viernes, 30 de mayo de 2014

Hechos

Un hecho es un suceso que ocurre en la realidad, independientemente de las interpretaciones que se realicen sobre él. Los hechos existen, aunque estén cargados de teoría. La derecha ha ganado las elecciones, en España y en Europa: esto es un hecho.
            La acción política tiene como objetivo el control del poder (político), y este objetivo se puede conseguir de muchas maneras. Una de ellas es exhibir unos ideales puros e inocentes desde una situación de superioridad moral, lo que supone que se está en posesión de una verdad absoluta que todos deben compartir si no quieren estar equivocados. Pero uno es libre de estar equivocado, de no compartir la verdad absoluta, quizás porque no cree en verdades absolutas. El primero no es el camino del fortalecimiento de la democracia sino, más bien, el del totalitarismo –Hayek dixit-.
            Esto es una premisa y, bajo esta premisa, parece ser que la acción política debe estar guiada por la razón o, al menos, debe ser una acción racional. Una acción racional en su sentido más amplio, es decir, sustentada en el cálculo racional para obtener el mayor beneficio. Es difícil comprender la efectividad política que a nivel europeo pueden tener cuatro o cinco diputados que se van a integrar en un grupo parlamentario mayor –pero que no es el mayor- en el que cualquier iniciativa puede diluirse hasta quedar reducida a la nada: porque, a veces, de tanto apoyar uno se acaba cayendo (con todo el equipo), aunque aquel a quien se apoya sea el nuevo Platón o la gran esperanza roja.
            Tal y como están las cosas no es difícil de entender que el único beneficio que cabe buscar en la acción política concreta es defender un sistema de libertades y derechos sociales básicos que está en peligro (y, con él, la democracia). Yo no dudo que este sea el objetivo de todos los grupos izquierda que se han presentado a –y han perdido- las recientes elecciones europeas y no el futurible político de acabar con el capitalismo, algo que implica la existencia previa de ese sistema de libertades que se trata de defender (sistema que, no lo olvidemos, es una consecuencia del propio capitalismo). Cuando estamos regresando a estados sociales propios de etapas anteriores al desarrollo del capitalismo industrial avanzado no hay que pensar en salir de euro, sino en defender la libertad de pensamiento y expresión. Hasta Lenin fue consciente de que era necesario contar con los mencheviques en un momento determinado: El cálculo racional exige unir fuerzas para proteger aquello que, programáticamente, todos defienden, y no dividirlas. Ya dije en su momento que el 15-M sólo beneficiaba a la derecha y los hechos me siguen dando la razón.

            Uno de los motivos de euforia –y objeto de la gran mayoría de los finos y sesudos análisis post electorales- es el final del bipartidismo. Esto no es un hecho o no es un hecho cierto, que viene a ser lo mismo. Sigue habiendo dos grandes formaciones políticas preponderantes y un montón de formaciones pequeñas que tendrán que tomar alguna decisión si quieren ser efectivas. Y esa decisión pasa necesariamente por apostar por alguna de las dos grandes formaciones. Pero, además, tampoco está tan claro que el bipartidismo sea tan nefasto. Al menos no lo es en Estados Unidos y Gran Bretaña, las dos democracias más antiguas del planeta. Y no creo que se pueda poner en duda esto, como tampoco creo que se pueda pensar que España, o Alemania, pueden dar lecciones de democracia a estas dos naciones. Se dice que el bipartidismo no recoge todas las opciones políticas de la sociedad civil, que no representa a todos. Pero lo mismo se podría decir del tripartidismo, de tetrapartidismo o del pentapartidismo (y, hablando de pentapartidismo, piénsese en Italia y las dificultades de gobernar un Estado con multitud de formaciones políticas distintas). Todo el mundo tiene una opinión, así que, teniéndolo en cuenta todo, y reduciendo al absurdo, el sistema debería de tender a un n-partidismo, siendo n el número total de habitantes del país, de tal forma que cada uno se represente a sí mismo a través de un partido político del que él sería el único miembro. Esto no es un hecho, pero podría llegar a serlo.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Ley

 El concepto de Ley remite de forma inmediata, en el imaginario colectivo, a aquella o a aquellas normas sociales institucionalizadas en un sistema de derecho, que son objeto de control judicial y cuyo incumplimiento supone una sanción penal o administrativa. Sin embargo, la idea de ley es anterior, si no histórica, si al menos ontológica y metodológicamente a esta concepción social, en tanto en cuanto la ley es, también y sobre todo, ley natural. En efecto, la característica definitoria de la ley social –que debe ser cumplida siempre y en todas las circunstancias-no es más que una trasposición de la ley natural, que siempre y necesariamente se cumple en la Naturaleza. La ley social no es así más que un trasunto de la ley natural, con la diferencia fundamental de que mientras que el cumplimiento de la ley natural viene dado por la propia existencia de la ley –como se decía una ley natural siempre se cumple, y si no se cumple entonces no es una ley- las leyes sociales no siempre necesariamente se cumplen –aunque su aspiración como leyes es que así sea- y de ahí la necesidad de una sanción que asegure, de forma externa a la propia ley, su cumplimiento.. las leyes sociales aspiran a ser leyes naturales, pero el campo de su aplicación es distinto: mientras que la ley natural rige la naturaleza, y por lo tanto todos los organismos están sometidos a ella, la ley social es la que ha de regir la sociedad, y en este sentido todos los organismos sociales estarían sometidos a ella. Ahora bien, mientras que un organismo humano, en tanto que natural, no puede decidir no cumplir una ley natural, ese mismo organismo, en tanto que social, puede decidir no cumplir una ley social: es libre de cumplirla o no cumplirla asumiendo la responsabilidad de la sanción correspondiente.
 Los sofistas –los grandes perdedores de la Historia de la Filosofía- fueron los primeros y principales sintetizadores de esta idea. Se dieron perfecta cuenta de la diferencia entre ley natural y ley social y, así, afirmaron que el ser humano tan sólo está necesariamente sometido a las leyes naturales –que son las únicas necesarias y universales- mientras que las leyes de la polis eran relativas, estaban edificadas sobre intereses tanto personales como sociales y, en principio, los individuos no estaban necesariamente obligados a cumplirlas y, si lo hacían, era más bien por evitar las sanciones derivadas de su no cumplimiento –como se muestra en la historia del anillo de Giges que el sofista Glaucón expone en La República platónica- que por una auténtica necesidad, si no ontológica, si social. Es decir, a ley social es relativa, tanto en su formulación como en su cumplimiento, y las únicas leyes universales son las leyes naturales. Ahora bien, el hecho de que las leyes naturales sean universales y necesarias hace inútil cualquier intento de manipularlas en el propio beneficio, lo que las separa así de las leyes sociales que si que pueden ser manipuladas y modificadas según la voluntad o el interés. Esta es la idea que recogen los estoicos: el estudio de las leyes de la Naturaleza es necesario para comprender su inevitabilidad y la inutilidad de pretender cambiarlas. El sabio, así, es aquél que conoce la Naturaleza y, gracias a este conocimiento comprende aquella inevitabilidad y se libera de preocupaciones con respecto a aquello que es inamovible. En palabras de Spinoza, la libertad está en comprender la necesidad.
 Quizás esta diferenciación entre ley natural y ley social sea la que se confunde en la actualidad y, así, mientras que se pretende una y otra vez luchar contra leyes naturales, y no se termina de comprender la inevitabilidad de hechos como la muerte, se aceptan como universales y necesarias las leyes sociales, se asumen y se renuncia a modificar aquellas que se muestran como manifiestamente injustas.

martes, 20 de mayo de 2014

Libertad / y 3


La libertad positiva supone la existencia de la libertad negativa (no al contrario) pero no es la única condición para su efectividad. La libertad positiva, entendida como la posibilidad real de actuación pública, como la libertad para poder intervenir en los asuntos relativos al gobierno del Estado, ya sea mediante la participación directa en éste a través del sufragio universal (recordemos que el sufragio universal consiste no sólo en que cualquier ciudadano pueda elegir a sus representantes, sino también que cualquiera pueda ser elegido) o bien a través de las libertades de reunión, manifestación, etc., necesita que previamente se reconozcan las libertades básicas de pensamiento, expresión y conciencia (y de ahí la importancia social del liberalismo, aunque a veces se olvide). Sin éstas, la libertad positiva sería una pura quimera, pues no es posible participar en la toma de decisiones políticas si antes no se salvaguarda la capacidad de los individuos para poder hacerlo, es decir, si no pueden pensar libremente y expresar libremente sus ideas. La libertad pública, por lo tanto, debe fundamentarse en la libertad privada, por ello los ataques a ésta suponen un menoscabo mucho mayor a la libertad del individuo en lo que respecta a su vida pública que los ataques contra aquélla. O, lo que viene a ser lo mismo, es mucho más grave la represión cuando va dirigida contra las libertades negativas que cuando lo hace contra las libertades positivas, aunque parezca paradójico. Y ello –el parecer paradójico- porque la represión de las libertades positivas siempre resulta mucho más llamativa –por ser más fácil de ver- que la represión de las libertades negativas, la cual la gran mayoría de las veces se oculta tras apelaciones interesadas al bien común. La libertad negativa, como libertad privada e individual se va a enfrentar, en este respecto, a la tendencia del grupo social a fagocitarla, a convertir a todos los individuos en una masa que se mueve por impulsos y sentimientos comunes, es decir, a supeditar el bien individual al bien común que se constituye como independiente de y trascendente a los distintos bienes individuales. 
Decía al principio que la libertad negativa constituye una condición necesaria pero no suficiente para la existencia de la libertad positiva. La segunda condición para que sea posible hablar de una existencia real de la libertad positiva es el conocimiento o la información. El conocimiento es poder y la libertad política y social no es otra cosa que libertad de poder: de poder hacer aquello que libremente se ha pensado y decidido. Si el acceso al conocimiento y la información es restringido o simplemente imposibilitado la libertad de actuación en el ámbito público desaparece, aunque formalmente sea reconocida. Se estructuran de esta manera dos estratos sociales: una elite que tiene acceso al conocimiento y por lo tanto al poder –y que es depositaria exclusiva de una libertad que sobre el papel corresponde a toda la sociedad-; no sólo al poder político y efectivo, sino al fundamental de poder hacer: a la libertad de poder. Y otro grupo social que sólo teóricamente goza de esa libertad, pero que no puede llevarla a cabo por carecer de las bases de conocimiento e información imprescindibles para ello. Una sociedad libre, por lo tanto, necesariamente ha de ser una sociedad ilustrada. Cobra fuerza la postura kantiana –frente a otras como la existencialista que coloca la libertad en la base de la esencia humana y la da casi por hecha- de que la libertad se fundamenta en la autonomía del individuo. Será libre aquél que sea autónomo y se atreva a pensar por sí mismo o, lo que es lo mismo, aquel que acceda al conocimiento y exija, en caso de que éste se pretenda ocultar o escamotear, su derecho efectivo de acceso a él.

viernes, 9 de mayo de 2014

Libertad / 2

 Si la libertad interna o libertad de la voluntad era problemática en su análisis, mucho más lo es la libertad externa o libertad de acción –la libertad política o civil-, desde el momento en que se encuentra sujeta a determinaciones que no dependen exclusivamente del sujeto, sino que tienen lugar en la relación de éste con los demás individuos o, lo que viene a ser  lo mismo, en el propio entorno social.
 La libertad de acción suele tomar dos caracterizaciones distintas: la llamada libertad negativa, o “libertad de” y la libertad positiva o “libertad para”. La libertad negativa se define como la ausencia de constricciones para la acción, mientras que la libertad positiva es la posibilidad efectiva de poder actuar. La libertad negativa, así, es la base o el fundamento de la libertad positiva, aunque puede considerarse que la auténtica libertad política es la libertad positiva.
 Como ya se ha dicho, la libertad negativa es la ausencia de factores que impidan llevar a cabo libremente una acción. Esta conceptualización de la libertad no supone que la acción se lleve a cabo, sino tan sólo que esté permitida o que exista la posibilidad de su realización. No se trata de hacer, sino de poder hacer o, más bien, de que no existan obstáculos para poder hacer. En principio, y como parece obvio, el hecho de poder hacer no implica necesariamente hacer. La libertad negativa supone no obligar –de ahí su adjetivación “negativa”- a un individuo a hacer algo, pero no supone necesariamente que éste haga lo contrario.
 Este tipo de libertad ha sido el que tradicionalmente ha defendido el liberalismo político y también el que, con más o menos matices adoptó el liberalismo económico clásico. La libertad negativa surge como una defensa frente al absolutismo político en los siglos XVIII y XIX. Los liberales de esta época exigen al Estado que no intervenga en sus decisiones personales, es decir, que no se les obligue a hacer cosas que no desean o que no quieren hacer, sin que esto suponga un intento de intervención directa en la dirección de dicho Estado -esto supondría ya una libertad positiva, una libertad de acción. Es esta concepción la que recoge el liberalismo económico y de esta manera exige a la organización estatal que no intervenga, no ya en la acción individual, sino en el desarrollo del mercado, entendido este como una relación entre sujetos particulares. Es la idea del laissez faire, del dejar hacer, aplicada al desarrollo económico. El mercado se regula gracias a una “mano invisible” –según la conocida aserción de Adam Smith- y cualquier intento d intervención en éste supondría un freno, una traba para su desarrollo y, consecuentemente un retraso económico y la consiguiente ruina, no sólo de los sujetos que participan en el mercado, sino de la propia nación.
 Curiosamente, el llamado neoliberalismo no asume, en la práctica, ninguna de estas concepciones. No asume la concepción económica –al menos no en su totalidad- cuando exige al Estado que intervenga, bien para defender al mercado local frente al comercio foráneo, bien para defender a las grandes corporaciones frente a sus competidores, bien subvencionando las pérdidas de las estructuras financieras. De la misma forma, no asume la concepción civil cuando interviene en la vida de los individuos diciéndoles lo que deben o  no hacer o cuando pretende oponer una determinada moral o unas determinadas creencias a toda la población. En cualquier caso, la libertad negativa, entendida como libertad de expresión, de pensamiento y de conciencia, es la base de cualquier sistema de libertades y la ausencia de ésta es el fundamento de cualquier sistema totalitario.

lunes, 5 de mayo de 2014

Libertad / 1

 El concepto de libertad, que suele ser considerado como de significación universal, en tanto en cuanto se entiende que constituye, junto con la dignidad, la esencialidad del ser humano es, sin embargo, uno de los que mayores matices y variaciones admite, no sólo a nivel filosófico, sino, y sobre todo, a nivel histórico-social. Así, y en relación con lo anterior, en principio habría que distinguir entre libertad de la voluntad –lo que tradicionalmente se denomina “libre albedrío”- que hace referencia a la capacidad humana para elegir o tomar decisiones –capacidad que, en el pensamiento existencialista de la última mitad del siglo XX se convierte en necesidad, de ahí la afirmación de Sartre de que “el hombre está condenado a ser libre”- y la libertad política, o libertad externa: lo que normalmente se entiende por libertad y que tiene que ver con la ausencia de trabas políticas, sociales o culturales (nótese bien que no físicas) para llevar efectivamente a cabo las decisiones o elecciones producto del libre albedrío.
 Esta concepción de la libertad como libre albedrío es la que está en la base de la idea expuesta más arriba  según la cual la libertad constituye una parte esencial de la consideración habitual del ser humano. Sin embargo, la conceptualización de la libertad como libertad de querer aparece con el pensamiento cristiano –no antes ni en ningún otro-, no existiendo en el pensamiento griego, donde la libertad –si es que en la filosofía griega puede hablarse de libertad- es el elemento diferenciador entre hombres libres y esclavos –y téngase en cuenta que sólo los hombres libres eran propiamente seres humanos en Grecia- constituyéndose así en una suerte de libertad civil o libertad económica. Es, como decíamos, en la filosofía cristiana donde surge la idea de la libertad de decisión –libertad básica para entender otras que hoy son consideradas como fundamentales, como la libertad de pensamiento o la libertad de conciencia- como una forma de dar explicación a la presencia del mal que, en tanto no puede ser una creación divina, ha de ser necesariamente un producto humano. Un producto humano, además, que no puede estar dirigido por ningún tipo de providencia divina  -lo cual sería lo mismo que afirmar que es Dios quién lo determina- sino que ha de ser consecuencia de la libertad del individuo. El concepto de pecado es clave en la concepción cristiana del mundo. De hecho, el cristianismo se fundamenta tanto en el pecado original de Adán, lavado por el bautismo que convierte al sujeto en sujeto cristiano, como en la figura de Cristo, cuya función es redimir los pecados de la humanidad. Si el hombre no fuera libre no podría pecar, puesto que no podría decidir hacer el mal en lugar de el bien, seguir la senda de Dios o no seguirla, y por lo tanto el cristianismo perdería su razón de ser.
 Es esta libertad de la voluntad la que van a negar los racionalistas materialistas del siglo XVII, como Spinoza –para quien la libertad consiste en aceptar la necesidad-, los cuales consideran que el ser humano, como entidad física y material,  está sometido a las mismas leyes y las mismas fuerzas que rigen el campo de la materia, fuerzas que, así, no puede controlar. De esta manera cualquier decisión que tome el sujeto está determinada, no es posible elegir libremente y la libertad no sería más que la ignorancia de las causas que determinan la decisión. . Es curioso, en todo caso, como estos autores, que niegan la libertad de poder elegir, , van a ser los que pongan las bases de la democracia y de la idea de libertad política que implica.
 Por último, como se ha dicho más arriba, la libertad de decisión va a ser recuperada por las corrientes existencialistas de finales del siglo XX –y por otros autores que se consideran ajenos a éstas como Ortega y Gasset- como aquello que constituye la única esencia del ser humano. En efecto, según estos autores, el ser humano carece de cualquier esencia que no sea su propia existencia, la vida. La esencia humana consiste en existir –humanamente- y existir es estar continuamente tomando decisiones sobre dónde dirigir esa existencia. El ser humano es humano porque existe y existir consiste en decidir –la vida no nos es dada hecha, decía Ortega- , por lo tanto la libertad, el poder decidir, es lo que constituye al ser humano como tal. Como decíamos antes, el ser humano, por y para ser humano, está “condenado a ser libre”.

viernes, 2 de mayo de 2014

Logos

La significación principal de “Logos” es la de principio de explicación racional del Universo. El pilar de esta definición es el adjetivo “racional” porque, como ya se vio en el anterior artículo, el primer intento de explicación de la naturaleza lo constituyó la narración mítica, que no se fundamentaba en La razón ni buscaba elucidaciones racionales basadas en la propia naturaleza que pretendía explicar, sino que apelaba a instancias ajenas o superiores a ésta, y en ello radicaba su irracionalidad. El logos, por tanto, se configura como principio de explicación racional porque no sobrepasa los límites de las estructuras y fenómenos que pretende dilucidar. Busca y encuentra su fundamento en la propia naturaleza  y es por ello por lo que, en primer lugar, sólo le cabe apelar a la razón para explicarla y, en segundo lugar, supone que la misma naturaleza es racional. En efecto, si la naturaleza ha de ser explicada por medio de la razón, esto implica que ésta ha de corresponderse con aquella: que las leyes que la rigen han de poder ser aprehendidas por la razón, esto es, que han de ser racionales. El mito es inabarcable por la razón, es irracional, porque sus principios la superan, están más allá de sus límites. Por ello, la primera significación del logos que aparece en el pensamiento griego hace referencia tanto a las leyes naturales –el logos es orden del Universo- como a su captabilidad por la razón humana -Logos es Razón- . Y también por ello, el logos es tanto principio de explicación del Universo como principio de ordenación del mismo.
 Con esta doble significación es como el logos, en el pensamiento medieval, se asocia con la figura de Dios. Dios es creador, y por tanto ordenador, y sólo a través suya es posible la explicación de las leyes naturales creadas por él. Dios, por tanto, es una entidad fundamentalmente racional que extrae sus notas definitorias del pensamiento griego. No en vano el evangelio de Juan comienza con la afirmación “en el principio fue el Verbo (Logos)”. Con la modernidad, el logos se transforma en razón: en razón científica e ilustrada que rige y explica la naturaleza. Dios, por tanto, ya no es necesario como principio explicativo –o más bien Dios cambia de nombre-  y se restringe a un ámbito exclusivamente moral –del que será expulsado también, primero por Kant y posteriormente por  Nietzsche-. Pero, a la vez, la modernidad supondrá también la separación entre sujeto y naturaleza, la idea de que el ser humano no forma parte de ésta, de que no es un ser natural, sino social o cultural. De esta forma, el logos, la razón, como principio de explicación de la naturaleza deja de ser principio de explicación del ser humano o, más bien, de su ámbito propio: la sociedad.

 En la posmodernidad, el logos ha quedado reducido al campo de los fenómenos naturales. Es ciencia: la heredera de la razón ilustrada. En el ámbito específicamente humano, el ámbito de lo social, no es posible hablar de un principio de explicación único. La propia fragmentación del mundo moderno supone la fragmentación del logos. El viejo principio unitario de los griegos ahora está constituido por una multiplicidad de estructuras explicativas –económicas, artísticas, políticas, culturales, etc.- que precisamente por ello no pueden dar explicaciones globales. En este sentido, cualquier intento de comprensión que pretenda ser englobante es, por lo mismo, totalitario.