lunes, 27 de abril de 2015

Política sin polis



  La última novedad consiste en hacer política en Internet. Y las nuevas formaciones lanzan esta idea como la base de la enésima revolución, como aquello que cambiará radicalmente la estructura social y permitirá un nuevo contrato, una nueva asamblea original bajo el paraguas de la red. Internet asegura la participación plena -que no la formación- de toda la ciudadanía en el quehacer político, lo cual dará a la democracia toda su significación. Las viejas críticas sobre el sistema asambleario, su falta de sentido práctico, la imposibilidad de llevarlo a cabo en grupos sociales excesivamente amplios, su incapacidad para resolver problemas en sociedades cada vez más complejas, desaparecen ante la sombra omniabarcante de la conexión telemática. Internet asegura la comunicación, la conexión entre todos los individuos y permite su participación en la asamblea sin moverse de casa. Como dijo un ilustre representante de la nueva política, “una mujer podrá votar mientras está con sus hijos en el parque” –nunca entenderé por qué no un hombre, dicho sea de paso: el machismo no entiende de novedades-. En suma, la política a través de la red será capaz de eliminar las diferencias sociales y situará a todos los ciudadanos en un plano de igualdad. 

  Permítaseme opinar que considero esta última afirmación –y por ende todas las anteriores- como radicalmente falsa. La política a través de Internet lo único que puede hacer es generar una nueva élite, no eliminar las ya existentes. Por dos razones muy simples, que supongo que a los demagogos de las nuevas tecnologías no les interesa airear: en primer lugar, no todo el mundo tiene acceso a la red; en segundo lugar, no todo el mundo está tecnológicamente preparado para manejarla. Estas dos razones son tan obvias que no necesitan explicación ni desarrollo ulterior, pero demuestran bien a las claras que solo aquéllos que tengan medios –medios económicos, por supuesto- para poder acceder a Internet, y solo aquéllos que, además, sepan como utilizar las plataformas de debate y votación –dando por hecho que ya saben navegar por la red- podrán participar en la nueva política. Una nueva clase que aventura, más que una revolución, la jerarquización de la sociedad no ya en clases sociales, sino en clases digitales. Una nueva vanguardia del proletariado tecnificada.

  Pero, además, esta nueva política se hará fuera de la polis: será una política sin polis, es decir, no será política. Y es que la polis no es otra cosa que las relaciones que se establecen entre los ciudadanos: la polis está formada por ciudadanos que se constituyen como tales en tanto en cuanto entran en relación con otros ciudadanos. Quizás para saber esto haya que haber leído más a los griegos y menos a Foucault. No se pueden establecer relaciones entre ciudadanos cuando no hay ciudadanos. La gran falla de la política por Internet no es que no establezca relaciones, sino que estas relaciones no son sociales, porque no se dan entre individuos. Se dan entre algoritmos, entre alias, entre máquinas, pero no entre sujetos. Basta conocer que casi el 93% de la información que un individuo transmite es lenguaje no verbal para comprender la verdad de esta afirmación. Pero se puede argüir otra razón, más fundamentante. El sujeto es la conciencia de la propia existencia frente a otro. Es el otro el que convierte a uno en sujeto –la vieja dialéctica hegeliana-. Si no hay otro no hay sujeto. Y en el hecho de debatir frente a una pantalla de ordenador no hay otro, hay tan sólo un sí mismo que lanza impulsos electromagnéticos a través de un teclado. Hay un mensaje escrito que, como el mensaje en una botella, no es mensaje si el otro no lo lee. El otro no es el otro porque no está frente a uno mismo, oponiéndosele y configurándole como sujeto, sino atrincherado tras su pantalla. No está en ningún lado –es u-tópico-. La polis ha dejado de ser polis. Será polis virtual o post-polis, que suena muy post-moderno. Y desde la polis virtual solo se puede hacer política virtual.

jueves, 16 de abril de 2015

Política neobarroca



  El arte barroco surgió a finales del siglo XVI y principios del XVII como una reacción frente a la Reforma protestante. Se trataba de atraer a la gente a las iglesias católicas, de retener a los fieles en el culto romano y alejarles de los templos protestantes. Ideológicamente, y de ahí la necesidad de retener a la plebe, el protestantismo resultaba mucho más atractivo para el pueblo llano, con su condena de la riqueza y su idea de que todo individuo está predestinado a salvarse o condenarse independientemente de su clase social o de su fortuna personal. En un siglo de guerras y de la consiguiente miseria que éstas acarrean, en una época de hambrunas y pobreza era lógico que el mensaje protestante calara muy hondo entre los más desfavorecidos. La solución papista consistió en adornar al máximo los templos, en convertirlos en espectáculos de forma y de color que dejaran epatados a los que los contemplaban. La gentes se acercarían a los templos, no ya con el miedo con el que lo hacían a las catedrales góticas –con su distribución del espacio socialmente configurada- , sino con la ilusión y el deseo del que asistía a una representación artística. El mensaje era lo de menos, de lo que se trataba era de exponer la forma, de tal manera que el arte barroco, bien ofrece grandes ornamentaciones vacías de contenido, bien introduce por los ojos la antigua doctrina romana, esa doctrina que los pastores protestantes se empeñaban en desacreditar con sus sermones acerca del temor de Dios y la certeza e inevitabilidad de la muerte. El protestantismo resulta feo, oscuro, agobiante y es ahí donde el barroco da la batalla ofreciendo belleza, luz espectáculo, aunque el mensaje sea exiguo o inexistente.

  Frente a los voceros de un nuevo fin del mundo, frente a los agoreros del nuevo Armagedón, la política actual se presenta como un Baroco renacido, como un impulso neobarroco por arrimar el ascua a la sardina del afán de poder de cada uno. Así, surge la política como espectáculo de masas, asambleas que tienen como objetivo convencer y adoctrinar, generar nuevos creyentes que eleven al predicador de turno a los altares del poder. El discurso neobarroco es puro ornamento, puro alambique, sin contenido real. No tiene como objetivo exportar o extender una ideología política, quizás porque, como se afirma sin rubor, ya no hay ideologías políticas. Su único objetivo es crear prosélitos, masas que sigan a los nuevos apóstoles sin plantearse siquiera el camino por el que transitan. Porque realmente no siguen ninguno. No hay camino porque no hay meta, no hay contenido, solo hay adornos en un discurso vacío. O quizás si que haya una meta como la había para los obispos del XVII: la mera y simple ocupación del poder por aquellos que lanzan el discurso neobarroco, sin tener nada con lo que llenar ese poder, excepto sus propios cuerpos físicos. De ahí que, como en el arte barroco, la política neobarroca apele a los sentimientos, a la capacidad de asombro de los sujetos, manipule su visión del mundo, su punto de vista de la realidad, su capacidad de empatizar con los demás, como hacían las geometrías imposibles de Escher –ese gran barroco tardío- o los trampantojos de los pintores del XVII. Sujetos manipulados por un discurso vacío que convierte a los que lo enuncian en nuevos Jesucristos, nuevos Mesías a los que seguir ciegamente, aunque no sepan dónde van.

lunes, 13 de abril de 2015

La historia como ideología



“La Historia la escriben los vencedores”. Una frase muy bonita pero, como casi todas las frases bonitas, también falsa o, al menos, no del todo verdadera. En realidad, la historia la escriben los historiadores o, más bien, los historiadores narran los hechos de la Historia: a esta narración de los hechos de la Historia es a lo que se llama historia. Así, la Historia se escribe ella misma. La Historia es el desarrollo, la sucesión de los acontecimientos que constituyen la construcción, social y cultural, de los seres humanos. La Historia es ajena al historiador, no a los sujetos que la protagonizan, y por tanto no se puede falsear. Se puede falsear la historia, se puede ofrecer una narración falsa de la Historia. Pero también se puede dar una narración verdadera, que se contraponga a la falsa, si es que se es capaz de determinar cuál es la Historia si el único elemento que tenemos para determinarlo es la historia. Es así como la Historia, y no la historia, se convierte en ideología –la historia lo es desde siempre, en realidad-. Deviene, de puro fluir de los acontecimientos en interpretación de esos acontecimientos, interpretación determinada por intereses ideológicos o políticos. La Historia convertida en historia, confundida, transmutada o transformada en historia es lo que la convierte en ideológica. Pero, precisamente por ello, deja de ser Historia. Es en este sentido en el que se puede afirmar que la historia la escriben los vencedores. Cuando los vencedores consideran que la Historia es su historia, cuando metamorfosean el devenir histórico en su propia interpretación de ese devenir. Claro que en ese caso los perdedores no tienen historia, porque esa transubstanciación que realizan los vencedores les deja fuera de la Historia. La Historia la escriben los vencedores porque los perdedores no pertenecen a la Historia y, en ese sentido, la bonita frase tampoco resulta verdadera. Solo hay una Historia: la de los vencedores.

Hay dos formas de entender la Historia desde los propios intereses, de ideologizarla. Y las dos parten de la misma perversión histórica: no considerar, o no querer considerar a la Historia como lo que es: un devenir continuo, una sucesión de acontecimientos que no se repite y que, ni justifica el presente ni actualiza el pasado. La primera de estas formas consiste en bloquear la Historia, en convertir a los sujetos históricos en sujetos trascendentes y considerar que un momento histórico tiene valor absoluto en cualquier otro momento de la Historia. Así, un sujeto histórico se ve condenado por su pasado a repetirlo eternamente, a cumplir siempre el mismo papel en la Historia. Se puede justificar así el ataque presente o futuro a ese sujeto por el papel histórico que jugó en el pasado. Lo que se demuestra aquí es una carencia de sentido histórico, de conciencia histórica. Se niega el devenir para afirmar un momento concreto desgajado de su desarrollo.

La otra consiste en traer momentos del pasado histórico al presente, de trasladarlos forzando el ritmo histórico del pasado al presente y, así, justificar con ellos el presente. En este caso se olvida que la Historia es Historia, que los momentos pasados son por ello pasados y que, si bien es posible que la base de algunos acontecimientos se repita, el acontecimiento mismo es irrepetible. Que es posible que la Historia se repita siempre dos veces, si, pero una como tragedia y otra como comedia –que es lo que suele olvidar del aforismo de Marx- y que el presente histórico solo se justifica por sí mismo, por su contenido histórico, es decir, por la carga de transformación que contenga. Y que si se vuelve al pasado una y otra vez esa carga de transformación se anula en una contemplación inútil de la Historia.

jueves, 9 de abril de 2015

Dudas



  Admiraría a todos aquellos que no albergan ninguna duda en su mente y que dirigen su acción con el paso firme que les permite esta ausencia de duda si no fuera porque ello supondría admirar a más del 90 por ciento de la población, algo que supera con mucho mi capacidad de admiración. De hecho, no creo que se pueda admirar a más de dos o tres persona en una vida. Digo que admiraría a estas personas porque yo, cada vez más, me encuentro sumido en un mar de dudas. Dudas que provienen, quizás, de mi formación intelectual, de mis lecturas de Descartes, Hume o Kant, que nos vienen a decir que es conveniente mantener un moderado escepticismo con respecto a la realidad que se sitúa fuera del sujeto porque, realmente, no poseemos ningún dato fuera de nuestra conciencia que nos permita afirmar que conocemos esa realidad tal y como es, no podemos asegurar que nuestras representaciones de la realidad se correspondan exactamente con una supuesta realidad existente más allá de ellas. Esto me lleva a pensar que el que no duda de esa realidad externa a él- y que, en tanto en cuanto somos seres humanos, seres sociales, es también realidad social- es porque posee algún mecanismo que le permite afirmar que la realidad es tal y como él la piensa o, más bien, tal y como la piensan aquéllos que han hecho nacer en él sus pensamientos acerca de lo real. Desconozco cuál pueda ser ese mecanismo y de ahí mi duda creciente.

  Por otro lado, también es posible que mis dudas surjan del ruido mediático con el que cada vez más me encuentro, o nos encontramos. Ruido mediático que se ve amplificado por las redes sociales y las tecnologías de la información. Reconozco mi incapacidad para discernir cuál de todos los mensajes contradictorios que me bombardean desde una multitud de canales es el que se corresponde con la verdad y cuáles los que no y admiro, como decía al principio, la capacidad de mis conciudadanos para efectuar de una vez y para siempre esa determinación. Yo solo cuento con mi capacidad de análisis y de reflexión para intentar desvelar la verdad oculta en cada uno de los mensajes. Supongo que será el uso y el abuso de esta capacidad –la “funesta manía de pensar”- lo que me llena de dudas.

  Un niño pequeño no duda, porque lo ignora todo. Un adolescente tampoco duda, porque cree que lo sabe todo –todos hemos sido adolescentes- aunque en realidad lo ignore casi todo. Quizás lo que ocurra es que la sociedad esté psicológicamente infantilizada, adolescentizada, y de ahí su ausencia de dudas –y otras cosas como los lloriqueos cuando no todo sale como esperan- y cree que sabe más de lo que realmente sabe. Uno puede pensar, y es lo que tienden a pensar los adolescentes, que la realidad es maleable y se puede adaptar a sus deseos y aspiraciones o, más bien, que se debe de adaptar a sus deseos y aspiraciones. Eso si, en el momento en que se ha conseguido que se adapte entonces ha de ser fijada, secada, convertida en realidad inamovible e identificada con la verdad. Tal vez el que no duda no lo hace porque ha decidido escuchar tan sólo lo que quiere oír, y desprecia como falso aquello que no se adapta a su visión del mundo. Lo sabe así todo sobre su mundo, y no le caben dudas. Se construye una realidad a su medida, apoyada en la selección de mensajes que la constituyen y rechaza cualquier reflexión posterior. No es necesario, puesto que ya conoce toda la realidad –no una representación de ella- y no le caben dudas con respecto, no a su conocimiento, sino a la realidad en sí. Pero, aunque la duda de Descartes fuera tramposa, implicaba una verdad –algo sobre lo que no dudo-. La duda es pensamiento. El que duda piensa y el que no duda, para su desgracia, tampoco piensa demasiado.

lunes, 6 de abril de 2015

Solo hay individuos



  Alemania son los alemanes. Y Grecia, Portugal o España son los griegos, los portugueses o los españoles. Alemania no existe, tan solo existen los alemanes, de la misma forma que solo existen los griegos, los portugueses o los españoles. Es más, Alemania o Grecia o Portugal o España no son más que nombres que se utilizan para designar un territorio –histórico, por lo demás; que puede variar y de hecho ha variado a lo largo del tiempo- que engloba a todos los que habitan en él, tengan o no tengan una cédula de nacionalidad. Eso no quiere decir que no haya alemanes, o griegos, o portugueses o españoles: quiere decir que la designación del nombre del territorio no tiene necesariamente que coincidir con los que poseen la nacionalidad homóloga. El porqué se utiliza el nombre del territorio para designar a sus habitantes, el porqué se hipostatiza a éstos, se les desindividualiza en aras de una entidad superior, que cobra vida sobre ellos y, muchas veces, a pesar de ellos es la pregunta que habría que responder para entender, quizás, mucho mejor muchas de las cosas que ocurren. Situar el nombre por encima del individuo sirve para particularizar al enemigo, al otro, a aquel que hay que estigmatizar. Qué duda cabe que resulta mucho más fácil señalar a una sola entidad –los judíos. Alemania- que a una multitud de individuos concretos, incluso históricos. Cuando se dice “Alemania”, no se dice “todos los alemanes”, mucho menos “todos los que habitan en el territorio designado por el nombre Alemania”: se dice una entidad supraindividual y suprahistórica, en la que se engloban todos los alemanes de todos los tiempos. Alemania es la culpable, Grecia es la irresponsable. No los alemanes o los griegos, porque se sabe que en el fondo ni unos son culpables ni otros responsables.

  Pero la hipostatización también sirve al nacionalismo, a la consideración de un espíritu nacional que se identifica con el nombre del territorio. Se consigue así diluir la responsabilidad individual: nadie es culpable, nadie es responsable de sus propios actos, porque la responsable es Alemania –o Grecia, o Portugal, o España-. O, también, nadie es responsable de sus actos porque la responsable es la sociedad –otra hipostatización-. Pero como todos somos miembros de la sociedad, todos reclamamos los derechos que nos corresponden por serlo –los derechos son individuales- aunque los deberes, o la responsabilidad, corresponda a la sociedad -los deberes son sociales, la responsabilidad es colectiva-. La sociedad –o Alemania- se convierte así en el chivo expiatorio sobre el que cargar todas las culpas, para luego ser sacrificado en el altar del derecho individual, falso sacrificio y falso altar porque el nombre, siempre, al final, reclama su precio y es el individuo, los individuos, los que acaban sacrificados en aras de la Patria –otro nombre, al fin y al cabo-. 

  Y es que, a la postre, solo hay individuos. Individuos a los que la hipostatización desindividualizadora no ha eliminado, al contrario, ha agudizado su egoísmo. Individuos que, cuando es su propio bienestar, su propio beneficio lo que se ve amenazado van a reclamarlo aunque eso perjudique al resto de los individuos, que también van a mirar por sí mismos. Cuando nos tocan la moral –en su más amplio sentido- ya no somos alemanes, o griegos, o portugueses o españoles, sino sujetos individuales que vamos a reivindicarnos a nosotros mismos por encima de todo, sin importarnos los demás ni las consecuencias que nuestros actos tienen sobre ellos. Y es que, tal vez, de tanto hablar de Sociedad se nos ha olvidado, si es que alguna vez lo supimos, lo que es la sociedad

jueves, 2 de abril de 2015

La política como parloteo



La política ha devenido en puro parloteo, puro hablar sin decir nada. Tanto dentro como fuera de los Parlamentos –donde se “parla”, se habla, se utiliza la palabra para hacer política- el lenguaje político es un mero articular sonidos vacíos de contenido. Parloteo, pues, como el de los programas del corazón, donde ahora tienen también cabida los políticos, que van allí a parlotear. O como los programas de supuesto debate político, donde en vez de debatir se parlotea, y por ello se parecen cada vez más a los programas del corazón. Parloteo que ya resulta aburrido: cháchara insustancial. Un parloteo que entre los lideres políticos, entre los jefes de las organizaciones degenera en un diálogo de sordos, donde cada uno se complace en escucharse a sí mismo, en escuchar su parloteo, y en no escuchar a los demás, la base del diálogo y de la política desde Platón. Y un parloteo que entre los seguidores de los líderes, entre los militantes y simpatizantes –que cada vez se asemejan más a los miembros de una secta- se convierte en el parloteo de los loros, en un repetir y repetir consignas hasta el hastío sin entenderlas, sin buscar en ellas nada más allá de la cacofonía, o de la seguridad que da el coro que repite un mantra vacuo. Un parloteo, por tanto, que no va más allá del propio lenguaje, que no tiene una traslación directa a la realidad en la que supuestamente se sustenta, porque ha perdido toda relación con esa realidad, si es que alguna vez la tuvo. Destrucción de la política como discurso, como lenguaje transformador de la realidad, como praxis que se determina en un mundo ahora ya totalmente ajeno al lenguaje.

Parloteo que se recubre de un aura de trascendencia, de majestuosidad, cuando recurre a palabras grandilocuentes, palabras supuestamente cargadas de contenido, pero que en el fondo no son más que significantes vacíos, o más bien el discurso en el que incardinan no es más que parloteo porque siempre han sido significantes vacíos. Palabras como “Pueblo”, como “Patria”. ¿Qué es el “pueblo”?. El “pueblo” no es nada, el “Pueblo” no existe. No es más que una palabra que se sustenta sobre el “Espíritu del Pueblo” –el Volkgeist- que a su vez no es más que otro referente del parloteo. Unidad popular, alianza popular, partido popular: todo es popular, así que nada es popular. La esencia de la popularidad no está en ella, sino en lo que lleva delante: la unidad, la alianza, el partido, es decir, en el parloteo. El pueblo es la gente, se dirá. ¿Y qué es la gente?. Es masa indiferenciada. La masa que asiste extasiada al espectáculo del parloteo. Los sujetos, los individuos, no son gente. El sujeto es una conciencia propia y, por eso mismo, dueño de un lenguaje con contenido, de un lenguaje que no es parloteo porque tiene una referencia en él mismo y en la realidad que construye a su alrededor. Un lenguaje que comunica con otros sujetos y mediante el que se comunica con otros sujetos. Eso es la política: el diálogo entre los individuos que constituyen la polis, el lenguaje que fundamenta las relaciones sociales y que significa y da sentido a esas relaciones sociales. El lenguaje que constituye la sociedad y la transforma, poniendo en relación, en comunicación, a los individuos, constituyendo una red de sujetos autónomos que no es pueblo, ni gente, ni masa, porque cada uno tiene conciencia de sí mismo y de su lenguaje. Ese es el lenguaje de la política, y no el parloteo.