Como todos los años, hemos vuelto éste a asistir a la conmemoración tradicional de la pasión y muerte de un carpintero judío acaecida hace más de dos mil años, evento sobre el que se instauró una de las tres religiones más poderosas del planeta. De las otras dos, una se fundamenta en la persona de un pastor nómada árabe y la tercera, ésta un poco más lógica, al menos en su origen, sobre un príncipe indio. Es el caso que como afortunadamente no hemos de sufrir en nuestras carnes los ritos mistéricos de las dos últimas, me voy a centrar exclusivamente en la primera, que es la que nos amarga la existencia cada año durante siete días en algún momento entre los meses de marzo y abril, en una distribución temporal que he de reconocer que mi pobre intelecto no alcanza a descubrir.
He empezado diciendo que durante estos días se ha celebrado la pasión y muerte del fundador de la religión cristiana. Reconozco mi error, pues más bien habría que haber dicho que lo que se conmemora en estos días de fastos con olor a naftalina y señoras con mantilla es estrictamente hablando la tortura y la ejecución del susodicho individuo. Curiosa tradición la que se nutre de la sangre y el dolor y curiosa forma de entender la cultura, eso que debería de servir para que los seres humanos nos convirtamos de una vez, después de cien mil años de existencia, en seres humanos y dejemos de ser bestias irracionales. Aunque quizás no debería de extrañarnos demasiado en un país que se divierte tirando cabras desde los campanarios. Resulta curioso, sin embargo, que aquellos que hacen leyes para evitar el sufrimiento de los animales, no sólo no las hagan para impedir la celebración del suplicio de un ser humano, sino que incluso encabecen los desfiles procesionales que constituyen el centro neurálgico de estas fiestas. Esos desfiles procesionales tan bonitos, donde se dan cita las fuerzas vivas de cada localidad, amenizados por la alegre música fúnebre de las bandas militares -el clero y el Ejército siempre de la mano-, donde se sacan a la calle, para deleite del pueblo, esas obras de arte tan epatantes –esas esculturas policromadas de rostros desencajados, músculos retorcidos y cubiertas de barro y sangre- y donde el grueso de la marcha está formado por unos señores encapuchados que harían huir aterrorizados a todos los afroamericanos de Alabama.
Eso es lo que aquí llamamos tradición y cultura, aunque sería más adecuado denominarlo ignorancia y superstición. Si a esto le añadimos que estos desfiles colapsan las calles de cualquiera de nuestras ciudades y pueblos y que el espíritu religioso de los españoles, aun siendo amplio y generoso, no puede competir con su afán de efectuar salidas vacacionales, lo que congestiona todas las carreteras de nuestra geografía –eso con crisis incluida-, la Semana de Pasión, como cada año, acaba convirtiéndose en una pasión de semana. La pasión que tenemos que sufrir todos los que no comulgamos –en ningún sentido de la palabra- con estas fechas tan señaladas. Y además no nos gustan las torrijas ni el potaje de vigilia.
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