Las máquinas
conectadas a su cuerpo hacía días que habían dejado de funcionar por falta de
corriente eléctrica. El generador de emergencia apenas tenía potencia para
mantener semiencendido y parpadeante el fluorescente del techo. El cadáver de la
última enfermera que había ido a comprobar sus constantes vitales yacía a un lado de la cama. Sus ojos
clavados en el techo agotaban sus últimas horas de vida mientras las lágrimas
rodaban por sus mejillas descoloridas. Había estado tan cerca…
Cuando tuvo la idea, unos meses
antes, supo que de una u otra manera supondría un cambio en su vida y en la de
todos los que le rodeaban. Desde que había terminado sus estudios de periodismo,
hacía ya diez años, su carrera profesional se había limitado a cubrir noticias manidas
y mil veces escuchadas, las noticias que todo el mundo cubría. El exceso de
información y la velocidad de su difusión habían hecho que fuera casi imposible
dar noticias originales. Noticias originales que en dos horas habían dejado de
ser noticia sustituidas por otras y por otras. La época de las grandes
exclusivas ya había pasado. Cuando cualquier hecho más o menos relevante
llegaba a las rotativas ya había ido saltando entre redes sociales y teléfonos móviles.
Ninguna noticia era ya noticia. Fue pensando en eso una noche de insomnio
cuando cayó en la cuenta de que solo había una noticia en un mundo
hiperinformado y de que quien diera esa noticia acabaría definitivamente con la
profesión. Nunca nadie ningún periodista podría igualarlo.
Una semana más tarde partió para África
en busca de su noticia. Sus compañeros le preguntaron extrañados si había
tenido conocimiento de algún golpe de estado próximo o de alguna revolución
inminente, pero él se limitó a negar con la cabeza y sonreír, convencido como
estaba de que nadie en la sede del periódico, ni en el mundo en general, estaba
preparado para la noticia que iba a dar. Su viaje le llevó a las profundidades
de la jungla centroafricana. Allí buscó durante unos días lo que había de ser
su destino hasta que lo encontró. El grupo de primates, no podía decir
exactamente si eran bonobos o chimpancés o cualquier otra especie parecida
porque sus conocimientos de zoología no daban para tanto, al principio le
rechazó, pero su cuerpo desnudo y la adaptación a sus costumbres hizo que, si
bien no le adoptaran como un miembro de pleno derecho del grupo, al menos si
soportaran su presencia. Vivió como uno de aquellos primates hasta que los
primeros síntomas le hicieron saber que había encontrado lo que iba buscando.
No le había engañado el virólogo al que, en una falsa entrevista, le había
sonsacado cuál era la zona de África donde era más probable que los monos y los
murciélagos incubaran virus todavía desconocidos para el ser humano.
Los primeros a los que contagió la
enfermedad fueron los pasajeros que viajaban con él en el avión que lo trajo de
vuelta a España. La capacidad de contagio de aquel virus era mayor que la de cualquier
otro del que se tuviera noticia. Un virus nuevo y desconocido, del que se
ignoraba su procedencia que tenía una
tasa de mortalidad del ciento por ciento. Los esfuerzos de todas las
organizaciones médicas nacionales e internacionales por detenerlo resultaron
vanos. Pronto los mismos médicos murieron y ya no quedó nadie que pudiera
buscar una cura. El virus parecía fortalecerse con cada nueva víctima y todos
comprendieron que ya no había nada qué hacer.
Mientras agonizaba en la cama del
hospital se dio cuenta de que todo, al fin y al cabo, había sido en vano. Tenía
su noticia, la gran noticia, la única noticia que cabía dar: la noticia del
apocalipsis que él tan metódicamente había preparado. Pero no quedaba nadie
para escucharla.
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