La Nación es un sentimiento. Un
sentimiento de pertenencia a un grupo y, por ello, de unidad y solidaridad con
el resto de los miembros de ese grupo. Como sentimiento la Nación es, en primer
lugar, irracional como todos los sentimientos, y, en segundo lugar, algo no
natural (su fuera natural yo, por ejemplo, lo sentiría), algo fabricado
culturalmente e imbuido en los sujetos por los mecanismos clásicos de
socialización y culturización. Estas dos características son las que convierten
a la Nación en el arma política perfecta, y ello en dos sentidos. Primero como
instrumento para aunar voluntades, formar masas que seguirán ciegamente a un
líder carismático que se erige como
personificación de la nación y que acaba constituyéndose, en este proceso, en
la nación misma. Por eso, entre otras cosas, todo nacionalismo es excluyente.
El nacionalismo no excluyente no existe, porque el sentimiento nacional y la
formación de la masa convierte en el Otro a todo el que no comparte aquél ni
forma parte de esta. Pero también el nacionalismo es un arma política desde el
momento en que constituye la cortina de humo ideal.
Es
así que la actual ofensiva nacionalista, tanto de un lado como de otro, del catalán
como del español, puede analizarse desde esta doble perspectiva. Por un lado
los nacionalistas catalanes, con el señor Más a la cabeza, lo único que
pretenden es ganar las elecciones –un fin muy legítimo, por otro lado, aunque
el medio no lo sea- y cualquiera que haya seguido el curso de los
acontecimientos se habrá dado cuenta de ello: primero la calculada y
prefabricada exaltación nacionalista de la “Díada”, después la convocatoria de
elecciones y, por último, el amago de convocatoria de un referéndum –referéndum
que no se va a convocar como ya ha dejado claro su supuesto convocante al declarar que “no va a convocar una
consulta para perderla”, así que, o hace trampas, o no la convoca, que es lo
que tiene en mente desde el principio-. En resumen, el señor Mas está
amenazando con la independencia para que le den más dinero que pueda seguir sufragando sus victorias
electorales. Y es que el nacionalismo, como todo sentimiento que no surge de la
razón y de la dignidad humana que ésta implica, tiene un precio.
Por
otro lado el nacionalismo español tiene como objeto exactamente el mismo: hacer
que el PP vuelva a ganar las elecciones exaltando los ánimos anticatalanistas.
En este bando quizás el acontecimiento más destacable sea -dejando a un lado el desfile del 12 de Octubre,
Fiesta Nacional, con lo cual ya queda todo dicho- las palabras del Ministro de Educación hacer
a de españolizar a los alumnos catalanes. Si bien la estulticia de este señor
es harto conocida y todo lo que sale de su boca hay que tomárselo como es: una
broma de mal gusto, es este caso la ocasión y el objetivo han estado bien
elegidos. Ahí tenemos como muestra a los medios y los plumillas de la
ultraderecha ladrando de nuevo y, lo que es peor, creando opinión pública. Lo
más triste de todo es que se haya elegido como campo de batalla la educación, una
de las pocas cosas que son –o deberían de ser- universales. Tanto el señor
Wert, como el señor Mas, como todos aquéllos que le siguen el juego deberían de
saber que la educación no sirve para catalanizar ni para españolizar, sino para
humanizar, lo cual implica que un catalán o un español no son seres humanos
completos si se quedan sólo en eso. Porque humanizar, entre otras cosas, es
hacer que los sujetos dejen de ser unos paletos, que es lo que es aquél que no
ve más allá de la barretina o la bandera rojigualda.
Y
es que el auge nacionalista no tiene otro objeto que tapar la miserias de la
crisis y de unos gobiernos –el catalán y el español- que la están gestionando según
los intereses de la banca y las multinacionales que no entienden de naciones.
Son los mismos perros con el mismo collar y mientras aparentan golpearse con
una mano se hacen caricias con la otra. Lo cual no es de extrañar puesto que
son dos gobiernos de derechas y el nacionalismo, como todo el mundo sabe, es
siempre de derechas.
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