Si el concepto de bien moral es
difícil de definir, el de bien social lo es aún más. Identificado normalmente
con la idea de “Bien Común”, no se trata sólo de establecer en qué consiste,
sino también de determinar quién o qué decide lo qué es. Es decir, que si a la
hora de hablar de bien moral la dificultad radicaba en delimitar la esencia de
ese bien, al hablar de bien social la dificultad se duplica, pues ya no se
trata tan solo de determinar la esencia de ese bien, sino también de dilucidar
que instancias están legitimadas para acordar que la esencia del bien común es
la que se decide y no otra.
En la filosofía política clásica
griega el problema de la determinación del bien común no se plantea. Desde el
momento en que un individuo sólo es individuo en tanto qué es ciudadano o, lo
que es lo mismo, dese el momento en que se considera que los sujetos no son más
que partes de la sociedad –que es un todo que los trasciende-,que la sociedad
es la meta a la que tienden y que sólo dentro de ésta pueden desarrollarse
plenamente como seres humanos –el que no vive dentro de la polis es más que un hombre ,un Dios, o menos que un hombre, una
bestia, pero no un hombre, dirá Aristóteles-, el bien común viene determinado
por la propia polis y tiende a
coincidir con el bien moral en tanto en cuanto sólo dentro de ésta puede el ser
humano alcanzar este bien, es decir, puede realizarse como ser humano. De la
misma forma el pensamiento político medieval va a considerar, en general, que
en tanto en gobierno terrenal no es más que un trasunto del gobierno divino,
que la ciudad terrenal es una copia de ciudad celestial y que los gobernantes
lo son por gracia y derecho divino –por eso el poder político corresponde a la
Iglesia y, en última instancia, a su cabeza visible: el Papa- el bien común
viene determinado por Dios y coincide con él.
Va a ser con la filosofía moderna y
con la idea de individualismo inherente a la concepción del sujeto moderno, y concretamente
con la figura de Rousseau, donde el problema de la determinación del bien común
va a cobrar todo su sentido. Recordemos que para Rousseau el bien común vendría
explicitado por una voluntad general a la que todos los sujetos deberían
legarse, ya que es en ella donde desarrollarán plenamente su libertad. No es este
el lugar para explayarse en un análisis profundo del pensamiento político
rousseauniano, pero si cabe decir que cando uno lee a Rousseau –o al menos a mi
así me ocurre- es muy difícil escapar a la impresión de que no queda nada claro
qué cosa pueda ser la voluntad general y que, precisamente por eso, las
reminiscencias totalitarias de la obra del ginebrino son muy difíciles de
soslayar.
Como hemos dicho al principio el
problema de la determinación del bien común es doble, pues habría que señalar
no sólo qué es el bien común, sino también que instancia lo instituye como tal.
Puesto que no se trata ahora aquí de redactar un tratado sobre el bien común, diremos
tal sólo que hay al menos dos posturas al respecto. La primara es aquella según
la cual el bien común lo decide un sujeto o un grupo de sujetos –un élite- que
se encuentran mejor preparados intelectualmente que el resto de la sociedad y
es precisamente por ello por lo que están legitimados para legislar lo que
conviene a todo el grupo social. Parece bastante claro que esta posición más
temprano que tarde acabará generando un sistema totalitario. La otra postura
mantiene la idea de que el bien común debe ser definido por un consenso entre
toda la población. Esta postura, empero, supone la imposición a la minoría por
parte de la mayoría de algo tan importante –y en principio parece que tan personal-
como que es lo que debe resultar un bien para el individuo concreto. Y, por
otro lado, supone la idea de que mayoría debe considerarse en posesión de la
verdad sólo por ser mayoría,
Parece, en fin, que ninguna de las
dos posturas resulta satisfactoria, con lo cual quizás habría que concluir que
el bien común no es más que lo que cada uno considere su propio bien, siempre y
cuando éste cumpa con las dos condiciones básicas de ser razonable –respetar los
derechos, y el bien, de los demás- y racional, en el sentido de que pueda ser
deseable su universalización.
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