Hay cuestiones metafísicas que tarde o temprano vuelven siempre a tener vigencia, aunque se crea que están más que superadas. Y no sólo vuelven a tener vigencia sino que demuestran que la metafísica es una cosa muy seria que no conviene tomarse a chirigota, aunque sólo sea porque puede servir de justificación para las barbaridades más atroces. Una de estas cuestiones metafísicas que acaba de emerger de la noche de los tiempos con una fuerza inusitada es el problema del mal, por obra y gracia del señor obispo de San Sebastián monseñor Munilla. Recordemos que el problema del mal, tal y como se plantea en la Filosofía cristiana medieval, heredado de los planteamientos socrático-platónicos –y tal y como es superado por el pensamiento de la Ilustración, principalmente por Voltaire (o al menos eso creíamos)- se enuncia de la siguiente forma: el mal no tiene existencia real (no puede tenerla porque si así fuera habría que admitir, o bien que es creación de Dios, o bien que posee una entidad ontológica al menos tan plena como la de éste), así que eso que se llama “mal” en el mundo material no es más que una ausencia de bien. De esta forma, cuando monseñor Munilla afirma sin que se le mueva un pelo del bigote que el terremoto de Haití –uno de los más devastadores de los que se tiene noticia- ha causado un gran mal a la población, pero que en España actualmente existen males mayores, hay que entender esta afirmación referida al problema antedicho. El terremoto de Haití no es en realidad un mal, tan sólo es ausencia de bien, mientras que los males que según el señor Obispo afligen a España son males de tipo espiritual (aborto, persecución la familia cristiana, Educación para la Ciudadanía etc.) mucho más graves y preocupantes. El terremoto de Haití es un hecho del mundo de la materia, que tiene una participación menor de la esencia divina, mientras que los males espirituales hacer referencia al alma humana, que participa plenamente de dicha esencia y ha sido creada directamente por Dios a su imagen y semejanza. Por eso, mientras que la ausencia de bien en el mundo sensible es perfectamente asumible desde la imperfección de la materia, la misma ausencia de bien en el alma humana es una tragedia, puesto que significa la negación de su propia esencialidad. Esto no consuela ni a los habitantes de Haití ni a nadie con el más elemental sentido, no ya moral, sino simplemente común, pero para monseñor Munilla, a lo que se ve, tiene categoría de dogma infalible.
Ya sospechábamos hace mucho tiempo que una religión que se fundamenta en un dios de los ejércitos que no tiene ningún reparo en asesinar a su propio hijo para mantener su hegemonía entre los hombres no es precisamente quién para dar lecciones de ética a nadie, de la misma forma que sospechábamos que la Biblia no es la mejor guía de conducta que uno puede enseñar a sus hijos. Después de la bestialidad que ha soltado el tal monseñor Munilla es de esperar que los obispos españoles se callen la boca de una santa vez y dejen de intentar imponernos una moral que se fundamenta en tales animaladas. Es de esperar también que el gobierno se decida a acatar la Constitución, que dice explícitamente que España es un Estado aconfesional y retire a estos señores todas las subvenciones con que tan generosamente le regala y se abstenga de acudir con la mantilla a las beatificaciones de mártires que de cuando en cuando el Vaticano tiene a bien ofrecernos: porque tiene bemoles que en peno siglo XXI tengamos que volver a reivindicar un anticlericalismo que creíamos olvidado en el siglo XIX gracias a personajes como el obispo de San Sebastián. Y es de esperar que el señor Presidente del Gobierno le diga al señor Obama que los temas políticos se tratan en cumbres políticas, y no en Desayunos de Oración
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