Los niños españoles son los segundos más felices de Europa, por detrás de los holandeses, y los que más fracaso escolar cosechan, tan sólo por delante de los de Malta y Portugal, que no son tan felices como los de aquí. Lo que se desprende de estos datos es que los críos de este país están tremendamente mimados (algo que cualquiera puede comprobar echando un simple vistazo a su alrededor), que nadie les enseña a esforzarse lo más mínimo para conseguir lo que quieren y que, da igual lo que hagan, se les premia. Si el niño suspende todo da lo mismo porque su papá le comprará la “wii”, para que no se deprima el pobrecillo. Es fácil darse cuenta de que los menores españoles están sobreprotegidos y eso necesariamente conduce al desastre social. A una sociedad sin proyectos de futuro a la que sólo mueve la satisfacción inmediata del día a día. La filosofía del “Gran Hermano” y de “Operación Triunfo”:conseguir lo máximo con el mínimo esfuerzo. Una generación de tontos felices.
Como es lógico hay un interés político en todo esto. Para los detentadores del poder son preferibles estos tontos felices a los individuos preparados que en cualquier momento pueden pone en un brete la actuación de los que mandan. Así, que nadie espere que esto cambie -por mucho que la clase política se tire de los pelos y prometa todas las mejoras que se les ocurran- aunque en el mundo altamente tecnificado en el que ya vivimos esto nos lleve a la competitividad cero y al colapso económico.
Todo esto tiene que ver con la vieja idea cristiano-burguesa de que el objetivo último del hombre es alcanzar la felicidad. No el conocimiento, ni la autonomía, ni la libertad, ni el desarrollo humano. Quizás esta búsqueda de la felicidad podía tener algún sentido en el contexto en el que la enuncia Aristóteles, pero ya Kant la sustituyó por el deber como centro alrededor del cual gira todo el comportamiento moral, aduciendo algo tan de sentido común como que alguien podría no querer ser feliz. Hoy en día, sin embargo, esta felicidad a la que se apela como horizonte supremo tiene un componente paradójico, precisamente por su doble vertiente cristiana y burguesa. Por un lado, la psicología oficial recoge la consideración cristiana y nos dice que la felicidad tiene que ver con el conformismo, con no desear más de lo que se tiene, con el viejo pensamiento estoíco del que se nutre la moral cristiana. Por otro, las instancias económicas se ciñen a la consideración burguesa y nos animan a endeudarnos cada vez más para tener una casa más grande, un coche más potente, un cuerpo más esbelto o irnos más lejos de vacaciones, y así ser más felices.
En todo caso, y a nivel social, las concepciones cristiana y burguesa coinciden, y así parece que todo el mundo está de acuerdo en que la felicidad es contentarse con lo que uno tiene. Aceptar la posición que te ha tocado, ocupar tu lugar en el ciclo de la vida o no desear a la mujer de tu prójimo. Cuantas menos aspiraciones se tengan más fácil será alcanzar la felicidad: casarse, tener hijos y comprar un piso en el extrarradio. No más. El prototipo de la vida buena. No cabe duda de que políticamente hablando es altamente recomendable que los ciudadanos intenten ser felices por todos los medios a su alcance. Y ese es el mensaje que continuamente se lanza: a pesar de todo hay que ser feliz. Un desgraciado que no aspire a escapar de su desgracia será feliz, aunque siga siendo un desgraciado. Un tonto que se conforme con serlo y no intente salir de su estulticia será feliz, aunque siga siendo tonto. Un tonto feliz: un ciudadano modelo.
Como es lógico hay un interés político en todo esto. Para los detentadores del poder son preferibles estos tontos felices a los individuos preparados que en cualquier momento pueden pone en un brete la actuación de los que mandan. Así, que nadie espere que esto cambie -por mucho que la clase política se tire de los pelos y prometa todas las mejoras que se les ocurran- aunque en el mundo altamente tecnificado en el que ya vivimos esto nos lleve a la competitividad cero y al colapso económico.
Todo esto tiene que ver con la vieja idea cristiano-burguesa de que el objetivo último del hombre es alcanzar la felicidad. No el conocimiento, ni la autonomía, ni la libertad, ni el desarrollo humano. Quizás esta búsqueda de la felicidad podía tener algún sentido en el contexto en el que la enuncia Aristóteles, pero ya Kant la sustituyó por el deber como centro alrededor del cual gira todo el comportamiento moral, aduciendo algo tan de sentido común como que alguien podría no querer ser feliz. Hoy en día, sin embargo, esta felicidad a la que se apela como horizonte supremo tiene un componente paradójico, precisamente por su doble vertiente cristiana y burguesa. Por un lado, la psicología oficial recoge la consideración cristiana y nos dice que la felicidad tiene que ver con el conformismo, con no desear más de lo que se tiene, con el viejo pensamiento estoíco del que se nutre la moral cristiana. Por otro, las instancias económicas se ciñen a la consideración burguesa y nos animan a endeudarnos cada vez más para tener una casa más grande, un coche más potente, un cuerpo más esbelto o irnos más lejos de vacaciones, y así ser más felices.
En todo caso, y a nivel social, las concepciones cristiana y burguesa coinciden, y así parece que todo el mundo está de acuerdo en que la felicidad es contentarse con lo que uno tiene. Aceptar la posición que te ha tocado, ocupar tu lugar en el ciclo de la vida o no desear a la mujer de tu prójimo. Cuantas menos aspiraciones se tengan más fácil será alcanzar la felicidad: casarse, tener hijos y comprar un piso en el extrarradio. No más. El prototipo de la vida buena. No cabe duda de que políticamente hablando es altamente recomendable que los ciudadanos intenten ser felices por todos los medios a su alcance. Y ese es el mensaje que continuamente se lanza: a pesar de todo hay que ser feliz. Un desgraciado que no aspire a escapar de su desgracia será feliz, aunque siga siendo un desgraciado. Un tonto que se conforme con serlo y no intente salir de su estulticia será feliz, aunque siga siendo tonto. Un tonto feliz: un ciudadano modelo.
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