sábado, 3 de marzo de 2012

Como ratas en un laberinto

 Si bien en en sus orígenes el capitalismo necesitó de la democracia burguesa para desarrollarse, el nuevo sistema –sobre el que yo tengo mis dudas de que siga siendo capitalismo y no un fenómeno nuevo para el que ya no sirven los análisis tradicionales- implica la existencia de un totalitarismo político. La represión de las últimas protestas estudiantiles es tan sólo la más grave –por brutal y por burda- de las expresiones de esta nueva forma de hacer política-economía. No es, sin embargo, la única, y la demonización de cualquier tipo de manifestación como enemiga de la paz social o las propuestas cada vez más insistentes de recortar el derecho de huelga apelando a la inmoralidad que supone mantenerlo en un país con una tasa de más del 20% de paro –como si la culpa del paro la tuvieran los huelguistas- no son más que maneras más sutiles de lo mismo.
 La represión directa, empero, no es el camino exclusivo para implantar el totalitarismo, aunque sí el más evidente. Todos los conductistas, desde Pavlov, saben que es posible bloquear las respuestas en aquellos sujetos de experimentación que son sometidos a estímulos contradictorios. Cuando una población contempla como un presidente del Gobierno afirma que una reforma laboral es útil para crear empleo y al día siguiente manifiesta que se esperan un millón más de nuevos parados; cuando acusa al anterior Gobierno de dejar un déficit mayor que el previsto y luego dice que la parte del león de esa desviación deficitaria corresponde a las autonomías gobernadas por su partido; cuando manda a la policía a aporrear a menores de edad y luego lloriquea pidiendo comprensión a los ciudadanos, cuando apela al derecho a la educación para no embargar un colegio que debe un millón de euros a la Seguridad Social y a la vez elimina masivamente puestos de profesores, lo que está haciendo es lanzar esos mensajes contradictorios. Y así, anula las respuestas de la población, que acepta sin pestañear que a los parados se les obligue a realizar trabajos para la comunidad como si fueran delincuentes, lo que supone no ya una cuestión económica, sino moral, por la humillación que conlleva; acepta que se nombre como responsable de la lucha contra el fraude fiscal a una señora implicada en un fraude fiscal o acepta que el Fiscal General del Estado prevarique –éste sí- volviendo a investigar un caso ya juzgado, con el objetivo, por un lado, de contentar a los perros que han levado al poder al partido que lo ha nombrado y por otro de falsear la historia de los últimos diez años.
 Cuando estas cosas ocurren que a nadie le quepa duda de que estamos en la senda sin retorno del totalitarismo y de que no somos más que un montón de ratas metidas en una caja de Skinner.