El
bien es el objeto de estudio último de la Ética en tanto disciplina de la
justificación de lo moral. Si bien cotidianamente se accede a él de forma
intuitiva –se sabe qué es bueno y qué no lo es, y ese saber es lo que guía a
los individuos en su vida diaria-, ofrecer una definición de Bien, sin embargo,
es algo más complejo. Así, Platón consideró el Bien como un ideal trascendente
al entendimiento humano, el cual, aunque pudiera acceder en mayor o menor
medida a dicho ideal, nunca podría llegar a aprehenderlo del todo, de tal manera
que, en principio, el conocimiento del bien escapaba a la capacidad del
intelecto humano. Es la concepción que posteriormente adopta el pensamiento
cristiano, que identifica al Bien con Dios –el Bien Supremo- y, de la misma
manera que no nos es posible saber cómo es Dios –sólo podemos saber cómo no es,
como nos recuerda Tomás de Aquino- tampoco es posible llegar al conocimiento
pleno del bien. Lo único que le cabe al ser humano –siguiendo la doctrina
cristiana- es hacer lo correcto, es decir, obedecer los mandamientos de la Ley
Divina, pero sin tener posibilidad alguna de conocer cuál es la fuente de la
que emanan o, lo que es lo mismo, cuál es el criterio de bien en el que se
sustentan. Frente a esta tradición platónica de absolutización del bien, los
Sofistas –a los que a la larga nadie hizo caso (excepto Nietzsche), pues el cristianismo
los convirtió, junto a otros, en los perdedores de la Historia de la Filosofía-
habían considerado el Bien como algo relativo, dependiente de los sujetos, las
sociedades y las épocas históricas la misma concepción, por cierto que en el
siglo XVII va a mantener Spinoza –otro perdedor- cuando en su Ética afirme que “el bien y el mal
siempre se dicen en sentido relativo”-.
Van a ser Aristóteles y la escuelas
morales helenísticas las que elaboren una concepción de Bien que no se presente
como un ideal, sino más bien como la consecuencia de una serie de valores
terrenales. Estos valores –ya sean la felicidad, el placer, la sabiduría o la tranquilidad
de espíritu- acaban ocupando el lugar del Bien, de tal manera que se considera
que el objetivo último del comportamiento humano es alcanzar éstos –ser feliz,
ser sabio, u obtener placer- más que aquél –ser bueno-.
Sería dentro de esta tradición aristotélica donde habría
que situar algunos de los más importantes intentos modernos de definir el Bien.
Entre éstos es de destacar el intento utilitarista –la Ética kantiana se sitúa
en un plano más platónico, al hacer depender el bien del Deber- de consideración
de lo que es bueno. El Bien, para estos autores, viene definido por la máxima
fundamental del utilitarismo, enunciada por John Stuart Mill: “La mayor cantidad de felicidad para el mayor
número de personas posible”. El Bien, si nos atenemos a esta máxima, no sería entonces
más que un instrumento para alcanzar la felicidad o, dicho de otra manera, el
único bien posible sería ese estado de máxima felicidad para el mayor número.
Es por ello que los utilitaristas –y los autores que, sin serlo explícitamente,
de alguna manera han considerado sus teorías, como Rawls y Sen- más que de bien
van a hablar de bienes. Los bienes serían elementos materiales -bienes básicos- que permiten alcanzar el
estado de felicidad. Es por ello que la reflexión utilitarista –y de la de
Rawls, Sen, Elster, Dworkin etc. en el pensamiento contemporáneo- se va a centrar
en el cálculo del coste-beneficio que permita un reparto tal de esos bienes básicos
que se haga posible que el mayor número de ciudadanos alcance el mayor grado de
felicidad. Pero esta visión del bien, como se habrá comprobado, ya no es
meramente moral, sino que tiene un fuerte componente social –si es que lo moral
puede dejar de ser social-. En el fondo, el concepto de Bien planteado por los utilitaristas
es el de Bien Común. Algo que merece una reflexión aparte.
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