domingo, 27 de mayo de 2018

Lo que de verdad importa


            Dicen que la revolución devora a sus hijos. Parece que al señor Pablo Iglesias no solo lo ha devorado sino que también lo ha defecado. Y no digo esto porque se compre un chalet o tres, cosa que a mí, personalmente, me da exactamente igual, o porque la hipoteca con la que supuestamente lo ha financiado sea más oscura que las tarjetas black de Caja Madrid. Lo digo porque todos los palos relativos a la adquisición de su vivienda unifamiliar con parcela y piscina le están viniendo desde el campo de esa revolución siempre prometida y nunca cumplida, al lado de la cual la revolución pendiente de la Falange es un hecho de la hiperrealidad. Lo critican los suyos, o los supuestos suyos, mientras que la derecha lo defiende fervientemente –y como muestra este artículo casi laudatorio que publicó hace unos días en El Mundo el señor Luis María Ansón-. Tampoco es de extrañar que la derecha defienda al señor Pablo Iglesias en este trance, ya que la fin y al cabo lo único que ha hecho es apuntalar sus tesis y demostrar que, en el fondo, tiene razón. Que en España todo el mundo es de derechas cuando se trata de la manduca o del chalet, incluso el máximo representante de la izquierda y que el que la pasta se escape entre los dedos al fin y al cabo no es patrimonio de nadie.
            Esa derecha, por cierto, que anda bastante revuelta últimamente, pues lo que todos sabíamos ahora se ha hecho real por vía de sentencia judicial. Es curioso como últimamente en España son las sentencias judiciales las que crean la realidad y nada es real hasta que no lo dice un juez, aunque todo el mundo lo vea con sus ojitos, o aunque nadie lo quiera ver, lo cual en el fondo no es más que una forma de verlo. Y ahí está el otro gran paladín de la izquierda, el señor Pedro Sánchez, erigiéndose en salvador de España, aunque no se sabe si para salvarse él, y sacrificándose presentando una moción de censura que no va a ninguna parte, excepto a terminar con lo que queda del partido que dirige. Tiene razón el señor Sánchez cuando afirma que el gobierno tiene que marcharse, y tiene razón al pensar que no lo va a hacer por su propio pie. Ahora bien, de ahí a pretender ponerse él de jefe hay una diferencia. Es cierto que la sociedad civil –como se dice ahora- está alarmada y exige la salida el gobierno en pleno, pero de ahí a que la misma sociedad civil desee verle a él de Presiente del Gobierno hay una diferencia importante. De hecho, lo que la sociedad civil quiere, o al menos eso es lo que se aprecia en los medios de comunicación y en los foros públicos, son una elecciones, que es lo que el señor Sánchez no quiere, porque tanto él como yo nos tememos que saldría más que escaldado.   
Claro que todo esto da igual. Lo que de verdad importa es que el Madrid es (otra vez) campeón de Europa. Y ahí tenemos de nuevo a miles de lerdos –porque no tienen otro nombre- celebrando hasta la embriaguez que unos cuantos delincuentes –no presuntos- cuyos delitos abarcan desde la evasión de impuestos hasta el secuestro y la extorsión pasando por el blanqueo de capitales y que ganan en un mes lo que muchos de los que hoy se desgañitarán, e incluso llorarán, viéndoles en triunfo por las calles, no ganarán en su vida, hayan hecho lo que, por otra parte, se supone que deben de hacer que para eso cobran, como si eso les supusiera a ellos un empleo, una subida de sueldo o algo más que una resaca. En fin, la cosa está tan clara que hay que ser muy lerdo para no verlo, o para no querer verlo. Eso sí, el mes que viene empieza el Mundial y podremos comprobar como la lerdez no es propiedad exclusiva de Madrid, ni de España.

jueves, 10 de mayo de 2018

Desinformación y Fake news



Cualquier individuo del siglo XII estaba más informado que cualquier individuo de la actualidad. Y me voy a explicar, porque esta afirmación en una supuesta era de la información puede parecer osada, cuando no directamente absurda. En el siglo XII, si alguien quería obtener sobre cualquier tema de los que por entonces se conocían –que eran, eso es cierto, bastante más reducidos que los de ahora- no tenía más que ir a la biblioteca del monasterio más cercano y obtener allí, entre los clásicos griegos y latinos, la información que reclamaba. Evidentemente eran pocos los que requerían una información que se escondía en las bibliotecas de los conventos y los que la buscaban tampoco tenían que andar mucho, en general, pues es su gran mayoría eran ya habitantes de esos conventos. Hoy en día, en cambio, la información está a la mano de cualquiera que sea capaz de tocar el botón de un mando a distancia de un televisor o de mover el ratón por una interfaz de internet. Hoy en día las noticias se mueven a la misma velocidad en que se producen –a veces incluso más rápido- y cualquiera puede obtener un conocimiento instantáneo que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. ¿Por qué, entonces la afirmación con la que da comienzo este texto?
            Si bien es cierto que hoy la información está al alcance cualquiera que se interese por ella, también es cierto que, por una parte, esa información no es tal y, por otra, que cada vez son menos los cualquieras que se interesan por la información. En estos días se están llevando a cabo, tanto en el Congreso de los Diputados como en el Parlamento Europeo varias iniciativas que tienen como objetivo combatir las conocidas como Fake News, noticias falsas en cristiano, que han prosperado en la panacea de la información que es Internet y que tienen como objetivo, unas  veces, simplemente gastar un bromazo a algún ingenuo que se cree todo lo que le cuentan y otras, la más, crear un estado de desinformación que suponga el caldo de cultivo para sus propios intereses. Ante todo este ruido informativo a veces es difícil distinguir la realidad de la ficción. Es por ello que en el siglo XII los individuos que así lo querían estaban bastante mejor informados.
            El caso es que nuestros próceres se rompen la sesera intentando desmontar, o al menos controlar, todo este asunto de las Fake News Y la verdad es que, si giraran la vista hacia el siglo XII encontrarían una fácil solución. Como ya se ha dicho en el siglo XII solo unos pocos sujetos, aquellos que estaban más preparados, tenían un interés en acceder a una información que se guardaba bajo siete llaves en las bibliotecas de los monasterios. En la actualidad todo el mundo tiene interés en acceder a la información y ésta ya no está guardada bajo siete llaves, al menos bajo siete llaves físicas, pero la desinformación es cada día mayor. Quizás el problema tanga que ver precisamente con la preparación. A mi se me ocurre que las Fake News emitirían su canto del cisne cuando los gobiernos que se preocupan por combatirlas las dejaran de lado y dedicaran sus esfuerzos a educar a la población.
Lo que hace que una noticia falsa resulte creída -que no creíble- y se haga viral es que incide directamente sobre los prejuicios ideológicos de los sujetos, en una época en que los prejuicios ideológicos –y de todo tipo- han sustituido a la verdadera formación. Así, cualquier noticia, por increíble que sea, si encaja con los preconceptos de un grupo de sujetos va a ser inmediata creída y difundida a través de los medios digitales y las redes sociales, llegando a cada vez más gente que a su vez la acepta como complemento de su ideología. Para que me entiendan: si mañana un medio digital, el que sea, publicara que Cristina Cifuentes come niños para desayunar, por ejemplo, habría un montón de gente que se lo creería a pies juntillas, lo difundiría en Facebook y Twitter, tendría un montón de likes de otros descerebrados que pensaran como los primeros y, al final, habría una campaña de firmas en Change.org para que la susodicha señora Cifuentes fuera juzgada por caníbal e infanticida. La única forma de acabar con las noticias falsas, entonces, es abrir las mentes de los ciudadanos, educarlos, erradicar su cerrazón ideológica algo que, curiosamente, suele hacer la filosofía –aunque ahora esté tan denostada desde uno y otro polos del espectro ideológico-. Mientras tanto, hablar de opinión publica cuando ésta se fundamenta en la desinformación, o en la falta de información, es directamente un sinsentido. De hecho, yo tan solo tengo opinión de aquellos asuntos de los que tengo información rigurosa, que suelen ser todos los anteriores al siglo XIX. De la actualidad más rabiosa no opino nada, porque no se lo que pasa.

martes, 8 de mayo de 2018

¿Por qué no ser mejores?


Cuando se empieza a considerar que una mejora supone un problema ha llegado la hora de plantearse algunas cosas. Me estoy refiriendo en concreto a las reticencias de todo tipo que surgen frente al mejoramiento humano que suponen los nuevos avances biotecnológicos. Y es que si todos estamos de acuerdo que lo mejor es preferible frente a lo peor y en que –a pesar del dicho de que lo mejor es enemigo de lo bueno- lo mejor es preferible a lo simplemente bueno, o a lo que no es ni bueno ni malo: cuando parece que todo el mundo está de acuerdo en mejorar su vida, su familia, sus ingresos o su bienestar, entonces, cuando alguien se atreve a postular una mejora, no de un aspecto u otro de la vida humana en particular, sino de todo lo que significa la especie humana en general, es más, cuando estamos tan cerca de crear una nueva especie que supere a lo que llamamos “humanos” –que tan denostados, por otro lado, están en ciertos círculos biempensantes- todo cambia. Lo que parece lógico deja de serlo y un miedo atávico a no se sabe muy bien qué se apodera de todos y nos hace recular ante lo que, posiblemente, ni siquiera comprendemos.
            Cualquiera que mire a su alrededor se puede dar cuenta de que la especie humana está entrando en una nueva fase evolutiva o, más bien, en una nueva fase involutiva. Ante esta situación el rechazo visceral frente a ciertos avances que pueden detener esta involución y redirigirla en una dirección totalmente distinta, que suponga una nueva definición de humano –en realidad lo que siempre, desde los griegos se ha entendido por “humano”, es decir, “animal racional”- solo puede ser entendido desde dos grandes grupos de argumentos que, en realidad, son uno solo.
            Por un lado, argumentos cristianos que se reducen todos a la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Efectivamente si todo está bien, si ya estamos en lo mejor, cualquier intento de mejora no será sino un empeoramiento. El ser humano ha sido diseñado por Dios de la mejor manera posible, y por lo tanto no tiene sentido pretender cambiarlo. Es más, pretender cambiarlo es un atentado contra las leyes divinas, es jugar a ser dioses y eso, tarde o temprano, será objeto del castigo divino. Si usted, por ejemplo, no quiere morirse, es usted un soberbio y será juzgado en el final de los tiempos, que llegará igual que su muerte. Pues aunque haya sido creado libre y sea dueño de su destino, no puede evitar su destino final que es la muerte. Estamos condenados desde el momento en que nacemos y solo podemos resignarnos ante lo inevitable.
            Ahora bien, alguien podría decir –y aquí nos encontramos ante el segundo gran grupo de argumentos- que la muerte no es una cuestión teológica, sino biológica y que si nos tenemos que morir no es porque Dios lo quiera, sino porque nuestra biología así lo dicta. La falacia de este argumento, empero, es evidente: si la muerte es una cuestión biológica y existen avances científicos que pueden, a un nivel puramente biológico, si no evitar la muerte al menos si alargar la vida todo lo posible, no se ve, desde el ámbito de la biología, por qué no habría de hacerse. Si se admite –es más, se exige- que los avances médicos curen las enfermedades o detengan el cáncer, ¿Por qué no ha de admitirse también que eviten la muerte? ¿Por qué es admisible morir de viejo y no morir de un catarro o una infección si ambas muertes pudieran ser evitables? Porque la naturaleza, y aquí la respuesta se vuelve, de nuevo, teológica, es sabia. Y no debemos forzarla si no queremos que se vuelva contra nosotros. Hay que dejarla actuar y seguir su camino, quedar a merced de ella. Deus sive natura, dijo Spinoza. Y no sabía la razón que tenía.