El cuerpo
chocó contra el suelo y se elevó un metro sobre el asfalto antes de volver a
caer. Las esquirlas de hueso se incrustaron en los neumáticos de los coches que
había alrededor y la sangre manchó los escaparates de las tiendas de lujo. Si
alguien hubiera levantado la vista hacia la fachada del edificio, cosa que
nadie hizo porque la masa encefálica desparramada era más cautivadora, hubiera
visto la ventana abierta en la planta treinta. La ventana, cuyas cortinas se mecían
con el viento, daba paso a un salón con un sofá, un par de sillones de piel,
una mesa baja y una televisión último modelo, testigos de lo que había
ocurrido.
La policía cerró el caso como un
suicidio y nadie investigó las horas previas a la defenestración del cuerpo. De
haberlo hecho así, habrían comprobado como el inquilino de aquella estancia,
que en realidad contaba con dos habitaciones más, un dormitorio y un despacho,
amén de una cocina y un cuarto de baño, había llegado a vivir allí el mes anterior.
Su empleo como contable en una empresa de conservas no era precisamente
apasionante y repartía el tiempo libre que le quedaba después del trabajo
-salía a las cinco y media de la oficina- entre esporádicas visitas a los bares
de la zona -una de las más céntricas y exclusivas de la ciudad, por cierto- y
las películas y los partidos de fútbol del canal por cable que veía en la
televisión de sesenta pulgadas sentado en el sofá, mientras esperaba la llamada
de teléfono que todas las noches a la misma hora le preguntaba si había visto
ya el rostro en la ventana.
Cualquiera que haya seguido este
relato hasta este punto, se estará preguntando cómo un contable de una empresa
de conservas podía permitirse un apartamento como aquél en una de las mejores
zonas de la ciudad. En realidad no podía. Si estaba allí era porque una tarde había
recibido una carta en su piso de la periferia en la que se le citaba al día
siguiente en un despacho de abogados del centro. Allí, uno de los socios del
bufete le comunicó que alguien que no deseaba ser reconocido había escogido al
azar a una serie de personas para que ocuparan algunos de los inmuebles que poseía
en varios edificios de lujo de la localidad. Podía vivir allí todo el tiempo
que quisiera y lo único que tenía que hacer era responder a una pregunta que se
le haría por teléfono todas las noches a la misma hora. Si él no aceptaba le
sería ofrecido el piso a otra de las personas elegidas. Pensó que no era algo
que pareciera excesivamente complicado y, en todo caso, aunque siempre había
sido escéptico ante los regalos caídos del cielo, si a la larga no le convenía el
asunto siempre podía marcharse.
La primera noche que recibió la llamada
y escuchó la pregunta: ¿has visto el rostro en la ventana? no entendió muy bien
a lo que se refería, pero como no había visto ningún rostro, ni en la ventana
ni en ningún sitio, contentó que no. Durante las tres semanas siguientes se repitió
el mismo ritual. Al comienzo de la cuarta semana, unos minutos antes de la hora
en la que siempre recibía la llamada telefónica creyó percibir algo en la
ventana abierta, algo así como una perturbación del aire acompañada de un breve reflejo, aunque su
respuesta a la pregunta seguía siendo no. La noche siguiente las líneas del
rostro se hicieron más nítidas. La tercera noche pudo observar claramente un
rostro de rasgos finos que flotaba en el aire y le contemplaba desde la
ventana. La cuarta noche -ya había dejado de contestar a las llamadas telefónicas-
el rostro le habló o pareció hablarle. Había algo en aquella cara que se movía
por el espacio de la ventana que le atraía de forma insana. No sabía si era el
negro intenso de los ojos o la carne de los labios. La última noche el rostro
había acabado ya con su razón, el deseo le consumía las entrañas y se lanzó a
abrazar, a besar, a comer aquel rostro
que había desterrado su sueño. Pero en su abrazo no alcanzó el rostro, solo
abrazó aire, solo abrazó noche mientras caía y por encima de él un rostro que
flotaba en el negro del cielo esbozaba una leve sonrisa.
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