos en sus creencias. Como esto es algo tan evidente -y por lo tanto posiblemente falaz- quizás resulte conveniente examinar este derecho desde otro punto de vista.
Cuando se intenta establecer la legitimidad de un derecho lo mejor es determinar su origen. El derecho de los padres sobre la educación de sus hijos tienen un posible origen doble. En primer lugar puede originarse en el concepto de propiedad burguesa, según el cual los hijos serían propiedad del cabeza de familia como podrían serlo su mujer o sus caballos. No creo que nadie en su sano juicio se atreviera hoy en día a invocar un derecho sobre seres humanos fundado en este origen y si alguien lo hiciera la respuesta sería inmediata: sobre estas bases los padres no tienen ningún derecho a elegir la educación de sus hijos, porque éstos no son de su propiedad.
El segundo posible origen de este derecho se situaría en la Naturaleza y haría de él un derecho natural. Los padres tienen derecho a elegir la educación de sus hijos porque así lo ha dispuesto la Naturaleza. Ellos han parido y criado a sus hijos de tal modo que nadie sino ellos puede elegir su educación. Sin embargo no debemos olvidar que todo derecho natural es un derecho absoluto. No existiría ninguna diferencia con los animales que paren y alimentan a sus crías -y no olvidemos que algunos animales se comen a sus propios vástagos-. Si apeláramos al origen natural del derecho habría que admitir que los padres tienen derecho absoluto sobre sus hijos, incluso a decidir sobre su vida y su muerte. De esta forma, como todo derecho natural, éste ha de verse recortado por un contrato social según el cual la comunidad también obtiene derecho a decidir sobre la educación de los hijos de sus miembros. Los padres, entonces, tampoco tendrían derecho a elegir la educación de sus hijos.
Se podría objetar que entre padres e hijos surgen unos vínculos afectivos que no se dan entre los animales lo que invalidaría las consideraciones anteriores. Sin embargo, estos vínculos afectivos no son naturales -un padre o una madre pueden perfectamente odiar a su hijo o a su hija y no amarlo, y viceversa-, no se fundamentan en una ley natural, sino que son producto de la cultura. De hecho, estos vínculos afectivos se pueden dirigir hacia personas distintas de los padres. Cuántos adolescentes no desarrollan lazos de afecto más fuertes hacia sus amigos, o incluso hacia sus profesores, que hacia sus padres. Cuando dos personas se enamoran los vínculos que los unen son más fuertes que los que les unen a sus padres. No es, por tanto, una razón de peso. Seguiría sin existir un derecho de los padres con respecto a sus hijos distinto del que pueda tener la sociedad en su conjunto como entidad cultural.
La solución es que los padres y la sociedad personificada en el Estado comparten una función de custodia de los hijos entendidos éstos como individuos potencialmente autónomos. La labor compartida de los padres y el Estado es educar a los menores reconociendo que la educación no consiste en otra cosa que en propiciar el desarrollo de las potencialidades del niño y el adolescente para que lleguen a ser individuos libres, responsables y autónomos. No existe, por lo tanto, un derecho absoluto y soberano de los padres a elegir la educación de sus hijos sin contar con la sociedad que también comparte ese deber -y ese derecho- de la educación. El problema actual de los menores surge precisamente de aquí: de aquellos padres que apelan a su derecho a elegir la educación de sus hijos y -paradójicamente- hacen dejación de sus funciones de educadores, dejándolo todo en manos del Estado.

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