martes, 20 de mayo de 2014

Libertad / y 3


La libertad positiva supone la existencia de la libertad negativa (no al contrario) pero no es la única condición para su efectividad. La libertad positiva, entendida como la posibilidad real de actuación pública, como la libertad para poder intervenir en los asuntos relativos al gobierno del Estado, ya sea mediante la participación directa en éste a través del sufragio universal (recordemos que el sufragio universal consiste no sólo en que cualquier ciudadano pueda elegir a sus representantes, sino también que cualquiera pueda ser elegido) o bien a través de las libertades de reunión, manifestación, etc., necesita que previamente se reconozcan las libertades básicas de pensamiento, expresión y conciencia (y de ahí la importancia social del liberalismo, aunque a veces se olvide). Sin éstas, la libertad positiva sería una pura quimera, pues no es posible participar en la toma de decisiones políticas si antes no se salvaguarda la capacidad de los individuos para poder hacerlo, es decir, si no pueden pensar libremente y expresar libremente sus ideas. La libertad pública, por lo tanto, debe fundamentarse en la libertad privada, por ello los ataques a ésta suponen un menoscabo mucho mayor a la libertad del individuo en lo que respecta a su vida pública que los ataques contra aquélla. O, lo que viene a ser lo mismo, es mucho más grave la represión cuando va dirigida contra las libertades negativas que cuando lo hace contra las libertades positivas, aunque parezca paradójico. Y ello –el parecer paradójico- porque la represión de las libertades positivas siempre resulta mucho más llamativa –por ser más fácil de ver- que la represión de las libertades negativas, la cual la gran mayoría de las veces se oculta tras apelaciones interesadas al bien común. La libertad negativa, como libertad privada e individual se va a enfrentar, en este respecto, a la tendencia del grupo social a fagocitarla, a convertir a todos los individuos en una masa que se mueve por impulsos y sentimientos comunes, es decir, a supeditar el bien individual al bien común que se constituye como independiente de y trascendente a los distintos bienes individuales. 
Decía al principio que la libertad negativa constituye una condición necesaria pero no suficiente para la existencia de la libertad positiva. La segunda condición para que sea posible hablar de una existencia real de la libertad positiva es el conocimiento o la información. El conocimiento es poder y la libertad política y social no es otra cosa que libertad de poder: de poder hacer aquello que libremente se ha pensado y decidido. Si el acceso al conocimiento y la información es restringido o simplemente imposibilitado la libertad de actuación en el ámbito público desaparece, aunque formalmente sea reconocida. Se estructuran de esta manera dos estratos sociales: una elite que tiene acceso al conocimiento y por lo tanto al poder –y que es depositaria exclusiva de una libertad que sobre el papel corresponde a toda la sociedad-; no sólo al poder político y efectivo, sino al fundamental de poder hacer: a la libertad de poder. Y otro grupo social que sólo teóricamente goza de esa libertad, pero que no puede llevarla a cabo por carecer de las bases de conocimiento e información imprescindibles para ello. Una sociedad libre, por lo tanto, necesariamente ha de ser una sociedad ilustrada. Cobra fuerza la postura kantiana –frente a otras como la existencialista que coloca la libertad en la base de la esencia humana y la da casi por hecha- de que la libertad se fundamenta en la autonomía del individuo. Será libre aquél que sea autónomo y se atreva a pensar por sí mismo o, lo que es lo mismo, aquel que acceda al conocimiento y exija, en caso de que éste se pretenda ocultar o escamotear, su derecho efectivo de acceso a él.

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