A diferencia de otros asuntos de los
que se ocupa la filosofía, el conocimiento en sí mismo no es problemático. Es
decir, el conocimiento existe, los seres humanos efectivamente conocemos el entorno que nos rodea, más o menos
profundamente, y las especulaciones del viejo escepticismo griego acerca de la
validez de nuestro conocimiento fueron sustituidas por las investigaciones
kantianas, que parten de la premias de que es posible hablar de un conocimiento
válido, y en último término, los descubrimientos de la psicología y la
neurociencia que nos muestran sin que quede lugar a dudas cuáles son los
instrumentos mentales y cuáles las zonas cerebrales que los sujetos utilizan
para conocer.
Ahora
bien, que el conocimiento no sea problemático en si mismo no significa que no
se pueda problematizar. Si entendemos éste como una relación –privilegiada o
no, fundamentadora o no: de momento no entraremos en este problema- del sujeto
con la realidad, el problema del conocimiento se planteará con respecto a la
realidad que se considere en cada caso y a la relación del individuo con ella..
Es decir, el problema del conocimiento se traduce en el problema de la objetividad
del conocimiento. Esta cuestión de la objetividad del conocimiento tiene, por
decirlo así, dos vertientes. En primer lugar determinar si existe algo así como
una realidad objetiva, en principio, el fundamento de que exista un
conocimiento objetivo –si queremos huir del idealismo-. Y, en segundo lugar, la
cuestión de si es posible conocer objetivamente esa realidad objetiva. Cuando
nos referimos al conocimiento científico parece que la primera dificultad se da
por superada. En efecto, la ciencia considera como fuera de toda duda –y de
todo debate- la existencia de una realidad dada, objetiva e independiente del
sujeto, compuesta por los hechos de la naturaleza. El planteamiento entonces
–no tanto de la ciencia experimental o teórica sino más bien de la Filosofía de
la Ciencia- es determinar si es posible un conocimiento objetivo de esa
realidad, es decir, si “los hechos están cargados de teoría” o no: si el
científico simplemente conoce el fenómeno que investiga o, más bien, lo
interpreta a través de unas teorías y unos juicios previos. Evidentemente, la
única manera de afirmar que la realidad investigada por la ciencia es objetiva
es la primera. En la segunda, la interpretación del hecho a partir de las ideas
preconcebidas del investigador supondría en la práctica la fundamentación de la
realidad de éste. Considérense si no entidades como el flogisto o el calórico,
que se supusieron reales durante mucho tiempo porque servían para explicar –o
interpretar- los fenómenos relacionados con la combustión de los gases y la
transmisión del calor. Cualquier químico del siglo XVIII hubiera afirmado sin
ninguna duda –y de hecho así lo hacían- que los fenómenos relacionados con y
explicados por el flogisto se daban en la realidad, constituían una realidad
objetiva que ellos se dedicaban únicamente a investigar y exponer, y no un
constructo mental sin correlato mental que, a la larga, resultó ser falso.
Aun
así, y en términos generales, es posible afirmar que el conocimiento científico
hace referencia a una realidad objetiva. A unos hechos que ocurren de forma
positiva en la Naturaleza y que la ciencia tan sólo trata de conocer y
explicar. Si no admitimos esto –o, al menos esto- habríamos de hablar de magia,
más que de ciencia y el mundo moderno –que se fundamenta en el desarrollo de
ésta- resultaría inexplicable. Esta realidad objetiva que constituye el campo
de estudio del conocimiento científico resulta más problemática cuando nos
movemos en el ámbito del conocimiento filosófico, histórico o social. De este
tipo de conocimiento y de la realidad que le es inherente nos ocuparemos en el próximo
artículo.
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