Que mil intelectuales (o mil actores) firmen un manifiesto no significa nada porque pueden estar equivocados –si un intelectual se equivoca una vez, mil se equivocan mil veces-. A pesar de todo es posible albergar dudas sobre la intelectualidad de los firmantes de la llamada “Declaración de Madrid”. Un intelectual es aquél que se muestra rebelde ante la realidad en que se encuentra; defender ideas propias del siglo XII no parece una muestra demasiado contundente de rebeldía. Pero sobre todo el intelectual y el científico admiten la posibilidad de que pueden no tener razón, de que pueden estar errados –de hecho, esta es la base de cualquier pensamiento o investigación serios- . Y esto es lo que los “mil intelectuales firmantes”, situados en el dogmatismo religioso, no contemplan ni pueden contemplar. La intelectualidad es una actitud, no una condición otorgada por un carné: no existen carnés de intelectuales.
Si embargo el fondo de la cuestión no está tanto en la postura de estos supuestos intelectuales como en la posición que, una vez más, ha adoptado la Iglesia Católica. Para empezar sigue manteniendo su secular hipocresía. Por un lado, se clama contra el aborto en aras del derecho a la vida del no nacido y por otro se ataca el nacimiento de un niño genéticamente modificado que puede salvar la vida de su hermano enfermo: dos vidas que según la jerarquía católica no tienen derecho a existir. Se condena en África el uso del preservativo, lanzando a la miseria, la destrucción y el SIDA a miles y miles de futuros niños de ese continente, y todo ello para proteger su derecho a vivir. Se mesan los cabellos defendiendo el derecho a nacer de un embrión y guardan un silencio cínico ante el asesinato de cientos de niños palestinos. El bebé que aparece en la campaña antiabortista de la Iglesia –que no es precisamente un embrión, ni siquiera un recién nacido- es blanco, europeo y rollizo. Es de esperar que cuando crezca un poco no sea víctima de los deseos pedófilos de tantos sacerdotes que son protegidos por una Iglesia que no cesa de hablar de los derechos de los niños que aún no han nacido
Por otro lado nos encontramos de nuevo ante el afán nunca disimulado de los católicos de inmiscuirse en la vida de los demás. El catolicismo aún no ha digerido la Ilustración y la consiguiente separación entre la Iglesia y el Estado y sigue empeñada en que los gobiernos legislen según sus creencias, en imponer unas normas morales que son exclusivas suyas a toda la sociedad civil y convertirlas en la base de las leyes del Estado. En suma, sigue empeñada en anular la libertad de los individuos. Y todo mientras denuncia una supuesta persecución –a estas alturas ya no se sabe bien si esto es cinismo o paranoia- de la libertad religiosa en los Estados laicos. La libertad de religión –algo que por otra parte nadie niega, así como la libertad de no tener ninguna religión- es un corolario de otras dos libertades mucho más básicas y fundamentales: la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Cuando la Iglesia Católica siempre ha considerado a los “librepensadores” sus enemigos más acérrimos, que deben ser acallados a cualquier precio, incluida la eliminación física –cuando el propio término “librepensador” es utilizado como un insulto- es fácil ver el respeto que ella profesa hacia el pensamiento libre.
Si embargo el fondo de la cuestión no está tanto en la postura de estos supuestos intelectuales como en la posición que, una vez más, ha adoptado la Iglesia Católica. Para empezar sigue manteniendo su secular hipocresía. Por un lado, se clama contra el aborto en aras del derecho a la vida del no nacido y por otro se ataca el nacimiento de un niño genéticamente modificado que puede salvar la vida de su hermano enfermo: dos vidas que según la jerarquía católica no tienen derecho a existir. Se condena en África el uso del preservativo, lanzando a la miseria, la destrucción y el SIDA a miles y miles de futuros niños de ese continente, y todo ello para proteger su derecho a vivir. Se mesan los cabellos defendiendo el derecho a nacer de un embrión y guardan un silencio cínico ante el asesinato de cientos de niños palestinos. El bebé que aparece en la campaña antiabortista de la Iglesia –que no es precisamente un embrión, ni siquiera un recién nacido- es blanco, europeo y rollizo. Es de esperar que cuando crezca un poco no sea víctima de los deseos pedófilos de tantos sacerdotes que son protegidos por una Iglesia que no cesa de hablar de los derechos de los niños que aún no han nacido
Por otro lado nos encontramos de nuevo ante el afán nunca disimulado de los católicos de inmiscuirse en la vida de los demás. El catolicismo aún no ha digerido la Ilustración y la consiguiente separación entre la Iglesia y el Estado y sigue empeñada en que los gobiernos legislen según sus creencias, en imponer unas normas morales que son exclusivas suyas a toda la sociedad civil y convertirlas en la base de las leyes del Estado. En suma, sigue empeñada en anular la libertad de los individuos. Y todo mientras denuncia una supuesta persecución –a estas alturas ya no se sabe bien si esto es cinismo o paranoia- de la libertad religiosa en los Estados laicos. La libertad de religión –algo que por otra parte nadie niega, así como la libertad de no tener ninguna religión- es un corolario de otras dos libertades mucho más básicas y fundamentales: la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Cuando la Iglesia Católica siempre ha considerado a los “librepensadores” sus enemigos más acérrimos, que deben ser acallados a cualquier precio, incluida la eliminación física –cuando el propio término “librepensador” es utilizado como un insulto- es fácil ver el respeto que ella profesa hacia el pensamiento libre.
Por último están las bases científicas e intelectuales que sustentan la oposición de la Iglesia al aborto, y que se resumen en una: el embrión es una persona desde el momento de su concepción. Ya Aristóteles dejó dicho que la potencia no es lo mismo que el acto. De la misma forma que un huevo no es una gallina, un embrión no es una persona, aunque pueda llegar a serlo –o no-. Por otra parte la moderna neurobiología aporta pruebas cada vez más concluyentes de que los procesos mentales que constituyen la conciencia personal de la existencia –el alma-, que es lo que define a la persona, son un estadio superior del desarrollo cerebral, tienen una base material y se localizan en diversas zonas del cerebro, de tal manera que un embrión que aún no ha desarrollado éste no puede ser considerado sin más una persona. Es también un axioma central de la racionalidad ética que, a la hora de tomar decisiones de contenido moral, tiene primacía un sistema formado –la madre- sobre un sistema en formación -el embrión-: debe primar siempre la libertad de decisión de la mujer.
En todo caso el debate sobre el aborto hace mucho que está superado. Por otro lado –y precisamente porque soy un “librepensador”- pienso que cada uno es libre de opinar lo que le venga en gana, incluida la Iglesia. Como dijo Harry el Sucio “las opiniones son como el culo, todo el mundo tiene una”.
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