martes, 30 de noviembre de 2010

Qué es una amenaza

 Corea del Norte ha lanzado unas cuantas bombas contra una pequeña isla del Mar Amarillo, propiedad de Corea del Sur. Es lo que suele pasar cuando las heridas no se curan como dios manda. Y cuando nos olvidamos de la Historia; de cómo la dictadura militar surcoreana, con la ayuda inestimable de las tropas de los Estados Unidos de América, empujó al Partido Comunista de Corea hasta la frontera de China, allá por los años 50 del siglo pasado; y cómo China ayudó a su vez al Partido Comunista de Corea a empujar a los norteamericanos hacia el sur, hasta que la ONU decidió dividir el país por el paralelo 38: el norte, para los comunistas, el sur, para los Estados Unidos. Como decía, y salvada la digresión, el caso es que Corea del Norte ha bombardeado una isla de Corea del Sur. No digo yo que esté bien tirarle bombas a nadie, pero de ahí a la campaña mediática que se ha formado en torno al acontecimiento, considerado como una amenaza gravísima para la estabilidad mundial por todos los medios occidentales, y poco menos que como el preludio de la III Guerra Mundial media un abismo: qué necesario es el miedo para controlar a la población.
 Lo más evidente aquí sería preguntar por qué bombardear Trípoli o Belgrado o Bagdad con bastantes más bombas de las que ha lanzado Corea del Norte no es una amenaza para la paz mundial, sino al contrario, su salvaguarda. O por qué es tan terrible que los norcoreanos posean armas nucleares y no lo es que las tengan Israel o Pakistán. Esto, insisto, es lo más evidente. Pero existe otra amenaza menos evidente, no tanto porque no lo sea como porque ya se están encargando de velarla. A poco que uno sea capaz de leer las noticias que aparecen en los periódicos se dará cuenta que actualmente está en marcha otra guerra y ésta si que debería preocuparnos: la guerra de los mercados contra los Estados, cuya última víctima ha sido Irlanda. El resumen de todas las noticias es el mismo: los mercados han atacado a Irlanda y la UE se ha visto obligada a rescatarla. Si esto no es un lenguaje bélico que me digan lo que es. Lo que supone esta guerra, y esto si que pone los pelos de punta, no es otra cosa que la destrucción del Estado y, con él, de la idea de ciudadanía surgida en la antigua Grecia y apuntalada en la Ilustración. Estamos viendo cómo el interés general que representa la política está siendo sustituido por el interés particular de unos pocos. Porque tampoco hace falta ser un lince para darse cuenta de que esta guerra está a punto de ser ganada, si no lo ha sido ya, por los mercados. Los representantes políticos ya se han rendido con armas y bagajes ante el ataque de los especuladores y todas las medidas que toman han sido decididas e impuestas previamente por éstos. Tan sólo queda la sociedad civil pero esta está demasiado ocupada con otros temas más importantes, como el partidito entre el Barcelona y el Madrid.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Sahara

 La Señora Ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno español se ha enterado de lo que está pasando en El Aaiún después de hablar con Mister Obama. Antes de eso, y según sus propias y reiteradas declaraciones, no tenía conocimiento de lo que ocurría. La Señora Ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno español debía de ser la única persona que no sabía lo que ocurría en el Sahara. Esto nos hace pensar que, o bien es rematadamente tonta, o bien es rematadamente cínica. Más bien me inclino por lo segundo. Lo primero que hace un Estado que quiere cometer un genocidio es quitarse de en medio a los testigos, expulsar a todos los medios de comunicación. Y luego declarar que hay una campaña mediática en su contra –aunque aquí hay que reconocer que los contenidos de ciertos programas de la ultraderecha llamando a la cruzada antimarroquí al final les acaban dando la razón- . Esto es lo que hizo Franco en Badajoz, no dejando entrar a los periodistas mientras exterminaba a media ciudad, o en Gernika, y es lo que ha hecho su aventajado alumno Mohamed VI en el Sahara. Por eso la Señora Ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno español no tiene información, y me cuesta creer que alguien supuestamente tan preparado no conozca un axioma político tan simple.
 ¿Por qué dice entonces la Señora Ministra que no se puede intervenir en el Sahara porque no se posee información de lo que pasa?. Quizás porque hay que proteger las relaciones comerciales con Marruecos. Esas relaciones comerciales que se centran casi exclusivamente en la venta de armamento, el mismo con el que se está exterminando al pueblo saharaui –los marroquíes ya tienen experiencia en el uso de armas españolas: las usaron contra el ejército español en Annual y las volvieron a usar para exterminar a la población española entre 1936 y 1939-. O quizás, como ha dicho el Señor Presidente del Gobierno de España, porque Marruecos es un colaborador activo en amenazas serias. Como se supone que al decir esto se refiere al terrorismo islámico, y no al tráfico de hachís, por ejemplo, a lo mejor habría que recodarle que actitudes como las de Rabat lo único que hacen es crear un nido de odio y miseria que fácilmente desemboca en el extremismo violento. O que el talante expresado con sus palabras es el mismo que tomaron las potencias democráticas durante la Guerra Civil y la posterior dictadura, considerando a Franco, al fin y al cabo, un muro contra el comunismo. O también puede ocurrir, como se dice ahora, que hay que mantener una postura neutral para poder ayudar, olvidando que la toma de distancia frente a las violaciones de los Derechos Humanos es en sí misma inmoral.
 En todo caso lo que el Señor Presidente y la Señora Ministra deberían saber –y parece que no saben- es que el Sahara es responsabilidad española, que lo abandonó en manos de Marruecos siendo Jefe de Estado en funciones Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I, íntimo amigo de Hassan II, el papá de Mohamed VI y del que este último aprendió, como demuestra, muchas cosas. Como está claro que el Estado español va a seguir haciendo dejación de sus responsabilidades en este asunto per secula seculorum, tal vez lo que deberían de hacer los saharahuis es vender sus reservas de petróleo y sus yacimientos de fosfatos a las empresas multinacionales norteamericanas y británicas, y no tardaríamos mucho en ver como Rabat era bombardeado por las fuerzas de la OTAN, incluida, ahora sí, España.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La zorra en el gallinero

 Que un Jefe de Estado no puede imponer leyes en un estado que no es el suyo es algo que se da por hecho. Mucho más si se trata del presidente de una sociedad privada o particular. Así que cuando el señor Rodríguez Zapatero dice que el Papa no va a imponer leyes en España en realidad no está diciendo nada, ni demostrando nada, ni haciendo ninguna revolución: se mueve, como siempre, en el terreno de la vacuidad. Pero como ahora resulta que nos hemos vuelto de izquierdas tan de golpe y hay que recuperar votos a toda costa, nos ponemos la careta del laico impenitente y con un poco de suerte tiramos para adelante cuatro añitos más, que ya nos hemos encargado de moldear la mente de la sociedad para que se deje engañar una y mil veces.
 Lo que me resulta más sorprendente es que todavía haya gente que se sorprenda de las cosas que dijo el Papa cuando anduvo por aquí la semana pasada. Para empezar, lo que tenía que haber hecho el Gobierno para demostrar de verdad que éste es un estado aconfesional es no haber sufragado la dichosa visita: ni ésta ni ninguna. Si el señor Ratzinger quiere venir a España en visita oficial en calidad de Jefe de Estado, pues se le recibe como tal y ya está. Si quiere venir en calidad de cabeza visible de una entidad particular a dar una misa o dos, pues se lo paga él o sus asociados, y el que quiera verlo que abone una entrada, como hago yo cuando voy a a ver a los Rolling Stones. Pero lo que no se puede hacer es meter a la zorra en el gallinero y luego quejarse de que se ha comido las gallinas.
 Y es que a veces lo que resulta obvio no lo es tanto, y si el señor Zapatero no dice nada cuando dice lo que dice, tampoco hace nada para evitar lo contrario: que la Iglesia católica siga teniendo un peso político en España impensable para los tiempos que corren. Y como resulta que, aunque la careta laica da votos, la Iglesia también los da, de momento se paraliza la Ley de Libertad Religiosa, que tiene bemoles que en pleno siglo XXI todavía haya que estar hablando de ella y además regularla por ley. Alguien debería recordarle a nuestro Presidente del Gobierno que el movimiento se demuestra andando y que lo que hay que hacer es eliminar de una vez los beneficios fiscales de la Iglesia Católica, dejar de subvencionarla de forma directa o indirecta, hacer que sus colegios cumplan con las leyes educativas, hacer desaparecer ese anacronismo que se llama “clase de religión”, no permitir que sus obispos y sacerdotes hagan política desde los púlpitos –que para eso está el Parlamento- y tantas otras cosas que para escribirlas aquí necesitaría mucho más tiempo del que el tema se merece.
 Lo mejor de todo es que, ya se sabe, la iglesia es insaciable y cuanto más se le da más exige. Y por ahí andan ahora sus acólitos criticando que el señor Zapatero no acudiera a la misa papal aunque –como ha dicho el señor Artur Mas- no crea. Así que ya lo saben, dentro de poco la Iglesia empezará a exigir al Gobierno que obligue a toda la población a llenar sus templos, aunque no sea creyente. Y es que no se puede meter a la zorra en el gallinero.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Una cuestión moral

 Si algo ha demostrado el señor Don Felipe González Márquez en sus últimas declaraciones acera de su periodo como Presidente del Gobierno es que su sentido de la moral deja mucho que desear. Porque lo que a mí me preocupa –y creo que debería de preocuparnos a todos- no es tanto la decisión que tomó al respecto de eliminar –asesinar- o no toda la cúpula de ETA cuando se le presentó la ocasión, sino que no sepa si hizo lo correcto. Si el señor González no sabe si es o no correcto quitarle la vida a un ser humano entonces poco se diferencia de los asesinos de ETA.
 Ahora bien, las reacciones que han suscitado estas declaraciones en los partidos de la posición destilan también cierto tufillo a analfabetismo moral. Todos se han volcado en denunciar si el señor González era la X o la Y de los GAL e, insisto, no es esa la cuestión, sino el hecho de que en un momento dado alguien pueda considerar correcto asesinar a una persona. El señalar ahora con el dedo acusador a Felipe González de ser el cerebro en la sombra del terrorismo de Estado en España durante la década de los ochenta no es más que hipocresía y demagogia, porque yo estoy seguro de que cualquiera de los que ahora acusan al ex-presidente del gobierno no hubiera dudado en dar la orden de volar por los aires a los jefes etarras si ello le hubiera rentado algún tipo de beneficio. Ya se hubieran inventado a otros si hubiese sido necesario y es que ayer, como hoy, la moral política está supeditada a los intereses electorales.
 No hay que olvidar que la estructura de los GAL fue algo que el gobierno socialista heredó de sus antecesores de la UCD, que crearon, o al menos consintieron, organizaciones como el Batallón Vasco Español, y que España es un Estado terrorista desde hace más de setenta años; que tan terrorismo de Estado es asesinar a miembros de ETA como mandar al Ejército a matar iraquíes (o afganos) inocentes y que España aparece en todos lo informes de Amnistía Internacional como un país donde se practica la tortura de forma sistemática. Todos los medios que ahora estigmatizan al señor González han sido los primeros en pedir la reinstauración de la pena de muerte, y no han dudado en crear una campaña demagógica para ello, disfrazándola de debate público. Eso sin contar con que jalearían la muerte de cualquiera que ellos consideraran un “rojo”, da igual si se trata de un terrorista de ETA o de José Saramago, y hubieran dado saltos de alegría si la decisión de González hubiese sido favorable al asesinato de la dirección etarra. Y el señor Basagoiti, apoyado por el señor Aznar, considera que en la lucha contra ETA debe haber vencedores y vencidos –yo siempre pensé que esto no era una guerra- con lo cual demuestra su afán de acabar con el problema.
 Esta es la catadura moral de los que nos gobiernan, de los que nos han gobernado y, mucho me temo, de los que nos gobernarán.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Buenos ciudadanos

 El sistema educativo actual, tal y como lo declaran todas las leyes que lo constituyen, busca formar buenos ciudadanos. No se conforma con formar ciudadanos a secas, sino que además se pretende que éstos sean buenos. Esta sutil diferencia que supone añadir un simple adjetivo, y que podría creerse que tiene como objetivo buscar una excelencia mayor que la que supondría ser sólo un ciudadano, es en realidad la raíz de todos los males de los que adolece dicho sistema. Si la educación ha tenido siempre como meta la formación de individuos libres y autónomos, es decir, ciudadanos, hoy en día presupone que esos ciudadanos han de ser también buenos. Y es aquí donde empiezan todos los problemas. Porque lo primero que habría que hacer sería determinar qué es un “buen ciudadano” y después, y fundamentalmente, quién decide lo que es ser un “buen ciudadano”. Puesto que las leyes educativas vienen dadas desde los estamentos de poder es éste el que, al elaborarlas, decide cuáles son los parámetros que han de guiar la formación de los jóvenes, y por tanto, decide en qué consiste la bondad de la ciudadanía. Y puesto que podemos dar por supuesto que a esos estamentos de poder no les interesa rodearse de ciudadanos díscolos o rebeldes, que puedan poner en duda no sólo sus decisiones, sino incluso su legitimidad, parece bastante claro que un “buen ciudadano” ha de ser aquél que se muestre sumiso y obediente ante las instituciones establecidas, que trabaje y calle y no de problemas. En torno a estos objetivos giran todas las leyes educativas. Ser un buen ciudadano, por lo tanto, es todo lo contrario de ser un ciudadano. Es su negación, de hecho. Un individuo libre, autónomo y responsable, no obedecerá fácilmente, someterá a crítica toda actuación del poder y, en última instancia, la necesidad del poder mismo: un individuo libre y autónomo no necesita que le gobiernen, porque se gobierna él mismo.
 De esta manera la educación, la Paideia en su sentido más clásico, ha sido expulsada de los centros educativos para dejar paso a la ignorancia, la obediencia ciega, el dogmatismo y la uniformización. Este proceso es irreversible: el espacio para la educación ya no está dentro de los centros educativos y no queda otro remedio que buscarlo fuera.  Para lograr que los centros educativos ya no eduquen ha sido necesario primero expulsar a los educadores. En una operación de mitologizacón sin precedentes, éstos se han visto sustituidos por pedagogos de toda laya, fieles a los dictados del poder que les ha creado y les ha dado fuerza, mientras que los auténticos educadores han sido sometidos a un mobbing masivo –burocratización de sus tareas, proletarización, exigencia de obediencia a normas y procedimientos absurdos, subestimación de su preparación, etc.-. La idea es muy simple: hay que eliminar todo vestigio de racionalidad en el educador. Éste no debe de ser un intelectual, porque de lo que se trata precisamente es de subvertir todo lo intelectual. No es el esfuerzo intelectual el que hará buenos ciudadanos, sino la educación en valores, sentimientos e impulsos irracionales. Lo que se intenta es que los centros educativos sean cada vez más centros de diversión y no de progreso intelectual, porque sólo así se consiguen buenos ciudadanos. Un educador que inspire en sus alumnos un espíritu crítico con la realidad social es por tanto un mal educador, que debe ser reconvertido o marginado. Pensar por uno mismo y además pretender que los demás lo hagan no deja de ser de mala educación.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Cuestión de importancia

 De nuevo el Gobierno nos sorprende con una de esas medidas destinadas a marcar pautas en el desarrollo de la sociedad futura. Ahora ha decidido, en un arrojo revolucionario sin precedentes, eliminar la primacía del apellido paterno a la hora de registrar a los recién nacidos, supuestamente por una cuestión de igualdad y porque imponer a los niños el apellido de su padre en primer lugar parece ser que es anticonstitucional. ¡Qué visión política la de nuestros próceres, que se han dado cuenta de algo en lo que nadie había reparado en casi treinta años!. ¡Y qué esfuerzo intelectual han debido de hacer para tardar, ellos mismos, seis años en darse cuenta!. Con lo racional que resulta que los apellidos se coloquen por orden alfabético y lo bonito que va a quedar que dentro de unas cuantas generaciones todos nos llamemos igual. Si señor, la igualdad empieza por los apellidos, y no por articular medidas que permitan a las mujeres cobrar el mismo sueldo que los hombres por el mismo trabajo, o hacer algo para evitar la sangría diaria de víctimas de la violencia machista. Tal fundamentación racional hace imposible la duda acerca de la necesidad de la nueva Ley de Registro Civil. Se evita así pensar que esta ley no sirve absolutamente para nada, que es una memez sin sentido que sólo tiene como objetivo ocultar cosas bastantes más importantes. Una cortina de humo que le viene bien a todo el mundo, incluida la oposición, que ha lanzado a sus medios contra el Gobierno, porque seguramente a ellos también les conviene que no se piense en determinados asuntos –o directamente que no se piense-, de tal manera que durante unos cuantos meses el debate sobre el orden de los apellidos esté en la calle, con sus bien razonadas posturas a favor y en contra.
 Hay que ser muy obtuso para opinar, por ejemplo, que el hecho de que dos Ministras del Gobierno hayan realizado declaraciones del tipo de que la creación artística no justifica determinados comportamientos -con lo cual nos acercamos peligrosamente a una sociedad totalitaria, done impere la censura, el pensamiento único y el “crimen mental” de Orwell, aparte de cargarnos de un plumazo a todos los creadores de nuestras historia, desde Cervantes hasta Vargas Llosa, pasando por Dalí o Picasso- es más importante que saber cómo nos tenemos que llamar. O para creer que vetar en el Parlamento un debate sobre la reforma de las pensiones, o elaborar una reforma fiscal que tiene como objetivo intentar vender todos los pisos que se pueda para mejorar supuestamente la economía creando otra burbuja inmobiliaria, o que un día el desempleo baje según la EPA y al siguiente suba según las estadísticas de paro registrado, o que unos jueces nieguen la libertad al señor Otegi afirmando que la justicia no depende de la coyuntura política (esos mismos jueces que absuelven al señor Camps o pretenden juzgar al señor Garzón), o que un abogado diga en un juicio que lo humano no puede estar por encima de la Ley (olvidando que las leyes se hacen para las personas) y no pase nada, o que el Estado se haya gastado una millonada que supuestamente no tiene en sufragar la visita del Papa a España, un señor que sólo viene a insultar al Gobierno y a intentar imponernos su moral, demostrando así que seguimos sujetos a los dictados de la Iglesia Católica, es más importante que el orden de nuestros apellidos.
 Pero claro, hay que tener en cuenta que todos somos tontitos y necesitamos a alguien que nos diga qué hacer y qué pensar –aunque a la hora de votar parece ser que nos convertimos en Sénecas y nuestra opinión, reducida a echar un papelito en una urna, es la más importante del mundo, como muy bien nos muestra el spot publicitario para animar al voto en las próximas elecciones catalanas- y que sólo los que mandan saben qué cuestiones son realmente importantes.