Todo el mundo parece estar de acuerdo en que la equidistancia resulta inmoral cuando se refiere a determinados hechos. Sería deseable que esta apelación a la inmoralidad de un posición neutral cuando se trata, por ejemplo, de terrorismo, se trasladara a otros acontecimientos igual de graves, si no más. El mundo entero ha condenado el golpe de estado en Honduras. Sin embargo esa condena no ha sido sin paliativos –por mucho que el señor Moratinos haya conseguido que los países de la UE retiren a sus embajadores en Tegucigalpa- y en muchos ambientes se ha deslizado un matiz que se acerca peligrosa, e inmoralmente, a una posición equidistante. Se considera que el presidente hondureño habría cometido una ilegalidad previa desobedeciendo al Parlamento y a la Corte Suprema y convocado un referéndum para eliminar de la Constitución el límite del mandato presidencial. Este matiz –que es el que ha utilizado el golpista Micheletti para afirmar que en Honduras no ha habido un golpe de estado- es el que demarca la postura oficial de las democracias occidentales: el orden constitucional debe restablecerse, los golpistas deben retirarse y el presidente Zelaya debe volver al país para ser juzgado, condenado y encarcelado por actuar en contra de la legalidad. A continuación se celebrarían elecciones en las que alguien se encargaría de que ganaran los que ahora se han hecho con el poder por medio de las armas. Debería recordarse que este matiz es el que se utilizó en España para justificar un golpe militar, una guerra civil y cuarenta años de represión: que el gobierno de la República incumplía las leyes del Estado. Y las excusas que está utilizando en oligarca Micheletti son una copia exacta de las que usaba Franco en 1936.
Un régimen político puede legitimarse de dos maneras: por legitimidad de origen, según la cual un régimen es legítimo cuando surge de un proceso democrático, y por legitimidad de ejercicio, que viene dada por el cumplimiento de las leyes del Estado. En el caso que nos ocupa el presidente depuesto tendría legitimidad de origen –eso, afortunadamente, nadie lo pone en duda-: llegó al poder gracias a unas elecciones democráticas limpias, pero no tendría legitimidad de ejercicio, que estaría en el Parlamento y el Poder Judicial que dio orden, supuestamente, al Ejército de secuestrar al presidente Zelaya. Ahora bien, ese mismo Parlamento pierde su legitimidad de ejercicio –la de origen no la tiene- cuando anula la Constitución que dice defender. No estaría entonces legitimado de ninguna manera y el señor Zelaya no sólo tendría legitimidad de origen, sino también de ejercicio cuando se enfrenta a un Parlamento ilegítimo. En este sentido, de todas formas, las democracias occidentales no pueden dar precisamente ejemplo. Es dudoso que el señor Bush tuviera legitimidad de origen. En cuanto a la legitimidad de ejercicio las actuaciones de Aznar y Blair durante la guerra de Irak, a las más recientes de Berlusconi son casos lo suficientemente relevantes. Los que acusan al señor Zelaya de querer instaurar un régimen comunista en Honduras han debido de olvidar que durante los años ochenta fue uno de los Estados terroristas más sanguinarios del mundo. Eso, o es que son los mismos que quieren recuperar lo que perdieron.
En cuanto al papel que los Estados Unidos juegan en todo este asunto resulta digno de investigación. A estas alturas de la película a nadie se le escapa que no se da un golpe de estado desde Méjico hasta Argentina sin contar, si no con el apoyo, al menos con el beneplácito de la CIA. Sin embargo, la Administración Obama se ha apresurado a condenar el golpe y a exigir que vuelva el orden constitucional. Hay algo raro en todo esto. A poco que se piense uno se da cuenta de que utilizando a los golpistas hondureños y luego abandonándolos a su suerte los Estados Unidos cubren tres objetivos fundamentales: quedan como campeones de la democracia, se quitan de enmedio a un personaje incómodo como Manuel Zelaya y neutralizan la influencia de Hugo Chávez en la zona. Hay que reconocer que, de ser cierto, esta vez lo han hecho muy bien. Que se preparen Ortega, Correa, Morales y los demás.
Un régimen político puede legitimarse de dos maneras: por legitimidad de origen, según la cual un régimen es legítimo cuando surge de un proceso democrático, y por legitimidad de ejercicio, que viene dada por el cumplimiento de las leyes del Estado. En el caso que nos ocupa el presidente depuesto tendría legitimidad de origen –eso, afortunadamente, nadie lo pone en duda-: llegó al poder gracias a unas elecciones democráticas limpias, pero no tendría legitimidad de ejercicio, que estaría en el Parlamento y el Poder Judicial que dio orden, supuestamente, al Ejército de secuestrar al presidente Zelaya. Ahora bien, ese mismo Parlamento pierde su legitimidad de ejercicio –la de origen no la tiene- cuando anula la Constitución que dice defender. No estaría entonces legitimado de ninguna manera y el señor Zelaya no sólo tendría legitimidad de origen, sino también de ejercicio cuando se enfrenta a un Parlamento ilegítimo. En este sentido, de todas formas, las democracias occidentales no pueden dar precisamente ejemplo. Es dudoso que el señor Bush tuviera legitimidad de origen. En cuanto a la legitimidad de ejercicio las actuaciones de Aznar y Blair durante la guerra de Irak, a las más recientes de Berlusconi son casos lo suficientemente relevantes. Los que acusan al señor Zelaya de querer instaurar un régimen comunista en Honduras han debido de olvidar que durante los años ochenta fue uno de los Estados terroristas más sanguinarios del mundo. Eso, o es que son los mismos que quieren recuperar lo que perdieron.
En cuanto al papel que los Estados Unidos juegan en todo este asunto resulta digno de investigación. A estas alturas de la película a nadie se le escapa que no se da un golpe de estado desde Méjico hasta Argentina sin contar, si no con el apoyo, al menos con el beneplácito de la CIA. Sin embargo, la Administración Obama se ha apresurado a condenar el golpe y a exigir que vuelva el orden constitucional. Hay algo raro en todo esto. A poco que se piense uno se da cuenta de que utilizando a los golpistas hondureños y luego abandonándolos a su suerte los Estados Unidos cubren tres objetivos fundamentales: quedan como campeones de la democracia, se quitan de enmedio a un personaje incómodo como Manuel Zelaya y neutralizan la influencia de Hugo Chávez en la zona. Hay que reconocer que, de ser cierto, esta vez lo han hecho muy bien. Que se preparen Ortega, Correa, Morales y los demás.
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