viernes, 10 de abril de 2009

Semana Santa y barbarie

Como todos los años multitud de habitantes de esta tierra descerebrada e ignorante se unen en masa para participar en la gran ceremonia de la superstición y el oscurantismo. Esta frase podría haber sido escrita, y seguramente lo fue, en el siglo XVIII. Lo triste es que hoy en día, en pleno siglo XXI, debamos volver a escribir lo mismo o algo parecido.
Fútbol, toros, fiestas populares, Semana Santa. En última instancia todo viene a suponer lo mismo: barbarie. La España que estos días sale en procesión llevando a cuestas al la virgen o al cristo de turno, que desprecia su dignidad cargándose de cadenas, que oculta su rostro bajo todo tipo de terroríficas máscaras –siempre he pensado que un ciudadano norteamericano negro que asistiera a uno de estos desfiles huiría espantado- o que se flagela las espaldas en un ejercicio de sadomasoquismo sin precedentes, es la España de la sangre y la incultura. La misma España cuyo ritmo vital está marcado por los partidos de cada domingo o que disfruta torturando a un animal. No resulta improbable que el mismo que hoy se disfraza de nazareno mañana golpee a su pareja hasta matarla o tire a una cabra desde un campanario. Y es que los que no entendemos mucho de pecados –porque no tenemos conciencia de ellos- pero si, y bastante, de comportamientos morales, pensamos que quien se somete a una penitencia tan humillante ha de ser muy, pero que muy malo.
¿Y qué significa en el fondo toda esta parafernalia que no sólo colapsa las vías urbanas sino también muchas mentes?. Desde un punto de vista estrictamente religioso es la celebración del martirio y la muerte. El recordatorio de que sólo mediante el dolor es posible alcanzar la salvación. La exaltación de un amor pervertido que necesita alimentarse del sufrimiento. No es de extrañar que el catolicismo anatematice el placer carnal, el goce sexual, el amor alegre y pleno entre dos personas cuando todo su dogma se fundamenta sobre la afirmación de que para amar hay que morir y que sólo el que muere ama de verdad. La Semana Santa constituye la manifestación más palpable no ya de la irracionalidad, sino de la inhumanidad de la religión.
Como tradición o manifestación cultural –que es como se intenta vender desde las instituciones de un Estado que, al fin y al cabo, no deja de ser laico- hay que volver a considerar lo ya dicho al principio. Si la cultura es lo opuesto a la barbarie no es posible considerar como manifestación cultural la exacerbación de ésta. Si la cultura es lo que humaniza, lo que permite el desarrollo de las características específicamente humanas y crea hombres y mujeres dignos, libres y responsables entonces el cortejo de la sangre y la crueldad, del tormento, de todo aquello que es incompatible con la vida humana, no puede ser cultura. En la Edad Media era tradicional desmembrar públicamente a los delincuentes y nadie en su sano juicio consideraría que hoy algo así deba ser mantenido bajo la excusa de la tradición. A este respecto la Semana Santa no es otra cosa que la ritualización de una ejecución pública. Espectáculo edificante donde los haya sobre todo para los más pequeños.
En cuanto a la supuesta calidad artística de las procesiones sería muy discutible que los pasos de la Pasión pudieran ser calificados como obras de arte. En todo caso, la excelencia como tales obras de estas esculturas (que por otro lado pueden ser perfectamente contempladas en lugares cerrados mucho mejor acondicionados para su conservación que la intemperie) no vendría dada por su carácter religioso, sino más bien por lo contrario: por la denuncia –consciente o inconsciente- de la brutalidad de la religión. Por último, y esto es algo tan evidente para cualquiera que tenga ojos en la cara que no necesita de más explicaciones, las celebraciones de Semana Santa no son bonitas: son tenebrosas y feas.
Así las cosas, no es admisible acudir al recurso fácil de exigir respeto para una barbaridad de este calibre ni para las creencias, supersticiones o patologías que la sustentan. La Semana Santa ofende no sólo a la inteligencia de cualquier ser racional sino también a la más mínima dignidad humana. Habría que despacharla al fondo del más recóndito cajón de la Historia, junto con la Inquisición, las Cruzadas y los sacrificios humanos, ya que tan poco se diferencia de todos ellos.

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