viernes, 26 de abril de 2013

Con su permiso


 Con su permiso, quisiera expresar mi opinión sobre unos cuantos asuntos que últimamente están en el candelero mediático. Y que parecen ser a los que ha quedado reducido no sólo el debate entre la derecha y la izquierda, o entre el liberalismo y el socialismo o –porque a final en la estrecha y maniquea, y cristiana, mente de la mayoría de la población todo se reduce a esto- entre los buenos y los malos. O también a lo que en el ideario de la autoproclamada izquierda, ha quedado reducida la lucha de clases. Estos asuntos tienen como protagonista fundamental a la Junta de Andalucía, o más bien a la izquierda andaluza. Y quisiera aclararlos, aunque resulte aburrido, al menos para mí, porque parece ser que hoy en día, si eres de izquierda, tienes que comulgar con las ruedas de molino que suponen las medidas anunciadas por los “socialistas” y los “comunistas” andaluces y, si no lo haces, entonces eres un “facha” neoliberal –aunque quien así te espete sea un votante del PP-.. Así, que, o bien eres de los malos que siguen las consignas de los medios de la derecha, o bien eres de los buenos que siguen las consignas de los medios de la supuesta izquierda: o te alineas con “El Gato al Agua” o te alineas con “Más vale Tarde” o “Te vas a enterar”. Y el caso es que los dos modelos son el mismo y tienen los mismos objetivos: exportar demagogia y anular el pensamiento libre y crítico.
 Pero me estoy saliendo del asunto. Me quiero referir, una vez más, a la supuesta expropiación de pisos vacíos que va a realizar la Junta de Andalucía y a su nuevo anuncio de dar tres comidas al día a los niños más desfavorecidos de la región. La primera ya la comenté hace poco y expliqué porqué no era de izquierda. Me voy a extender un poco más en analizar la justificación que se ofrece para defenderla, justificación que, a lo que parece, si que la encuadraría dentro del pensamiento de izquierda y que tiene que ver con el “interés social” de la vivienda. Para empezar, si la sociedad es algo son las relaciones que se establecen entre sus miembros. Efectivamente, los individuos no pueden ser considerados como entes aislados –que es lo que hace el liberalismo radical- ni se puede considerar a la sociedad como un hipostatización que trasciende a los propios individuos –que es lo que haría el totalitarismo-. Es en estas relaciones donde hay que enmarcar el proclamado “interés social”. Al ser la sociedad las relaciones sociales, el interés social tiene que hacer referencia a ellas. El hecho de tener o no una vivienda no supone una relación, a no ser la que se da entre el comprador y el vendedor, o entre el fabricante y el ocupante, que es precisamente la que se está poniendo en duda. Los bienes, en sí mismos, no tienen interés social, porque la relación social que implican no se establece en ellos, sino en su proceso de producción, es decir, en el trabajo necesario para realizarlos. Por eso en el sistema capitalista el producto terminado se convierte en mercancía, en un fetiche, porque se olvida la relación social que ha supuesto su producción y se le considera algo absoluto en sí mismo: se le cosifica. Esto es marxismo de manual. De esta manera, el interés social no estaría en las viviendas, sino en el proceso necesario para fabricarlas, y eso es lo que habría que nacionalizar o expropiar: los medios de producción de las viviendas, porque es en ellos donde está el “interés social”. Como ya se ha dicho tantas otras veces, una empresa cumple una función social y un empresario tienen un papel social, más allá de la obtención de beneficios.
 Por otro lado el hecho de repartir tres comidas al día a los escolares más desfavorecidos está muy bien, es una manera de ayudar a los que peor lo pasan –aunque tengo mis dudas de que Kant lo considerara moral- pero no es la función de un gobierno, ni es una medida de izquierdas. No es la función de un gobierno porque es lo mismo que puede hacer Cáritas o cualquier ONG y la función del gobierno sería precisamente evitar que hubiera que repartir esas comidas, haciendo políticas sociales que impidieran que los ciudadanos llegaran a esa situación, que en el caso que nos ocupa tienen que ver con la creación de empleo o, al menos, con evitar que este se destruya. Y no es una medida de izquierdas por lo anterior: dar de comer al hambriento puede ser filantropía, o caridad cristiana, pero no socialismo. El socialismo consiste precisamente en evitar que se den las condiciones que lleven a tener que dar de comer al hambriento, es decir, en evitar que haya hambrientos. La medida tomada por la Junta de Andalucía, así, es una medida cristiana, pero no marxista ni socialista. Y el marxismo y el cristianismo no tienen nada que ver. 

viernes, 12 de abril de 2013

La estupidez globalizada


Estúpido: 1. adj. Necio, falto de inteligencia.
Tonto: 1. adj. Falto o escaso de entendimiento o razón
(Diccionario de la RAE)

"Tonto es el que dice tonterías"
(Forrest Gump)


 En la era de la globalización del conocimiento era de esperar que su contrario, la estupidez, tampoco tuviera fronteras. Buena prueba de esta universalización de la ausencia de inteligencia la ha dado el señor Olli Rehn, al diseñar las recetas que deben afrontar los diferentes estados de la UE para hacer frente a la crisis, una crisis que se ahonda cada vez que el señor Rehn y otros como él ponen en marcha sus soluciones, lo cual hace pensar que estas soluciones son más bien el problema. En lo que respecta a España, el señor Rehn insiste, en líneas generales, en la necesidad de realizar cambios estructurales, porque la crisis, dice, no es coyuntural sino estructural. Que la crisis es estructural lo sabe cualquiera que conozca un poco la historia económica, porque fue una de las ideas que desarrollaron Marx y Engels. La crisis es estructural, en efecto, porque la propia estructura del sistema favorece la aparición de crisis periódicas. Así que, para evitar éstas, lo que habría que hacer es cambiar la estructura del sistema, y no reformarla. Por otro lado, las exigencias del señor Rehn inciden en lo ya conocido: abaratar el despido, reformar las pensiones y aumentar los impuestos. Lo que resulta más llamativo –y ofrece una muestra de la globalización de la estupidez a la que me refiero- es que él mismo reconoce que los problemas de España son el desempleo y la paralización de la economía. Con una reforma laboral que ha supuesto una tasa de paro de cerca del 26 por ciento y una reforma fiscal que ha significado la paralización del consumo interno, no se entiende como flexibilizar más el despido o aumentar los impuestos van a conseguir que el desempleo disminuya o que se reactive el gasto, a no ser que el señor Rehn sea un hegeliano convencido y piense que insistir en la antítesis lleve a superar la contradicción y que una acumulación cuantitativa implique un salto cualitativo. Como no creo que este señor sea lo anterior –y mucho menos que entienda las sutilezas de la dialéctica- hay que pensar que es simplemente tonto.
 La incidencia de la crisis en España tiene que ver, cosa que parece que ni el señor Rehn, ni el gobierno, ni la izquierda de este país sabe, con un modelo productivo basado en la construcción unido a una cultura empresarial que se fundamenta en los beneficios, olvidando la inversión, lo que ha dado lugar a un magma de corrupción que ha puesto la guinda al pastel. Eso es lo que provoca que España sea el país con la tasa de paro más elevada de toda la Unión Europea. Ese es el verdadero problema y sus responsables son, en primera instancia, los empresarios, que son los que despiden a los trabajadores y, después, un gobierno que les permite campar a sus anchas. Porque si bien es cierto que sus empresas son propiedad privada, también lo es que la sociedad no lo es, y si bien es cierto que uno monta una empresa para ganar dinero, también lo es que ésta, una vez establecida en la sociedad civil, cumple una función social. Así, más allá de las medidas que el señor Rehn receta y el señor Rajoy aplica –porque para que haya un tonto, tiene que haber otro tonto que le haga caso- la solución a la crisis pasa por dos caminos convergentes. El primero de ellos, la implementación de medidas que generen empleo. Está claro que la reforma laboral lo único que ha hecho es destruirlo, sin embargo, ha dejado entrever el camino a seguir. Porque, siguiendo su lógica, si se ligan los despidos a las pérdidas, también se ligan las contrataciones a los beneficios. Así, que lo que debe de hacer el estado es obligar a las empresas a contratar trabajadores cuando éstas presentan beneficios, de la misma manera que les permite despedirlos cuando presentan pérdidas. Es decir, de lo que se trata es de nacionalizar el mercado de trabajo –algo que no tiene que ver con la propiedad privada, sino con el desarrollo social- de tal forma que las empresas se vean obligadas a realizar ofertas de empleo privado acordes con el monto de sus ganancias, de la misma forma que se realizan ofertas de empleo público. Esto es lo que hay que nacionalizar, y no los pisos porque, vuelvo a insistir, los desahucios no son el problema, sino tan sólo una consecuencia o un síntoma de la verdadera enfermedad, que es la falta de trabajo.
 El segundo camino es el más evidente: llevar a cabo una lucha efectiva contra el fraude fiscal y la evasión de capitales. A nadie se le escapa que los que eluden el pago de los impuestos son los empresarios, y que cuanto mayor sea la empresa mayor es el fraude –por mucho que diga el señor Montoro, otra víctima de la globalización de la que hablamos- de la misma forma que quien evade capitales es el que los tiene, es decir, los empresarios. Por eso esta vía es convergente con la anterior: las dos afectan al mismo colectivo empresarial, que aparece así como el centro alrededor del cual giran las causas y las consecuencias de esta crisis. Curiosamente, en todos los procesos abiertos ahora mismo por corrupción figuran como imputados políticos, pero no empresarios, de la misma forma que se “escrachean” los domicilios de los políticos, pero no de los empresarios. Un ejemplo más de la globalización de la estupidez.

jueves, 11 de abril de 2013

Con un par


 En mi último artículo hablaba sobre los mitos que ha creado la llamada nueva izquierda. Al hilo de ello, quiero incidir hoy en un ejemplo palpable de esta actitud: el anuncio efectuado por la Junta de Andalucía de implementar una ley que obligue a los bancos a alquilar los pisos vacíos que posean, bajo multa de 9000 euros por piso, y que regula –por decirlo de alguna forma- la expropiación de las viviendas, propiedad de esos mismos bancos, de aquellos ciudadanos amenazados de desahucio por impago de sus deudas hipotecarias. Expropiación que tiene como objetivo permitir que esos ciudadanos no sean desalojados de sus casas durante un periodo de tres años. Con un par, que diría un castizo. A mi todo esto me parece una auténtica barbaridad, y voy a intentar explicarles por qué.
 Empecemos por lo evidente. Es evidente que el desarrollo de esta legislación es una medida populista –al estilo de los ranchitos de Chávez, por cierto- que tiene un objetivo doble: seguir manteniendo el caladero de votos del PSOE en Andalucía con una nueva versión del voto esclavo y, por supuesto, tapar el escándalo de corrupción de los ERE falsos. Porque de la misma manera que estoy convencido de que el señor Rajoy y la cúpula del PP conocía los tejemanejes del señor Bárcenas, y si no los conocía lo que deberían de hacer es marcharse, estoy convencido de que el señor Griñán y la cúpula del PSOE en Andalucía conocía los tejemanejes del señor Guerrero, y si no los conocía lo que deberían de hacer es marcharse. Sólo esto bastaría para concluir que esta medida no es de izquierdas, pero eso lo dejaré para más adelante. De momento, sigamos con lo evidente. Es evidente que esta medida es anticonstitucional porque va en contra del derecho a la propiedad privada que, nos guste o no, es un derecho recogido en la Constitución. De la misma manera es evidente que lo único que va a conseguir es deteriorar aún más la ya deteriorada economía andaluza, porque poner de golpe y porrazo una cantidad aún sin determinar de pisos en alquiler en el mercado, pero en todo caso muchos, va a terminar de hundirlo. También resulta evidente que el dinero para las expropiaciones tendrá que salir de algún sitio, en concreto de los contribuyentes andaluces que van sufragar así las viviendas de aquellos no pueden hacer frente a sus préstamos hipotecarios. Y por último es evidente que una Comunidad Autónoma no puede elaborar una ley que afecta a los intereses de entidades o particulares que no residen en dicha Comunidad, algo para lo cual sólo está capacitado el Gobierno central y el Parlamento nacional. Si mañana el gobierno del señor Griñán expropia o multa a un banco que tenga su sede social en Madrid, por ejemplo, éste interpondrá una demanda ante un juzgado de Madrid, el cual, al no figurar en la legislación de dicho territorio la citada ley, dará la razón al demandante. Yo no soy abogado, pero esto me parece de lo más lógico. En resumen, es evidente que la medida anunciada a bombo y platillo por la señora consejera de Vivienda de la Junta de Andalucía, es un brindis al sol, que nunca se llevará a efecto. 
 Pasemos ahora a lo que no resulta tan evidente. ¿Es la medida tomada por el gobierno andaluz de izquierdas?. No. Y no lo es por dos motivos –aparte del evidente señalado más arriba-. El primero de ellos ya ha sido desarrollado de manera magistral por Enrique Mesa en uno de los artículos de su blog, y aquí sólo voy a resumirlo. El ideal del pensamiento de izquierda es alcanzar la autonomía del individuo. Cuando a éste se le da todo hecho –que es en el fondo lo que propone la ley andaluza- se están cercenando sus posibilidades de ser autónomo: no necesita, de hecho, serlo, porque ya hay otros que piensan y actúan por él –el estado-. Lo único que se consigue así son estómagos agradecidos que seguirán fielmente las consignas del poder. El segundo tiene que ver con la esencia misma de los planteamientos de Marx, que entiendo que es, o debería ser, la esencia misma de la izquierda. La ley articulada por el gobierno andaluz no ataca el fondo del problema, sólo rasca en la superficie del sistema económico y no profundiza en su transformación, por mucho que se le llene la boca a la consejera de Vivienda de la Junta, que parece ser que es comunista o al menos eso dice. No nacionaliza los bancos, ni los medios de producción de las empresas –que son las que han despedido a los trabajadores que ahora no pueden pagar su hipoteca, que a nadie se le olvide- sino los pisos que poseen aquéllos –que es lo mismo que nacionalizar el edificio de una fábrica pero no las máquinas-. Sin embargo, la propiedad privada que genera capital y en consecuencia tasa de explotación de los trabajadores es la propiedad privada de los medios de producción. De esta manera, se deja intacto el mecanismo de explotación y así, implícitamente, se lo protege, pues permite dar la impresión de que la nacionalización de un bien es la nacionalización del sistema de producción, quedando este salvaguardado de futuros ataques porque en el imaginario colectivo ya está nacionalizado. Pero esto, claro, es pensamiento de izquierda.

martes, 9 de abril de 2013

Los mitos de la nueva izquierda


A modo de prólogo, el que esto suscribe se considera una persona de izquierdas, que ha militado en organizaciones de izquierda –eso si, tradicional- y que incluso ha estudiado a los grandes clásicos del pensamiento de izquierdas. Así que, en principio, no necesita que un conjunto de barbilampiños, populistas, agoreros o salvapatrias le den lecciones de izquierdismo. Sabe perfectamente que la izquierda debe fundamentarse en la racionalidad, tanto estratégica como moral, porque eso, y no otra cosa, es, no sólo lo que le permite diferenciarse de la derecha, sino estructurar un discurso y una praxis políticas liberalizadoras del ser humano. Todo lo que no se ajuste a estas premisas tan simples –hacer lo que se debe hacer, lo que es moral, y hacer lo adecuado en y para el momento adecuado- será demagogia o romanticismo, pero no es una postura de izquierda. Es mitología, un intento de explicar la realidad desde instancias –subjetivas, psicológicas, metafísicas o políticas- superiores a la propia realidad, considerar que la realidad escapa al orden racional y, por tanto, negar la posibilidad de su transformación. Y el pensamiento de izquierda es transformador por definición.
 Si bien siempre la izquierda que ha pretendido ser radical ha tendido a mitologizar la realidad, sobre todo cuando, a partir de los años setenta y ochenta del pasado siglo cayó en la cuenta de la verdad que se ocultaba detrás de sus referentes maoístas y estalinistas –véase el caso paradigmático del Che Guevara, o de la elevación a los altares del culto a la personalidad de todos aquellos que se han considerado grandes revolucionarios: Castro, Mao, Ho Chi Mihn, Chávez o Kim Jong-un, incluso al pobre José Luis Sampedro ya le están mitificando- la nueva izquierda –al menos la nueva izquierda española, que es de la que me interesa tratar- ha conseguido convertir toda su actividad en un mito, porque todas las ideas que la sustentan no son más que mitos. Para empezar, la propia nueva izquierda es un mito. Es un mito porque sus movilizaciones sociales no se corresponden con una toma de conciencia de clase, con un afán transformador de la realidad –y la realidad no es otra cosa que el sistema económico- o con una asunción de las contradicciones del sistema que salen a la luz. El único motor que anima a esta nueva izquierda, al menos a la mayor parte de aquellos que forman en sus filas, es recuperar el bienestar perdido. Que nadie se llame a engaño: sin crisis económica ahora no estaríamos asistiendo al linchamiento público de la familia real porque uno de sus miembros sea un corrupto -todos lo son y desde hace mucho tiempo- y la mayoría de los que piden a gritos la III República seguirían yendo como borreguitos a aplaudir a la realeza en todas sus apariciones, para demostrar así su patriotismo y lealtad y ver si pillan algunas migajas mediáticas; si a los que participan en los escraches se les regalara un piso, se sentarían tranquilamente en sus sofás a ver el fútbol, y se olvidarían de las hipotecas basura y de los deshaucios; si a los jóvenes que protestan por no tener futuro y por tener que marcharse del país -exiliarse, dicen ellos, como si fueran los primeros que han tenido que salir de su tierra a buscarse los garbanzos- se les ofreciera un trabajo bien renumerado, estarían encantados con el sistema, votarían a la derecha –como de hecho ha pasado- y su único proyecto de futuro sería comprarse un chalé, un coche potente y una televisión de plasma de 50 pulgadas. Eso, si no eran de los criticaban a los inmigrantes extranjeros. Una sociedad no cambia en diez años por muchos acontecimientos traumáticos que la golpeen, y menos la española que lleva siglos anclada en lo que Machado llamó un “país de arrieros, lechuzos, tahúres y logreros”. Así que los movimientos sociales imbricados en la nueva izquierda acaban no siendo más que individualismo burgués o caridad cristiana. Quizás esta izquierda a la que tanto le gustan los mitos –todos los políticos son unos ladrones corruptos, los sindicatos son unos vendidos- lo que debería hacer es escuchar a alguien tan poco mítico, pero tan de izquierda, como Trotski, cuando decía que “la clase obrera sólo puede alcanzar el poder si defiende todos los elementos de la democracia obrera presentes en el Estado”

jueves, 4 de abril de 2013

Extremos


Decía el viejo Aristóteles (lo de “viejo” lo tomo de uno de mis profesores más queridos, al que nunca se le rindió el debido homenaje), que el sabio es el que encuentra la felicidad a través de la virtud, siendo ésta el término medio entre el exceso y el defecto: el sabio, pues, sería el virtuoso. Puesto que la virtud es considerada por él como un hábito racional, sólo aquellos que hubieran tenido más tiempo de practicarlo podrían llegar a dominarlo. Es así que los ancianos estaban, en principio, más cerca de la virtud que los jóvenes, que tienden a ser impetuosos o retraídos (hoy en día se habla de hiperactivos o faltos de autoestima) con lo que se mueven en el exceso o el defecto. No pretendo, por supuesto, vivir en un país de sabios, pero, al menos por todos sus siglos de historia, si que sería deseable vivir en un país virtuoso. Virtuoso, por supuesto, en sentido aristotélico: que fuera capaz de encontrar ese término medio racional. Pero mucho me temo que ni siquiera esto es posible, como demuestran al menos dos ejemplos recientes de nuestra actualidad política y social.
 El primero de ellos, lógicamente, no puede ser otro que la imputación judicial de la hija del Rey por el llamado “caso Nóos”. Las reacciones en este caso, como no podía ser de otra forma, han incidido en el extremo de que dicha imputación va a suponer la defenestración de la monarquía española. Para unos, esto implicaría el más grave problema institucional y político que se recuerda e incluso la destrucción del orden social conocido, por eso exigen que la infanta no sea imputada. Para otros, significaría la llegada de la III República y con ella el fin de todos los poblemas que azotan al país y por ello jalean al juez y al procedimiento. Quizás habría que pensar más bien que el hecho de que imputen a un miembro de la familia real no significa que imputen a toda la familia real –de la misma forma que el hecho de que imputen a un miembro de una familia cualquiera no significa que imputen a toda su familia: o estamos con la igualdad ante la ley o no lo estamos-, que una imputación no supone una condena, que seguramente la infanta Cristina resultará absuelta en el juicio, que el juez que lleva el caso no es un héroe de la revolución social, sino simplemente un tipo que cumple con su deber o que la ley debe de ser la misma para todos, porque en un Estado de Derecho todos estamos sujetos a ella. Suposiciones todas ellas, creo, bastante más racionales, por mesuradas, que los dos extremos citados en un principio. Porque aparte de encontrar el término medio todos deberíamos aprender a diferenciar entre lo que es, lo que debe de ser y lo que nos gustaría que fuera.
 El segundo de los ejemplos que he anunciado al principio es el asunto de los llamados “escraches”. Ya dije en otro momento que es posible dudar de la legitimidad democrática de estos métodos, y quizás el término medio deseado en este caso no sería más que éste: remitirnos a la legitimidad democrática para que unos fueran condenados por sus abusos y otros dejaran de acosar a los representantes de la soberanía popular. En lugar de ello con lo que nos encontramos es que, por un lado, se acusa a los manifestantes –supongo que se les podría llamar algo así como “escracheadores”- de ser seguidores o aliados del terrorismo de ETA, o de reproducir las prácticas con las que los nazis utilizaron contra los judíos, algo que viendo a los cuatro gatos que suelen llevar a cabo estas acciones resulta una evidente exageración. Pero por el otro, los que realizan estas acciones se defienden comparando la situación con la de la dictadura argentina, y afirman sin despeinarse que de la misma manera que era legítimo señalar públicamente a los torturadores o a los que se quedaban con los hijos de los que habían sido hechos desaparecer, es legítimo hacer lo mismo con los diputados de una formación política para que voten una determinada ley. Lo cual, obviamente, es otra exageración, porque no hay comparación posible entre la situación española y la argentina en los años de la Junta Militar –de hecho, ya quisieran los que fueran arrojados al mar desde un avión con los pies metidos en hormigón, después de meses de torturas, que les hubieran desahuciado de sus casas- y porque un diputado, aunque sea del PP, no es un torturador ni un ladrón de niños, o al menos no lo es por el hecho de ser diputado, que parece ser que es por lo que se les ataca. El hecho de que unas cuantas personas se hayan suicidado, con todo lo trágico que pueda ser, no convierte a un diputado en un asesino, ni en un inductor al suicidio, ni en nada parecido, por mucho que se empeñen los que se manifiestan frente a sus casas. Exigirles que cumplieran con su función de una manera democrática y teniendo en cuenta los intereses de la ciudadanía y no los suyos propios o los de algunos grupos de presión sería el término medio que Aristóteles aplaudiría. Pero, con eso, claro, no demostraríamos ni nuestro “compromiso con el orden”, por un lado, ni  nuestra “indignación”, por otro.

miércoles, 3 de abril de 2013

Miedo


 El miedo y el entusiasmo –y sus contrarios, la calma y la depresión- son las dos emociones que intervienen en el comportamiento político de los individuos. Aquél o aquéllos que desean obtener o retener el poder saben que son estas dos emociones las que tienen que poner en juego, las que tienen que activar en la mente de los ciudadanos. Entusiasmarlos requiere ofrecerles un proyecto, convencerles de alguna manera de que la opción de poder que representan es la mejor para ellos y esto supone, en primer lugar, capacidad intelectual –hay que crear un proyecto- y, en segundo, esfuerzo político –hay que hacérselo llegar a la ciudadanía de tal forma que ésta se entusiasme con él-. Sin embargo, para asustar no hace falta más que inventarse unos cuantos fantasmas, fantasmas que suelen resultar prototípicos, con lo cual tampoco hace falta buscar mucho, y esperar a que el miedo surta sus efectos. Por eso aquéllos que carecen de la capacidad intelectual y de trabajo suficiente para crear un proyecto recurren al miedo como herramienta política. En la situación actual -donde la falta de inteligencia y de preparación de los dirigentes políticos y de aquéllos otros que no lo son pero aspiran a serlo, unida a las circunstancias económicas y sociales, constituye el caldo de cultivo perfecto- el camino del miedo está más que preparado para ser transitado hasta el final. Y este final no es otra cosa que una sociedad totalitaria, donde una masa de ciudadanos asustados acepten sin rechistar todo lo que se les imponga.
 Es por ello que yo ya me he hartado de que intenten meterme miedo tanto unos como otros. Tanto los que ocupan el poder como los que pretenden ocuparlo, tanto los que dirigen como los que quieren dirigir, tanto los que dicen que quieren mantener el orden social como los que dicen que quieren transformarlo. Porque todos, absolutamente todos, se valen de la estrategia del miedo y son incapaces de ni siquiera atisbar un proyecto político. Por mucho que se empeñen unos y otros la situación española es mucho mejor que la de 1936 y la europea mucho mejor que la de 1939, y tanto España como Europa sobrevivieron a aquellas coyunturas. Esta crisis, que no es ni con mucho la peor que ha vivido el planeta, no va a suponer el hundimiento del sistema, ni una revolución que nos conduzca al paraíso del socialismo, ni el final de la Historia o del mundo tal y como lo conocemos. A lo sumo, supondrá algunos ajustes más o menos relevantes. Son esos ajustes los que hay que intentar controlar y procurar que resulten lo más ventajosos posibles. Pero el miedo no nos va a dejar.  El que unos cuantas personas, que –mal que les pese a algunos, el primero a mi mismo- no constituyen ni por asomo una mayoría social, se manifiesten en contra de las políticas gubernamentales no significa que todos sean terroristas antisistema a los que hay que reprimir porque quieren acabar con la convivencia pacífica, de la misma forma que el que a uno le peguen unos cuantos palos en una de esas manifestaciones no es la mayor represión conocida –parece que a algunos se les olvida que en España, hace poco más de cincuenta años, se fusilaba a la gente, o que en los países islámicos a uno le azotan, le lapidan, le crucifican o le descuartizan por blasfemar-.  De la misma forma, la quiebra de algunos bancos, incluso de algún país, no va a afectar al desarrollo futuro del capitalismo, ni tampoco la privatización de los servicios sociales, con ser nefasta para la sociedad, va a suponer que la gente se muera por la calle, o que haya más analfabetos que ahora, ni tampoco, con todo lo que implican, los deshaucios son la mayor tragedia que ha ocurrido en este país. Todo es puro miedo. Lo mismo que es miedo el recurrir a los viejos enemigos tradicionales, como el terrorismo de ETA –curioso que justo ahora vuelvan a hacer acto de presencia, manteniendo lo que ya casi es un axioma: siempre aparecen cuando el PP los necesita- o las amenazas de Corea del Norte –una hormiga que todos sabemos que puede ser aplastada en cuestión de minutos y a la que China, la mayor potencia capitalista en la actualidad, no va a apoyar por esa misma razón-. Todo miedo.
 Así que si perdemos el miedo y mantenemos la calma, tal vez podamos llegar a pensar racionalmente, o incluso a entusiasmarnos, y recuperar –si es que alguna vez lo hemos tenido- el espíritu democrático, que es lo que al final se va a quedar por el camino. Porque si el miedo es aliado de alguien, es del totalitarismo.