Cuando
se empieza a considerar que una mejora supone un problema ha llegado la hora de
plantearse algunas cosas. Me estoy refiriendo en concreto a las reticencias de
todo tipo que surgen frente al mejoramiento humano que suponen los nuevos
avances biotecnológicos. Y es que si todos estamos de acuerdo que lo mejor es
preferible frente a lo peor y en que –a pesar del dicho de que lo mejor es
enemigo de lo bueno- lo mejor es preferible a lo simplemente bueno, o a lo que
no es ni bueno ni malo: cuando parece que todo el mundo está de acuerdo en
mejorar su vida, su familia, sus ingresos o su bienestar, entonces, cuando
alguien se atreve a postular una mejora, no de un aspecto u otro de la vida
humana en particular, sino de todo lo que significa la especie humana en
general, es más, cuando estamos tan cerca de crear una nueva especie que supere
a lo que llamamos “humanos” –que tan denostados, por otro lado, están en ciertos
círculos biempensantes- todo cambia. Lo que parece lógico deja de serlo y un
miedo atávico a no se sabe muy bien qué se apodera de todos y nos hace recular
ante lo que, posiblemente, ni siquiera comprendemos.
Cualquiera que mire a su alrededor
se puede dar cuenta de que la especie humana está entrando en una nueva fase
evolutiva o, más bien, en una nueva fase involutiva. Ante esta situación el
rechazo visceral frente a ciertos avances que pueden detener esta involución y
redirigirla en una dirección totalmente distinta, que suponga una nueva
definición de humano –en realidad lo que siempre, desde los griegos se ha
entendido por “humano”, es decir, “animal racional”- solo puede ser entendido
desde dos grandes grupos de argumentos que, en realidad, son uno solo.
Por un lado, argumentos cristianos
que se reducen todos a la idea de que vivimos en el mejor de los mundos
posibles. Efectivamente si todo está bien, si ya estamos en lo mejor, cualquier
intento de mejora no será sino un empeoramiento. El ser humano ha sido diseñado
por Dios de la mejor manera posible, y por lo tanto no tiene sentido pretender cambiarlo.
Es más, pretender cambiarlo es un atentado contra las leyes divinas, es jugar a
ser dioses y eso, tarde o temprano, será objeto del castigo divino. Si usted,
por ejemplo, no quiere morirse, es usted un soberbio y será juzgado en el final
de los tiempos, que llegará igual que su muerte. Pues aunque haya sido creado
libre y sea dueño de su destino, no puede evitar su destino final que es la
muerte. Estamos condenados desde el momento en que nacemos y solo podemos resignarnos
ante lo inevitable.
Ahora bien, alguien podría decir –y aquí
nos encontramos ante el segundo gran grupo de argumentos- que la muerte no es
una cuestión teológica, sino biológica y que si nos tenemos que morir no es
porque Dios lo quiera, sino porque nuestra biología así lo dicta. La falacia de
este argumento, empero, es evidente: si la muerte es una cuestión biológica y
existen avances científicos que pueden, a un nivel puramente biológico, si no evitar
la muerte al menos si alargar la vida todo lo posible, no se ve, desde el
ámbito de la biología, por qué no habría de hacerse. Si se admite –es más, se
exige- que los avances médicos curen las enfermedades o detengan el cáncer,
¿Por qué no ha de admitirse también que eviten la muerte? ¿Por qué es admisible
morir de viejo y no morir de un catarro o una infección si ambas muertes pudieran
ser evitables? Porque la naturaleza, y aquí la respuesta se vuelve, de nuevo,
teológica, es sabia. Y no debemos forzarla si no queremos que se vuelva contra nosotros.
Hay que dejarla actuar y seguir su camino, quedar a merced de ella. Deus sive
natura, dijo Spinoza. Y no sabía la razón que tenía.
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