Los gobiernos democráticamente elegidos tienen el derecho y la obligación de gobernar. Esto incluye elaborar todas aquellas leyes que consideren necesarias para el buen funcionamiento del Estado. Los ciudadanos deben valorar la adecuación o no de esas leyes a los problemas del país y revalidar o revocar en las urnas el mandato del gobierno de turno en el momento oportuno. Este es el procedimiento establecido desde que en el siglo XVII John Locke estableciera las bases de la democracia liberal. En principio, pues, un gobierno puede y debe legislar como su buena conciencia le dicte. Ahora bien, hay muchas formas de gobernar, pero sólo hay una de no hacerlo: la actuación de un gobierno no debe venir marcada a golpe de urna, por el populismo o por la elaboración de leyes ad hoc que den respuesta a hechos puntuales en momentos puntuales y no se fundamenten en necesidades sociales globales. Cuando eso ocurre es el propio país el que pierde el rumbo. Sirva esto como introducción para mostrar cómo en los últimos días dos gobiernos de distinto signo han dictado resoluciones que se enmarcan en esta línea.
En primer lugar, el Gobierno Central de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) anda a vueltas con la intención de subir los impuestos. Vayan por delante dos cosas: la primera, evidente, es que sin impuestos un Estado no se puede sostener. Las segunda, también evidente, es que el déficit público que obliga a esta subida no viene propiciado por el aumento de parados y el subsiguiente cobro de los subsidios de desempleo –nadie se cree que un subsidio de paro de menos de mil euros mensuales pueda arruinar la Seguridad Social de un país del Primer Mundo- sino por los regalos que tan generosamente ofreció el Gobierno a bancos y empresas en los comienzos de la crisis. A partir de aquí empieza la cadena de despropósitos. En un primer momento la Ministra Salgado anuncia que se van a tocar todos los tramos del IRPF. Como eso supone gravar a las rentas de las clases medias y bajas –y éstas lógicamente protestan- se cambia de estrategia, y se anuncia una subida del IVA y de los impuestos indirectos. Esto supone no sólo una penalización para las rentas más bajas, sino una paralización del consumo y el consecuente agravamiento de la crisis –aquí el señor Díaz Ferrán tiene razón, aunque no se haya dado cuenta-. Más tarde el señor Zapatero anuncia que “nunca cederá ante los poderosos”, sin saber muy bien cómo se traduce eso a efectos del aumento impositivo. El caso es que el déficit público actual es de 17 millones de euros, déficit fácilmente enjugable con los 18 millones que se recaudaban por el Impuesto sobre el Patrimonio –aquel que pagaban los que tienen un patrimonio, es decir, los ricos- y que tan graciosamente el gobierno eliminó el año pasado. En suma, un montón de insensateces y ninguna idea clara –sea la que sea- provocado por su intento de contentar a todo el mundo.
El segundo de los ejemplos es el protagonizado por el Gobierno autonómico de la Comunidad de Madrid de la señora Esperanza Aguirre (PP) y su Ley de Autoridad del Profesor. No hace falta ser un lince para darse cuenta que la causa eficiente de esta Ley son los recientes sucesos de Pozuelo y nada más. Pero es que además esta Ley es innecesaria, porque el Código Penal ya reconoce la autoridad del profesor como Funcionario Público (lógicamente, mal que le pese al afán de la señora Aguirre de sacar votos de donde sea, sólo tienen autoridad pública aquellos que forman parte de algún estamento público) y señala como delito de atentado a Funcionario Público en el ejercicio de sus funciones las agresiones a éstos. Lo que debería hacer el Gobierno de Madrid es tramitar las denuncias de agresiones a profesores desde esta perspectiva y no darles una palmadita en la espalda y pedirles tranquilidad. Pero es que además para que los alumnos y sus familias respeten a los profesores debería ser la propia Administración la que diera ejemplo, y no despreciarles cargándoles cada vez más con trabajos burocráticos de todo tipo mientras su sueldo disminuye proporcionalmente, o no quitarles la razón sistemáticamente en cualquier conflicto con un alumno o sus padres. En cuanto a la peregrina idea de poner tarimas en las aulas para controlar mejor a la clase, ésta se controlaría mucho mejor si en vez de treinta alumnos tuviera quince, y no haría falta gastarse el dinero en estupideces. Una Ley absurda e inútil, por tanto, propiciada por la demagogia de la que constantemente hace gala nuestra lideresa.
En primer lugar, el Gobierno Central de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) anda a vueltas con la intención de subir los impuestos. Vayan por delante dos cosas: la primera, evidente, es que sin impuestos un Estado no se puede sostener. Las segunda, también evidente, es que el déficit público que obliga a esta subida no viene propiciado por el aumento de parados y el subsiguiente cobro de los subsidios de desempleo –nadie se cree que un subsidio de paro de menos de mil euros mensuales pueda arruinar la Seguridad Social de un país del Primer Mundo- sino por los regalos que tan generosamente ofreció el Gobierno a bancos y empresas en los comienzos de la crisis. A partir de aquí empieza la cadena de despropósitos. En un primer momento la Ministra Salgado anuncia que se van a tocar todos los tramos del IRPF. Como eso supone gravar a las rentas de las clases medias y bajas –y éstas lógicamente protestan- se cambia de estrategia, y se anuncia una subida del IVA y de los impuestos indirectos. Esto supone no sólo una penalización para las rentas más bajas, sino una paralización del consumo y el consecuente agravamiento de la crisis –aquí el señor Díaz Ferrán tiene razón, aunque no se haya dado cuenta-. Más tarde el señor Zapatero anuncia que “nunca cederá ante los poderosos”, sin saber muy bien cómo se traduce eso a efectos del aumento impositivo. El caso es que el déficit público actual es de 17 millones de euros, déficit fácilmente enjugable con los 18 millones que se recaudaban por el Impuesto sobre el Patrimonio –aquel que pagaban los que tienen un patrimonio, es decir, los ricos- y que tan graciosamente el gobierno eliminó el año pasado. En suma, un montón de insensateces y ninguna idea clara –sea la que sea- provocado por su intento de contentar a todo el mundo.
El segundo de los ejemplos es el protagonizado por el Gobierno autonómico de la Comunidad de Madrid de la señora Esperanza Aguirre (PP) y su Ley de Autoridad del Profesor. No hace falta ser un lince para darse cuenta que la causa eficiente de esta Ley son los recientes sucesos de Pozuelo y nada más. Pero es que además esta Ley es innecesaria, porque el Código Penal ya reconoce la autoridad del profesor como Funcionario Público (lógicamente, mal que le pese al afán de la señora Aguirre de sacar votos de donde sea, sólo tienen autoridad pública aquellos que forman parte de algún estamento público) y señala como delito de atentado a Funcionario Público en el ejercicio de sus funciones las agresiones a éstos. Lo que debería hacer el Gobierno de Madrid es tramitar las denuncias de agresiones a profesores desde esta perspectiva y no darles una palmadita en la espalda y pedirles tranquilidad. Pero es que además para que los alumnos y sus familias respeten a los profesores debería ser la propia Administración la que diera ejemplo, y no despreciarles cargándoles cada vez más con trabajos burocráticos de todo tipo mientras su sueldo disminuye proporcionalmente, o no quitarles la razón sistemáticamente en cualquier conflicto con un alumno o sus padres. En cuanto a la peregrina idea de poner tarimas en las aulas para controlar mejor a la clase, ésta se controlaría mucho mejor si en vez de treinta alumnos tuviera quince, y no haría falta gastarse el dinero en estupideces. Una Ley absurda e inútil, por tanto, propiciada por la demagogia de la que constantemente hace gala nuestra lideresa.
Y un último ejemplo: PSOE y PP –los dos a una- se ponen de acuerdo para vetar en el Senado una propuesta que pretendía penalizar a los festejos populares en los que se maltrataran animales. Y es que en este país de bárbaros si un alcalde quiere mantener su puesto no tiene más que ofrecer cuanta más barbarie mejor. Ahora bien, si quiere perder las elecciones el camino más corto es intentar ilustrar a sus congéneres. De Goya lo único que queda ya es el nombre de una calle
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